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Cumplepenas

Nos dijeron que la fecha más importante de la vida era la del nacimiento. Por eso lo celebramos con el rostro tembloroso de llamitas y el alma forrada de nata y caramelo, como si el simple hecho de soplar los años fuera una manera de conjurar el peso de los años y el paso de nosotros. En esos pasteles de hoy, irreversiblemente tan iluminados, siempre hay virutas de una niñez de azúcar, de merienda de abuela, de primeros bigotes y de últimos rubores. El cumpleaños es ese día agridulce donde se precipita todo el cansancio de los cambios. Para llegar hasta aquí debimos cargarnos muchas cosas. Y, ante esos golosos altares de la edad, nos sentimos tan huérfanos y tan mártires que hasta nos ponernos velas y brindamos en nuestro propio honor mientras los cánticos mantienen que somos muchachos excelentes y que siempre lo seremos.Pero poco a poco, a medida que el tiempo va siendo menos calendario y más biografía, otras fechas nos secuestran el recuerdo y las emociones. Son fechas sin pasteles ni canciones, días lejanos en los que tal vez volvimos a nacer o aprendimos a caminar con nuevos pasos por casas más vacías, a sentir el vacío en el brazo de abrazar, a penetrar en la incansable mirada de las fotos, esas imágenes que un día fueron homenaje y hoy son sólo relicario. En esos cumpleaños de la tristeza se condensan los grandes cataclismos del espíritu. Aquellos que nos hicieron llorar conscientes de que la historia siempre quiere bien a los que la celebran. Porque para celebrarla basta ese soplo de un perfume llegado del pasado, ese instante de escalofrío ante una caligraria inesperada en agendas caducas, esa geografía sentimental llena de bancos, esquinas y terrazas que hoy aparecen tragadas por la impenetrable jungla de los días. Nos prometieron muchos años de pasteles y ahora intuimos que la vida es una colección de ausencias volanderas. Demasiadas, a veces, para tan pocas velas.

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