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Sociedad y droga

Cuando el problema de la drogadicción empezó a adquirir caracteres alarmantes en Norteamérica allá por los años 1960 y hacia el año 1971 se extendió a Europa, se sintió la necesidad de tratarlo a nivel internacional, y a tal fin se celebraron, como principales, las convenciones de las Naciones Unidas de 1961 y de Viena de 1971 sobre drogas y estupefacientes y sustancias psicotrópicas, en las que se acordó penalizar el tráfico de drogas, por lo que todos los países signatarios de dichas convenciones, o los que, como España, se adhirieron a ellas, se vieron obligados a introducir en su ordenamiento la penalización.Hoy puede decirse que casi todos los países que integran la comunidad mundial tienen implantado el sistema de penalización, y muchos de ellos incluso penalizan el consumo.

Resulta, pues, una perogrullada el afirmar que el cambio de sistema de penalización por el de legalización no puede llevarse a cabo más que por el procedimiento que instauró aquél, o sea, a nivel internacional, ya que, como es obvio, el país al que se le ocurriese legalizar el uso y tráfico de droga por sí solo se convertiría en el paraíso de los drogadictos y de los narcotraficantes, resultando inhabitable para el resto de los ciudadanos no pertenecientes a ninguno de los dos grupos. Así lo puso de relieve el presidente del Gobierno español en unas recientes declaraciones hechas a un periódico de Madrid exponiendo, para mejor reflejar su opinión, un ejemplo clarificador. Aunque lo que se acaba de exponer sea algo tan evidente y generalmente conocido, no parece inoportuno repetirlo para evitar el confusionismo que pueda crear el que todavía se sienten afirmaciones como que el Gobierno socialista pronto se verá obligado a plantear un debate nacional sobre la legalización de la droga, y que si hasta ahora no lo hizo, ha sido por falta de valentía, o cuando se esgrime como arma arrojadiza contra el Gobierno de turno el que no proceda a la legalización.

Esta falta de claridad en cuanto a cuáles sean los límites espaciales del problema únicamente puede estar inspirada por una ignorancia absoluta o por intenciones puramente demagógicas.

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Por ser conscientes de ello, cuando Izquierda Unida incluyó en su programa, electoral la legalización de la droga (de lo que hoy parece haber desistido) lo hizo en sus justos términos, en el sentido de que el acuerdo iba dirigido a que a nivel internacional se estudiase el proyecto de legalizar el consumo y tráfico de drogas por considerarlo más conveniente o eficaz para la erradicación del problema.

Tienen razón los partidarios de la legalización cuando afirman que el sistema de penalización, tras los largos años de haber sido implantado en la generalidad de los países, no ha logrado el éxito que con él se pretendía, en cuanto que no solamente no ha erradicado el problema, sino que ni siquiera ha logrado contener la extensión de la drogadicción; como la tienen también quienes piensan que el derecho penal no es el medio más idóneo para resolver muchos problemas sociales.

Por otra parte, los amantes de la libertad y de la potenciación de los derechos individuales tienden instintivamente a rechazar toda prohibición o restricción que puede implicar alguna limitación de aquellos, salvo que vengan impuestas por justificadísimas y excepcionales razones de índole social o pública que impongan la necesidad de ciertos sacrificios.

¿Existen tales razones para limitar el derecho al consumo y tráfico de drogas, o lo que es lo mismo, cuál de los dos sistemas contrapuestos: la penalización o la legalización, es el más conveniente para erradicar el problema del que se viene tratando?

Los argumentos esgrimidos por los defensores de la legalización en apoyo de su tesis, como son: que con su implantación se disminuiría la inseguridad ciudadana; se evitaría la muerte de los drogadictos producida por la alteración de la droga y se daría un golpe mortal a los narcotraficantes, tan sólo son parcialmente ciertas.

Es cierto que con la legalización desaparecería la llamada por los juristas "delincuencia funcional", o sea, aquellos delitos que los toxicómanos se ven obligados a cometer como medio de obtener el dinero que necesitan para adquirir la sustancia capaz de calmar su ansiedad, pero no es menos cierto que la adicción a determinadas drogas, a medida que se prolonga en el tiempo, produce una pérdida de los frenos inhibitorios como consecuencia de la dramática destrucción psíquica y física del adicto que le colocan en una situación de aislamiento social y de marginación que le hacen especialmente proclive al delito.

Que el factor criminógeno que representa la drogadicción no se elimina totalmente con la legalización del tráfico lo prueba el hecho de la incidencia que en la criminalidad tiene la ingestión de drogas legalizadas, como el alcohol, según demuestran las estadísticas policiales y judiciales de todos los países.

