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De carambola

Confieso que cada tanto, como al común de los mortales, las cuestiones cósmicas me dan que pensar durante unos días. ¿Por qué? Mis días de inquietud cosmológica no suelen coincidir con la aparición en la prensa diaria de novedades sobre la materia, ni con la lectura del último éxito de ventas astronómico. Son, en todo caso, días de mucho cavilar en los que uno no está para nada, cuanto menos para los asuntos del barrio o las calamidades de la patria, esos dos microcosmos enanos, barrio y patria, que durante la mayor parte del año nos sorben las energías del seso y del músculo.Mis recientes meditaciones siderales han girado en torno al nuevo cometa, a la teoría del gran atractor y a la esfera armilar, de Rafael Trenor y de José Antonio Fernández Ordóñez. Esta última es una colosal invención, capaz de hacernos comprensible a los más lerdos el sistema solar en movimiento. Cuando la maqueta de la esfera armilar se haga realidad de 92 metros de altura, el ingenio quedará automáticamente incorporado a la simbología de Madrid e iremos a la esfera igual que vamos al Retiro, a la puerta de Alcalá o a la diosa Cibeles, con el suplemento de llegarnos hasta Marte y los otros ocho planetas. Es decir, Fernández Ordóñez y Trenor habrán hecho madrileño al sistema planetario en el que únicamente estamos empadronados los humanos.

La teoría del gran atractor carece de la comprensibilidad de la esfera armilar. Cuando los estudiosos del universo ya nos habíamos creído la historia del big bang, resulta que no sólo no provenimos de un inmenso petardazo sino todo lo contrario. Tenemos que reciclar el entendimiento y pensar en términos de un imán como un templo que se engulle todo lo que le llega, que es todo. Como siempre que me dedico a comprender el universo, acabo por sospechar que el cosmos no es un misterio, que es sencillamente una mistificación. No obstante, en el estado actual de la asignatura, da lo mismo, porque ese engaño que finge un secreto resultaría igual de incongruente si tuviera misterio.

Ya habrá observado el paciente lector que la mente se me queda en blanco y se me transforma en un agujero negro en cuanto salgo del sistema solar. Será porque salgo poco. Pero también padecía ese fenómeno de ofuscada oscuridad mental en sus años mozos, cuando pasaba de claro en claro la favorable noche hasta que se apagaban los faroles y el lucero de la mañana. ¿De qué me viene entonces, como al común de los mortales, esa proclividad a pensar la infinitud espacial?

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Evidentemente al ser humano le gusta hablar de lo que ignora cuanto más ignora de lo que habla. De ahí que a los pobres nos guste inmoderadamente hablar de la vida de los acaudalados. Podría, en consecuencia, deducir que la causa de mis meditaciones astronómicas radica en el morbo del cosmos. Sin embargo, con toda sinceridad, hay que reconocer que el cosmos, a la hora de pensárselo, tiene poco morbo, porque marea mucho. Al poco rato de estar con la mano doblada bajo la boca y el codo derecho sobre el muslo izquierdo, que desde Rodin es la única postura adecuada para una meditación seria, a este pensador sólo se le ocurren majaderías, mientras la rotación de las nebulosas me revuelve las vísceras y el polvo interestelar me hace toser. Está claro que, por muy morboso que sea el pensador del universo, por morbo nadie elige una galaxia en detrimento de una meditación acerca de alguna acaudalada princesa de Mónaco, sin ir más lejos.

El tiempo eterno y el espacio infinito provocan la circularidad del pensamiento del ciudadano. Abandona éste los microcosmos de a diario y, tras unos paseos espaciales, regresa con más pasmo y más tedio, más insatisfecho, a lo cotidiano. De las estrellas traemos una necesidad acuciante de lo raro cotidiano y caemos de nuevo en los espejismos de cada día. Obviamente, vivir no es fácil y algunos listos nos lo hacen más difícil a la cándida gente de barrio. Ahí está la causa de mis meditaciones cosmológicas.

Desde que (la use o no) tengo uso de razón, vengo oyendo que hay cosas más importantes en las que pensar de las que interesan a mi pensamiento. Durante 40 años se nos propuso pensar menos y leer más los periódicos (de entonces), en cuyas páginas la funesta manía de pensar encontraba abundante alimento en el Imperio, en la obra pública y en el Hércules de Alicante. Ahora que tenemos derecho a pensar también en el Rayo Vallecano, cada vez que pensamos en algo que al Gobierno no le agrada, volvemos a soportar la admonición de que hay ideas más importantes que las nuestras en que ocupar la mente. Y los crédulos automáticamente nos ponemos a pensar en las estrellas.

Puedo asegurar que en las últimas semanas he debatido con las amistades de barra la aproximación a la Tierra de un corneta que deja en mantillas al corneta Halley. Durante mis horas de meditación sobre la amplitud de los espacios galácticos, partiendo como unidad de medida orientativa de para cuánto da un billón de pesetas, he calculado cuánto dura un año luz. Como este corpus de filosofía astral dio por fruto una jaqueca crónica, mis amigos y yo aterrizamos a fin de repostar un algo de tangible realidad. Y suponiendo que encontraríamos a 40 millones de compatriotas congelados en la postura de El pensador, de Rodin, encontramos a 40 millones de españoles hablando del caso Juan Guerra, de recalificaciones urbanísticas, y de ese categorema de la recomendación, que es el tráfico de influencias.

Para ese viaje espacial no necesitábamos alforjas. Si algo he aprendido al regreso de esta gira cosmonáutica, es que de ahora en adelante voy a pensar en lo que quiera, con independencia de que no esté pensando en lo que debo. En las estrellas no hay libertad, cierto, pero, por sujeta que esté también a las leyes de la predeterminación universal la estrella en la que vivo, sé que no viviré para cuando choquen de nuevo las bolas sobre el paño del gran billar. Ya que probablemente nacimos de una carambola, he decidido aprovechar mi naturaleza efímera para pensar en lo que quiera, así sea pecado. Si alguna vez retorno al espacio exterior, será porque la monotonía del barrio y de la patria, como suele cada tanto, haya alcanzado el apogeo de la hartura. Por lo pronto, el cuerpo me pide ahora avergonzarse de tanta especulación inmobiliaria y de la perversión del discurso especulador.

Juan García Hortelano es escritor.

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