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¿La caída de los dioses?

Es como un rumor creciente que en pocas semanas parece consolidar una opinión ampliamente compartida. Después de una década prodigiosa en la que la arquitectura española ha sido la niña mimada de los políticos, de la prensa, de la más amplia atención internacional, de las publicaciones, exposiciones y simposios en Europa y América, de pronto todo parece desbaratarse como si de una pesadilla se tratase.En la puesta en crisis de diversas obras realizadas por los más cualificados arquitectos españoles aparece la sombra de una duda. ¿Son realmente valiosos estos personajes a los que el consumo de imágenes ha llevado a las páginas en color de los suplementos dominicales y a las noticias de actualidad de los periódicos?

Resulta que aquello que parecía tan admirable y creativo se presenta como un engañoso espejismo. La realidad desvela en aquellos edificios defectos de confort, goteras, insuficiencia de servicios, por no citar los que adolecen de una clara señalización o de un buen aparcamiento...

El razonamiento a partir de estos datos es tan claro como simplista. Nuevamente el público ha sido engañado por los brillos efímeros de los medios de: comunicación y confirma su íntima convicción de que los razonamientos sobre el "significado cultural", el Ienguaje figurativo", la "creación formal" y, otros epítetos parecidos son músicas celestiales que quieren esconder su frustración ante las exigencias prosaicas del uso cotidiano, de los espacios construidos.

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El argumento es mucho más ambiguo de lo que su claridad, reforzada por una indignada apelación al sentido común, parece demostrar. Empecemos por constatar otros hechos no menos evidentes y a menudo poco conocidos del gran público. En primer lugar, que los defectos de la guisa que hemos mencionado y en los que se apeya la crítica a la arquitectura española culturalmente reconocida los podemos encontrar en la también reconocida arquitectura de otros países y de éste y otros tiempos. No hace falta recordar el sinnúmero de derrumbamientos de bóvedas a lo largo de los siglos en edificios de primer orden, inmediatamente después de su construcción, o la mala visibilidad de la gran mayoría de los teatros europeos. También la arquitectura que denominamos moderna nos podría ofrecer una nómina casi inacabable de humedades (Adolf Loos), goteras (Le Corbusier), grietas (Frank Lloyd Wriffit) por no extendernos en la mala acústica de los edificios de Stirling o las incomodidades de las viviendas de Peter Eisenmann.

Pero a esta comprobación de que "hasta los escribanos echan borrones" hay que añadir inmediatamente -multiplicándolas por un coeficiente abultado- las incomodidades, goteras, humedades, mal control acústico, confusión funcional, etcétera, etcétera, que presentan en España la gran mayoría de edificios públicos y privados cuyos autores permanecen en el anonimato del profesionalismo, de los consultings y de las oficinas técnicas de las administraciones. ¿Es acaso ni siquiera imaginable la ausencia de este tipo de defectos en nuestros aeropuertos, hospitales, nuevas estaciones de ferrocarril, edificios universitarios o escolares?

La discusión sobre la calidad de la arquitectura no puede confundir los términos. Cuando se considera culturalmente una obra de arquitectura se hace en razón de su aportación al sentido de lo urbano, del habitar y del significado de la vida colectiva. Nuestro siglo ha ensayado ya la doctrina del funcionalismo a ultranza por la que, se pensaba, la calidad de la arquitectura era igual a la suma del cumplimiento -¿óptimo?- de cada uno de sus requerimientos. Pero este planteamiento hace tiempo que se ha hecho insostenible. En primer lugar porque la optirnización de los programas y de las prestaciones de un edificio no comporta la calidad global de la obra. En segundo lugar porque para que haya innovación la definición de estos óptimos no se da antes, sino después de la producción del edificio.

Ciertamente, la arquitectura es un hecho técnico a través del cual se produce un discurso cultural. Menospreciar cualquiera de ambos términos comportaría en un caso un tecnicismo bien regresivo, y en el otro un esteticismo sólo formalista.

En España ha habido en los últimos 15 años un salto cualitativo en la obra pública entendida como arquitectura. Ésta ha sido la gran aportación cultural y cívica que nuestro país ha podido presentar al mundo. Pero este salto cualitativo se ha hecho con una estructura industrial inadecuada. El sector de la construcción en España y la obra pública contratada por las Administraciones distan mucho de tener niveles de rendimiento adecuados al volumen de sus inversiones. En este punto las responsabilidades son de todos. De unos arquitectog cualificados, pero, a menudo, con poca experiencia en este tipo de trabajos (no se olvide que hasta hace pocos años los grandes edificios públicos no eran casi nunca encargados a arquitectos prestigiosos culturalmente). De unos estudios profesionales artesanales que deben recurrir a asesores y empresas de servicios no menos inexpertos y carentes de toda sensibilidad arquitectónica. De unos costes de las obras absolutamente increíbles si se comparan con los de la obra pública en países a los que queremos asemejarnos o de unos costes del proyecto y del control de la obra también ridículos si se comparan con los de los casos semejantes en otras latitudes.

El cuello de la botella que ha representado en los últimos años la realización de muchos e importantes edificios públicos con presupuestos tercermundistas se empieza a notar y se hará patente en cuanto entren en funcionamiento muchas de las grandes obras hoy en curso.

Arquitectos, ingenieros, constructores y administradores son en este aspecto solidarios de una crisis de crecimiento cuyos desajustes son la verdadera razón de fondo de los defectos en los que se basan las recientes críticas.

Pero no debemos quedarnos con este argumento técnico y estructural al intentar explicar la puesta en crisis de la arquitectura culturalmente más innovadora desde argumentos de índole funcional y pragmática. Porque tras esta indignada reacción de cierta opinión pública está latente un problema mucho más profundo y dificil de resolver. Es la insatisfacción, la permanente incomodidad, el desagrado, que el arte moderno provoca en amplios sectores de la opinión. La mejor arquitectura, como la mejor novela o la mejor pintura, no agrada, no es popularizable, choca con una coriácea resistencia por la que la creación estética y el gusto común se hacen impermeables. Esta es, a nuestro juicio, la razón última de las airadas protestas contra ciertos edificios actuales. No pudiendo presentar una batalla frontal a la moderna sensibilidad se trata de matar al mensajero. La arquitectura actual es tan fácil o tan dificil, en el terreno estético,como lo son hoy las demás artes. Pero tiene la ventaja y el inconveniente de ser tangible, usable, habitable. Ésta es su grandeza y su servidumbre. Construyendo el escenario para la vida social de nuestro tiempo encuentra, sin embargo, su talón de Aquiles en unas goteras. ¿Hasta qué punto las erratas de imprenta deciden sobre la calidad de un poema?

Ignasi de Solà-Morales es arquitecto.

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