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El arzobispo de Manila

Julio Llamazares

Conocí a Camilo José Cela hace ahora un par de años con ocasión de una entrevista que le hice para la ya desaparecida revista El Globo, con motivo de la publicación de su, por el momento, última novela, Cristo versus Arizona. En su chalé de La Bonanova, en Mallorca, frente a la bahía de Palma, recuerdo que le hice una vez más la pregunta inevitable: ¿Sigue usted aspirando al Premio Nobel? "Por supuesto, joven, por supuesto", me respondió entre ofendido y tajante el autor de La familia de Pascual Duarte, "¿por qué habría de negarlo? Todo escritor aspira al Premio Nobel, y el que diga lo contrario miente. Pero sí he de serle sincero", se recuperó enseguida don Camilo, refugiándose de nuevo tras su máscara, "lo que de verdad me gustaría, mucho más que el Premio Nobel o que el Cervantes, es que me hicieran arzobispo de Manila para poder ir por la calle rodeado de un coro de monaguillos capones cantando en tagalo las alabanzas de Nuestro Señor". "Por supuesto", se apresuiró a aclarar mi entrevistado, "los monaguillos los caparía yo personalmente por el sistema que utilizábamos en el depósito de sementales en el que serví a la patria". Y a continuación se extendió con todo lujo de detalles en el relato de la operación de castración de los animales y en la descripción del sonido fofo que, al decir de capador tan ilustrado, los testículos producían al estrellarlos los soldados contra el techo después de cortarlos. Debo reconocer ahora, en detrimento de mi primicia periodística y en el de la originalidad de mi entrevistado, que al regresar a Madrid y consultar, para escribir la entrevista, los recortes de prensa que sobre él me había preparado comprobé con estupor que el autor de La colmena ya venía contando esa y otras ocurrencias del estilo -incluso textualmente, como en el caso de la citada- desde hacía por lo menos 20 años.Por fin la Academia sueca le ha dado al señor Cela el Premio Nobel que, al parecer, tanto ansiaba. Un Premio Nobel tan merecido seguramente -o tan inimerecido- como la mayoría de los premios literarios que en el mundo se conceden cada año: al contrario que en el deporte o que en la economía, no parece que existan criterios objetivos, e infalibles, para juzgar la literatura, la desesperación o el arte. Y allá quien quiera creerse lo contrario. Tengo la impresión, no obstante, de que el bueno de don Camilo, emborrachado por la felicidad o por el propio incienso de los múltiples capones, y monagos que, desde el día de autos, le canta día y noche sin cesar -en tagalo, en gallego, en francés y en castellano- sus loas y alabanzas, no sólo se ha creído el Premio Nobel, sino también que, con el Nobel, los académicos suecos le han nombrado al mismo tiempo arzobispo de Manila, como era su deseo tantas veces confesado. Así, y de ninguna otra manera, podría uno explicarse el ataque de soberbia y onanismo intelectual que al escritor de Padrón de repente le ha dado. Un ataque que ya se hizo notar en la conferencia de prensa con la que se presentó ante el mundo aquella misma tarde y que tiene de momento, en lo que yo conozco, su punto de máxima inflexión en las declaraciones realizadas a la revista Tiempo hace ahora dos semanas. Afirmaciones como la de que "joder es entretenidísimo; si llego al cielo algún día, prefiero encontrarme angelitos con coño" o la de que "benditas sean las vaginas propicias y acogedoras y que Dios nos las conserve, pero no las aumente, porque uno ya no está para muchos trotes" no tendrían, viniendo de quien vienen, otro interés que el meramente anecdótico si no fuera que en este país decir coño o joder ya no es ninguna osadía que vaya a escandalizar a nadie. Lo fue en un tiempo en el que, precisamente, esa era la única provocación autorizada y en el que, por cierto, el señor Cela se movía corno pez en el agua. Pero afirmar públicamente, como el escritor gallego hace, que "en España sólo una minoría jodemos mucho y bien", o que "las tetas de las mujeres son para acariciárselas y el culo para magreárselo" o, en fin, que "las mujeres más baratas son la putas porque no aspiran a mucho: les das cuatro duros y salen dando saltos", supone, además de una gran aportación intelectual, la creencia de su autor de que, en efecto, él es el arzobispo de Manila y todos los demás, monaguillos capones siempre dispuestos a reírle las gracias. En ese contexto, y en esas coordenadas literarias, es en el que hay que incluir, imagino, su generosa opinión sobre los novelistas españoles más jóvenes: "No los leo, ni creo que haya más de dos o tres que queden dentro de un tiempo. Hay algunos inteligentes, pero en general me parecen novelistas de catequesis, muy disciplinaditos, muy obedientes, con la mano siempre extendida para ver si el Estado les da unas perras. Hay que entenderlo: tienen que vivir, hombre. Pero no es explicable que la gente, para subsistir, pierda la dignidad. Yo he procurado no perderla. Yo no he tenido jamás una ayuda ni una beca".

Personalmente, y al margen de la posibilidad de que don Camilo pueda considerarme, que no creo, uno de los dos o tres privilegiados de mi generación destinados a acabar compartiendo con él asiento en la Academia -la española, por supuesto-, me preocupa más bien poco que el autor de La colmena me lea o no me lea. Uno no debe aspirar a tener más lectores que los que le corresponden por su sensibilidad y su inteligencia, y tengo la, sospecha de que don Camilo y yo compartimos muy pocos intereses estéticos. Y por lo que respecta a lo de quedar o no, tampoco me preocupan demasiado sus creencias porque, entre otras cosas, y al contrario que él seguramente. uno no escribe para quedar, sino para soportar el tiempo. Y, por supuesto, lo que menos me preocupa son sus moralizaciones sobre la dignidad y la ética. La dignidad, como las procesiones -salvo las de Manila, claro-, es algo que va por dentro y que sólo cada uno de nosotros sabemos con certeza si tenemos. Y, en cualquier caso, no creo que sea el más indicado para denunciar en el ojo ajeno la paja de una ayuda o de una beca quien arrastra sobre el propio vigas tan onerosas como las de haber sido censor -de segunda o tercera categoría, pero censor-, escritor por encargo y a sueldo -para un dictador latinoamericano, por más señas- y, como fehacientemente nos demuestra el profesor Rodríguez Puértolas en su trabajo sobre la literatura fascista en España, aspirante a confidente de la policía franquista.

Julio Llamazares es escritor.

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