La legalización evitaría, evidentemente, las muertes producidas por la adulteración del producto, pero no podría evitar las producidas por sobredosis, sin que se conozcan -que yo sepa- la proporción existente entre unas y otras. La despenalización del tráfico de drogas supondría, sin duda, un golpe mortal para los narcotraficantes, quienes, seguramente, tratarían de restañar sus heridas e impedir que fuesen mortales poniendo en juego quién sabe qué procedimientos inspirados en su insaciable codicia para poder compensar la pérdida de las enormes ganancias obtenidas por los precios desorbitados inherentes a la prohibición, pero entre los que puede afirmarse, con seguridad, que se encontrarían los tendentes a lograr el fomento y la difusión del consumo.

Por ello quiza, ninguno de los dos sistemas antagónicos y controvertidos: penalización o legalización, sea de por sí, aplicado radicalmente, lo suficientemente eficaz para erradicar el mal, que constituye la meta, comúnmente perseguida. No parece, por tanto, descabellado el proponer que todos los estudiosos del tema dedicasen su s esfuerzos a buscar soluciones eclécticas como podría ser, por poner un ejemplo, aunque de forma grosera y esquemática, el mantener, por un lado, la penalización, e incluso exacerbarla, contra los narcotraficantes y, por otro, proporcionar a los drogodependientes la sustancia que necesiten para satisfacer sus necesidades mediante los controles que se estimen necesarios y a través de las instituciones y personal sanitario como corresponde a la condición de enfermos que en general presentan -aunque, evidentemente, no todos tienen esta condición-, orientado el suministro y tratamiento a lograr la deshabituación mediante métodos persuasivos, o proporcionándoles la información necesaria para que usen de la droga con el menor riesgo posible.

Pero en definitiva, sea cual fuere el sistema que se adopte legalmente entre los dos a los que se viene haciendo referencia: penalización o legalización, únicamente podría operar sobre los efectos -lo que de lograr en alguna medida el fin perseguido ya sería todo un éxito-, pues la erradicación de la mayoría de las múltiples y variadísimas razones que impulsan a los jóvenes a buscar en la droga la evasión o la protesta o compensación por sus problemas, y en la que inciden aun a sabiendas de que el caer en la drogadicción supone un flirteo con la muerte, únicamente podrá lograrse cuando se produzca un cambio de las estructuras sociales que haga desaparecer las referidas razones de fondo que impulsan a la mayoría y, sobre todo, a los más débiles social y personalmente, aunque existan algunos que incidan en la toxicomanía por motivos más fútiles, como pueden ser, por ejemplo, el participar en un juego que está de moda, buscar experiencias originales o estimulantes, etcétera.

Por tanto, entiendo que, mientras que las cosas sigan como hasta ahora, constituye un ideal utópico el de los que piensan que el problema de la droga es el de la repercusión o penalización y que no es solamente un riesgo a erradicar, sino un derecho a defender, cual es el que el individuo pueda realizar su proyecto vital sin que el Estado tenga derecho a impedírselo invadiendo su intimidad, de modo que sólo la educación, la inquietud y el propio proyecto de vida son los que pueden decidir qué droga usar y cómo hacerlo, sin que corresponda al Estado otro papel que el de proporcionar la información más completa y razonable posible sobre cada uno de los productos, controlar su elaboración y calidad y ayudar a quienes lo deseen o se vean damnificados por esta libertad social. Pues el ejercicio de tal derecho presupone, en todo caso, la existencia de hombres realmente libres y plenamente conscientes para tomar tan trascendentales decisiones, por lo que no es viable mientras la mayoría de los que inciden en la drogadicción se hallen en condiciones de esclavitud o alienación debido a determinadas condiciones sociales, de suerte que, mientras que no se superen, está plenamente justificada la injerencia del llamado irónicamente, por el filósofo Savater "Estado clínico", en cuanto que el Estado se halla plenamente legitimado para intervenir adoptando cuantos medios estime necesarios para proteger a las víctimas de la drogadicción, como son los propios drogadictos y la sociedad entera.

Obviamente, esa intervención estatal habrá de realizarse de forma que no implique un exceso de autoritarismo ni el sometimiento del individuo a vigilancia bajo el pretexto de defender una salud o una moral públicas, pues únicamente así se podrá vencer el recelo y la suspicacia que en un principio habrá de suscitar en quienes hayan de someterse al tratamiento.

Manuel García Miguel es magistrado del Tribunal Supremo.

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