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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Cuestión de fronteras

LA FRONTERA que en la sociedad vasca separa a los violentos de quienes no lo son -a los demócratas de los no demócratas- es la misma que distancia a los que apoyan el estatuto de autonomía de quienes lo rechazan y combaten. Esta frontera fue reafirmada netamente en el Pacto de Ajuria Enea, resultado a su vez de la maduración de la sociedad vasca tras la experiencia de ocho años de autogobierno. El pacto relativizaba la radical oposición entre nacionalistas y no nacionalistas que había marcado los primeros años de la transición y establecía unos valores comunes que permitían la afirmación democrática y pacífica de la nación vasca como un proyecto común de todos los ciudadanos de esa comunidad y no de una parte de ellos.La desgraciada iniciativa de resucitar el fantasma de la autodeterminación pone en cuestión aquel logro, restablece fronteras artificiales en el seno de la sociedad vasca, introduce factores de incertidumbre respecto al desarrollo autonómico y elementos de inestabilidad en el panorama político general, confunde a los ciudadanos vascos y estimula las reacciones de frustración que necesitan los violentos para seguir ejerciendo su permanente extorsión. El balance de la iniciativa, así pues, no puede ser más negativo. Alguien -desde los nacionalistas catalanes hasta los nacionalistas vascos democráticos, pero también determinados sectores de opinión que frivolizaron con el asunto- debería comenzar por reconocerlo.

La proposición no de ley presentada por Euskadiko Ezkerra (EE) y el Partido Nacionalista Vasco (PNV) es un intento de encauzar el asunto. Tanto, que casi parece una autocrítica: el reconocimiento implícito de haber dado un patinazo. Desgraciadamente, ha faltado valor moral para admitirlo abiertamente, renunciando a llevar el asunto al Parlamento vasco. La exposición de motivos que antecede a la proposición rezuma buena voluntad, y en ella se reafirman nítidamente determinados valores democráticos, incluidos algunos que no siempre había admitido claramente el nacionalismo con anterioridad. Así, el documento comienza por renegar de cualquier estrategia que cuestione "la regla básica del propio sistema democrático: el reconocimiento de la legitimidad de la rnayoría". La interpretación del concepto de autodeterminación que el documento hace suya lo identifica con "el proceso democrático abierto el 15 de junio de 1977", es decir, con las sucesivas consultas electorales en las que la ciudadanía ha tenido ocasión de ir definiendo pacífica y libremente sus opciones territoriales, sociales y políticas. Por ello, los firmantes consideran restrictivo de la libertad cualquier concepto de autodeterminación que lo reduzca a "una decisión a adoptar en un momento en torno a una disyuntiva" entre la separacion o no del Estado. Ese concepto de autodeterminación como plebiscito de separación, sostiene el escrito, sólo es válido para "situaciones de dominación antidemocrática", pero no para casos de "pueblos que, como el vasco, partirnos de una realidad democrática en ejercicio".

Los valores del estatuto

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Tales consideraciones podrían ser genéricamente suscribibles. Incluso cabe considerar-que el compromiso con tales valores por parte del PNV, que tradicionalmente apoyó su reivindicación en la existencia de unos inconcretos "derechos históricos", supone un paso adelante en la medida en que ahora se pone el acento en la voluntad de los ciudadanos reales y se admite expresamente el pluralismo de la sociedad vasca.

El problema reside en que esos valores y métodos democráticos son precisamente los consagrados y propugnados por el modelo autonómico para resolver la cuestión de las nacionalidades en un Estado democrático plurinacional, y ese modelo presupone la renuncia al cuestionamiento de la integridad territorial, por una parte, y la aceptación, por otra, de que la soberanía reside en el conjunto del pueblo español y que, por tanto, cualquier hipotética modificación del marco territorial sería, en su caso, el resultado de un consenso institucional español y no de la voluntad unilateral de una parte. Ello no sólo es coherente con el entramado constitucional, sino que corresponde mejor que cualquier otro sistema posible a la realidad de un Estado cuyos componentes nacionales están interrelacionados desde siglos por una tupida red de intereses compartidos. Es además la mejor garantía del desarrollo de un sistema autonómico que, de acuerdo con la realidad histórica concreta, no tiene por qué basarse en la uniformidad de competencias y poder político de las distintas comunidades.

Por ello, y por más que sea lícito disentir con el tono y algunas de las expresiones concretas utilizadas por el presidente del Gobierno al criticar la iniciativa de los nacionalistas, no le falta razón en cuanto al fondo de su mensaje: que ningún político responsable puede estimular la profundización del proceso de distribución territorial del poder -que eso es la autonomía- si no existen plenas garantías sobre la utilización que los nacionalistas van a hacer de ese poder. Es decir, si no se admite explícitamente que la autonomía no es un paso previo hacia la independencia. Que la interpretación moderada del principio de autodeterminación hecha ahora por el PNV y EE no es la única posible lo demuestra la proposición paralela presentada por Eusko Alkartasuna. Proposición que si, por una parte, confirma que el partido de Garaikoetxea ha perdido todo contacto con tierra firme -por lo que seguramente pagará un alto precio electoral-, sirve, por otra, para romper el aislamiento de los que apoyan a los violentos; los cuales se han apresurado a manifestar que los demás- partidos nacionalistas se han acercado a sus propias posiciones y que la negativa a aceptar lo que ahora se reivindica "justifica la lucha armada".

En todo este asunto se da la paradoja adicional de que el concepto de autodeterminación no sólo es ajeno a la tradición del nacionalismo clásico, sino también a la del radicalismo abertzale contemporáneo. Quienes lo defendieron en tiempos de Franco como parte del progrqma rupturista contra la dic,tadura fueron arrojados a las tinieblas exteriores como sospechosos de españolismo. Con el tiempo, sin embargo, los nacionalistas se encontraron con que toda la izquierda, incluido el PSOE, hacía suyo ese principio. Ante el temor de verse desbordados por esas fuerzas, los nacionalistas radicales, primero, y los moderados, más tarde, acabaron incorporándolo' a su discurso. Pero ello mismo debería aconsejar mayor mesura en las reacciones. La argumentación de Felipe González resultaría más convincente si fuera acompañada del reconocimiento de que, sobre poco más o menos, lo que ahora dicen el PNV y EE es lo que hace 15 años proclamó su partido en el Congreso de Suresnes. Se pensaba entonces que todo lo que estimulaba la agitación contra el sistema era bueno en sí mismo, -y como nada resultaba tan excitante como las reivindicaciones nacionalistas, éstas fueron asumidas de modo tan indiscriminado como irresponsable.

De ahí que -ahora que los que lanzaron la piedra y escondieron la mano comienzan a lamentarlo por boca de Pujol- se haga preciso recomponer el consenso básico plasmado en el Acuerdo de Ajuria Enea. Los avances en el autogobierno no vendrán de proclamaciones retóricas que plantean problemas más graves que los que aspiran a resolver; tampoco de resucitar las fronteras que dividen a la sociedad con arreglo a criterios irrelevantes, sino de asociar a todos los ciudadanos que defienden el desarrollo de la autonomía en un proyecto compartible por todos ellos.

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