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Tribuna:PERÚ A LA DERIVA / 1
Tribuna
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El fin inacabable del Estado oligárquico

La geografía peruana se impone por su vasta diversidad. Con una extensión que suma la de España, Francia y Gran Bretaña, reúne todos los paisajes y climas: el desierto, la puna, la selva. El peruano se enorgullece de tamaña variedad, que lleva consigo posibilidades ilimitadas de riqueza a la vez que la mienta de continuo como causa principal de sus males; comunicar regiones tan diversas y de tan dificil acceso es un reto que todavía no ha vencido. Construir vías de comunicación sigue siendo el imperativo obvio de cualquier política nacional. Preguntarse por qué resulta impracticable lo que se evidencia urgente es un buen camino para penetrar en la realidad social de un espacio tan heterogéneo y desvencijado.La geografía tiene todavía su palabra que decir. Nada se comprende si no partimos de la siguiente imagen: un archipiélago, cada isla o islote con caracteres propios y casi sin comunicación entre sí, colocados alrededor de un núcleo principal, el área metropolitana. Perú es Lima, dijo Abraham Valdelomar, en frase que completa cualquier peruano, y con un significado muy distinto del original no ha dejado de ser cierta. Perú es Lima, o por lo menos todo Perú gira en torno a Lima, pero él, que se está gestando en la pluralidad casi infinita de sus valles y regiones, terminará por destruirla y arrasarla. Lima ya no es el Jirón de la Unión, y cerró hace tiempo el Palais Concert.

Diversidad en el espacio, continuidad repetitiva en el tiempo: lo que hemos despedido definitivamente no tarda en reaparecer. Las constantes que se forjaron en la colonia, resultado de la superposición de la cultura europea dominadora sobre la incaica dominada, marcan todavía la brecha entre el Perú oficial y el Perú marginado, dualidad que de diversas formas ha ido reproduciéndose a través de los siglos. Hasta 1872 no llega a la presidencia de la República un civil; desde entonces alternan los Gobiernos civiles y los militares con llamativa precisión. En 1930, un golpe lleva al coronel Sánchez Cerro a la presidencia; en 1948, al general Manuel Odría; en 1%8, al general Velasco Alvarado, por no recordar más que aquellos que de verdad calaron en esta segunda mitad de siglo. En septiembre, los rumores de golpe, que en Perú no cesan nunca, han vuelto a intensificarse. Podemos discrepar sobre el cuándo -depende de no pocos imporiderables-, pero es seguro que llegará antes o después. En Perú, por repetirse, se repiten hasta los presidentes civiles: Manual Prado fue presidente de 1939 a 1945 y de 1956 a 1962; Fernando Belaúnde, de 1963 a 1968 y de 1980 a 1985; en ambos casos entre un período presidencial y otro hay que colocar sendas dictaduras militares.

Problema principal

Desde mediados del siglo pasado, un número creciente de peruanos lúcidos ha formulado con precisión el problema principal de construir un auténtico Estado nacional. Podría escribirse una historia del pensamiento peruano centrada en el modo como se ha planteado esta cuestión básica al terminar la guerra del Pacífico, a comienzos de siglo, en la crisis de los treinta, después de la II Guerra Mundial, en la década de los sesenta, de los setenta, de los ochenta. Perú cuenta con una sobresaliente literatura ensayística sobre la problemática nacional, pero diagnósticos correctos y teorías brillantes sobre los males de la patria no han tenido apenas efectos prácticos. En 1884, en 1930, en 1968, en 1988, el problema de Perú se plantea en los mismos términos: construir un Estado capaz de impulsar la necesaria integración de los dos Perú que desde la independencia ha mantenido escindido el actual Estado criollo, al servicio exclusivo de una minoría que, pese a haber cambiado su composición con el paso del tiempo, desde el hacendado tradicional al capitalista industrial y financiero, no ha cesado de emplear los mecanismos de dominación que definió el pacto colonial: el despotismo en lo político y el mercantilismo en lo económico.

Atentos tan sólo a los grupos sociales que componen la minoría dominante, al quedar aquéllos desplazados del poder, con harta precipitación se ha decretado en diversas ocasiones el fin de la "república oligárquica". Cada 20 años los peruanos despiertan desolados al comprobar, tras la muerte, la resurrección del Estado oligárquico. Unas oligarquías son sustituidas por otras, pero permanecen incólumes los mecanismos de dominación propios del Estado colonial. El último 6 de septiembre, al darse a conocer las medidas estabiliz adoras, tantas veces empleadas, comprueban el fracaso del reformismo populista, empeñado en acelerar la integración social, y el renacer de la política económica ortodoxa, que cuenta con el aplauso de los poderosos del mundo entero pese a que vuelva a agravar la brecha entre el Perú integrado, al que le sienta bien la dieta, y el Perú marginado, otra vez ante el dilema de tratar de subsistir al margen del sistema o rebelarse contra él, con todos los riesgos que ello implica.

Aceptar la sumisión

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La única alternativa de las clases y culturas dominadas ha consistido siempre en aceptar la sumisión por mucho que oprima, con la falsa ilusión de al menos encontrar una salida individual o en asumir el caos destructor de la rebelión. Lamentablemente, a los oprimidos no suelen ofrecérseles caminos más razonables.

Hasta ahora se ha considerado dogma indiscutible que el Estado oligárquico, que en los treinta tuvo que enfrentarse, ahogándolo en sangre, al levantamiento del APRA -primer intento de crear un Estado nacional que para ser viable tendría que ser además latinoamericano; que en la década que sigue al fin de la II Guerra Mundial sufrió el reto de una industrialización sustitutiva de importaciones, con la consiguiente ampliación de los sectores medios y obreros; que aguantó los fuertes dislocamientos que causó una emigración creciente del campo a las ciudades; que soportó levantamientos campesinos que dieron pie a experiencias guerrilleras en los sesenta, recibió el tiro de gracia definitivo con el golpe militar del 3 de octubre de 1968. La significación real del velasquismo, al llevar a cabo la reforma agraria y sentar las condiciones para el surgimiento de una nueva burguesía industrial, habría sido la creación de un Estado nacional. Las fuerzas armadas al fin habrían logrado sellar una historia de 150 años de intentos fallidos en los que el Estado oligárquico, al servicio de una minoría dominante, habría conseguido desplazar o sustituir a un hipotético Estado nacional que hubiera superado la escisión que produjo la conquista y cimentó la colonia y la república entre el Perú europeizado, criollo, y el Perú marginado, autóctono.

Hay que decirlo sin rubor: por mucho que los hechos no encajen en los prejuicios, nunca se había acercado tanto la teoría a la práctica como durante la primera fase del Gobierno militar (1968-1975). Se dieron pasos fundamentales para convertir al Estado oligárquico en uno nacional: redefinición de las relaciones con las metrópolis exteriores; una reforma agraria que posibilitara la integración social del campesino indígena; reconocimiento de su peculiaridad cultural y oficialidad del quechua; sentar las bases para el surgimiento de una nueva burguesía industrial. Venciendo a su vez no pocos prejuicios, también hay que decir con toda claridad que el empeño más serio de modernizar Perú serminó, por culpas propias y ajenas, por ser abortado por las mismas fuerzas armadas que lo habían puesto en marcha. La historia trágica de los últimos 15 años de recuperación lenta pero segura del Estado oligárquico, así como la situación extremadamente crítica a que ha llegado el país, después de que también fuera derrotado el tímido populismo aprista, tiene directamente que ver con este fracaso.

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