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Epístola intelectual al duque de Alba

Admiro a Jesús Aguirre, conozco y reconozco lo que hace, y respeto todo lo que es. Ambos frecuentamos -aunque sin coincidir nunca- tres casas de baños, en las que, con intención de ejercitar el conocimiento, nos solemos sumergir: los autores griegos y latinos y la artillería pesada del pensamiento germánico. Ambos tenemos devoción por la literatura austriaca, estimamos el cinismo de Bernhard y la condensada agudeza de Karl Kraus, que es como la arquitectura de Adolf Loost. A ambos nos gusta deambular por el expresionismo de Trakl y recalar en la Kakania de Musil, que es -como el Autorretrato en" el espejo convexo, de Francesco Mazzola El Parmigianino- la Maskenträgerin del decadentismo imperial. Ambos confesamos una pasión explícita por Broch y sufrimos -no sé si en igual medida- la fiebre filosófica del Círculo vienés. Sin embargo, no coincidimos ni en la valoración de Adorno, ni en el rechazo de Heidegger, ni en la visión de Ortega, ni en la fecha de la muerte de Celan. A mí, Adorno me parece no un adorno, sino una gran máquina de fuerza, cuyos engranajes -extraordinariamente bien articulados- tienen potencia, corren por la pista, pero no llegan nunca a despegar. Su estética de la negación (o de la negatividad) la considero un monumento, y la acepto -pero con las precisiones, límites y desarrollos que le impone Jauss- Por eso, lo que más admiro de Adorno son las discrepancias que con respecto a él escribe y describe su amigo-enemigo Walter Benjamin.En cuanto a Heidegger no creo que ningún facetus -y el duque de Alba lo es- se atreva a calificar de cháchara -como hace él en EL PAÍS del 21 de enero de este año- un texto como Die kunst und der Raum (St. Galen, 1969), dedicado por Heidegger a Chillida, y al que el duque alude, pero sin citar. Tampoco creo que la forma más objetiva de leer a Heidegger sea precisamente desde la óptica -convertida en prejuicio- de su simpatía por la facción de Roehm o por su no demasiado larga pertenencia al partido nacionalsocialista alemán. Y -mucho menos- que la introducción más válida a su persona y obra la constituya el difamatorio libreto resentido que -desde su incapacidad para la filosofía- se ha sacado de los anales de la historia la obtusa mente de Víctor Farías, un estudiante, rechazado por su profesor, que: transforma su adoración inicial en el odio acérrimo que sólo puede sentir el repelido. La primera regla de todo juego es que no puede hacerse trampa. Y Farias -espero que el duque no- las hace.

Tampoco me parece adecuado -es decir, conforme a la prépon y al decus: el duque sabe griego y latín, y es académico, y lo entenderá- definir como peligrosísimo el ensayo de Heidegger Hólderlin y la esencia de la poesía, en el que -entre otras muchas cosas admirables- se dice que ésta "crea su obra en el dominio y con la materia del lenguaje"; que "el habla no es un instrumento disponible, sino aquel acontecimiento que dispone la más alta posibilidad de ser hombre"; que "el diálogo y su unidad es portador de nuestro Dasein", y que "la poesía es el fundamento que soporta la historia". Cosas todas que cualquier poeta -y el duque lo essabe, y cree, y admite.

En cuanto a Ortega, que en el escrito de Jesús Aguirre aparece como de puntillas y entre bambalinas, hay que decir -y Ortega lo dice- que sí se adelantó a algunas de las ideas de Heidegger, con las que coincidió, y que su representación plástica más exacta no es la de el-que-ya-lo-había-dicho-todoantes -como en la caricatura de Martín Santos-, sino la de que el que había dicho algo antes, porque lo había dicho. Pero dicho a su modo y manera: esto es, con metáforas y máximas y -como es propio de Ortega sin desarrollar. Ortega es el hombre que quiere dar su vida por un sistema, pero al que su vida no le deja ver de ese sistema sino los fragmentos, los flashes y los guiños que le hacen las partes de las partes de la mitad de la mitad de la mitad. Esa es la belleza de su prosa y la tragedia de su inconclusa vida.

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En cuanto a Celan -al que traduje en 1976, 1981, y del que acabo de entregar a la imprenta, hace sólo unos días, una versión en castellano de sus Fadensonnen (1968)-, no se suicidó en el último febrero -como de la frase del duque se podría deducir-, sino en abril de 1970 (el 17 de marzo de ese año fue su último encuentro con su más que amigo Peter Szondil). Celan -Le dernier á parler, como en la Revue de Belles Lettres del 2 de marzo de 1972 y, más tarde, en un librito de igual título lo llama Blanchot- dota de sentido al silencio y a su silencio -como ha visto Gadamer en Wer bin ich und were bist du (1973). , y como subrayan las diversas ponencias de las actas del Coloquio de Ceris y Contrejour. Etudes sur Paul Celan. Pero en es sentido no es -o no es sólo- el que el duque le da, sino también el que surge -como ha señalado O. Meinecke (Wort und Name bei Paul Celan, Bad Homburg, 1970) de la tensión entre nombre y persona y entre pronombre y palabra, o -como quiere Mayer en Das Geschehen und das Schweigen (1969)- del espacio que cubre el habla del callar.

El duque, que sabe de sobra todo esto, me admitirá que no tendremos que dejar de leer a Heidegger porque en un momento de su vida fuera nazi, como no podemos dejar de leer a Pound, aunque fuera fascista, o a Alberti y a Neruda, porque durante un tiempo fueran estalinistas. Los leemos a todos y los leemos a todos por igual. Los leemos porque somos el placer y la crítica que nos produce la lectura; porque somos criaturas fenomenológicas del acto de leer. Si no lo fuésemos, y si aplicáramos a las artes, al pensamiento y a la literatura -en vez del código que ellos tienen- el ángulo de una visión política o ideológica radical, los museos tendrían vacías sus paredes, las partituras estarían borradas, los libros serían un conjunto de páginas en blanco y el mundo conocería sólo el color poroso de la cal. Frente a ese blanco negador, prefiero, mi querido amigo, un gris por triste que éste sea: hasta el gris de Heidegger, que es terrible no por su pensamiento, sino porque -en la Europa que vivimos y en la que vamos a vivir- la parte del profesor de Friburgo que menos nos gusta vuelve -o empiezaa tener correlato en la realidad. A eso -creo- es a lo que el duque de Alba se refiere: a eso, y no a una nueva Inquisición, como demuestra al citar como posible alternativa el último verso del soneto Ocaso, de Manuel Machado, que -pese a haber pasado por el cuartel de Burgos- ha merecido también su aprobación. Si puntualizo todo esto no es por ánimo de discrepar, sino porque creo que la puntualización del pensamiento de los muertos es un modo de puntualizar el pensamiento de los vivos.

Jaime Siles es director del Instituto Español de Cultura en Viena.

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