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La revolución gloriosa

Sólo hay una revolución -de las muchas que ha habido en la historia- que lleve apropiadamente el nombre de gloriosa. No podía llevarlo la Revolución Francesa, que desembocó en el terror, primero, y en el episodio napoleónico, después. Ni tampoco la revolución soviética, cristalizada en uno de los sistemas totalitarios más represivos de la historia (y que es, por eso, un colosal fracaso colectivo). Menos aún podían ostentarlo otras revoluciones, carentes todas ellas de la significación y trascendencia de las dos citadas. Sólo una revolución podía llevar ese título: la revolución inglesa de 1688. Veamos por qué.Primero y ante todo, por aquello que señaló en su día Trevelyan: porque "el espíritu de esta extraña revolución era opuesto a todo intento revolucionario". Y, en efecto, la revolución de 1688 fue, en primer lugar, una revolución incruenta y no represiva; segundo, fue fruto del entendimiento y la colaboración entre las distintas fuerzas políticas británicas, y no imposición unilateral de una minoría revolucionaria. Fue, en tercer lugar, una revolución desideologizada y no doctrinal, carente, pues, de todo sectarismo; finalmente., fue una revolución que no aspiró a destruir el orden social y jurídico establecido, sino, paradójicamente, a preservarlo y a reformarlo positivamente. Pero fue, dejémoslo claro, una verdadera revolución: en seguida lo veremos. Baste indicar que, como vemos, en principio, una revolución, para ser gloriosa, debe reunir esto: que la muevan impulsos como la mesura, el consenso, el pragmatismo, la prudencia y la ecuanimidad.

Pero hay más. La revolución de 1688 fue una rebelión del pueblo y sus dirigentes contra el rey. Se produjo cuando éste, Jacobo II, quiso modificar, violentándolo, el orden tradicional de gobierno del país e imponer sobre la Iglesia anglicana, sobre el Parlamento, sobre los jueces y sobre el Ejército la autoridad real y una religión no nacional (la católica). Se desencadenó cuando los líderes del Parlamento y de la Iglesia de Inglaterra apelaron a un príncipe extranjero -el holandés Guillermo de Orange- para restaurar el orden tradicional. Se decidió cuando Jacobo, abandonado de sus tropas y de los pocos notables que le habían apoyado, huyó del país. Concluyó cuando, después, el Parlamento ofreció la corona a Guillermo y a su mujer, la princesa María, hija del propio Jacobo II. La revolución fue ciertamente extraña: la provocó la absurda obstinación del rey; la lideraron elementos verdaderamente conservadores; la ganaron, sin apenas lucha, fuerzas extranjeras.

Las consecuencias fueron eminentes. La revolución concedió la libertad religiosa (aunque no la completa igualdad política: la minoría católica, y por tanto Irlanda, quedó privada de ciertos derechos). Reforzó la independencia judicial. Purificó la administración de justicia. Abolió prácticamente los delitos de naturaleza política, garantía esencial de la libertad. Estableció un nuevo equilibrio de poder entre el rey y el Parlamento. Sometió a la autoridad de éste la fijación anual de los gastos militares y la aprobación de los impuestos: hizo de la Cámara de los Comunes la primera institución del Estado. Abolió la censura y estableció la libertad de imprenta -esto es, de expresión-, medida capital que Macaulay, el gran historiador liberal, juzgó, con razón, como la más decisiva de las reformas revolucionarias.

La revolución de 1688 dio a Inglaterra un sistema de libertades jurídicamente regulado. No le dio una constitución escrita. Pero le dio algo tan importante como eso: un Estado de derecho y un régimen parlamentario (no es casual que el edificio señero de Londres sea el Parlamento). Desterró de la vida pública la intolerancia política y religiosa. Desplazó el poder en beneficio de los representantes del pueblo. Negó el poder absoluto de los reyes. Estableció el principio de que el consentimiento de los súbditos es pieza irrenunciable de todo ordenamiento político justo, principios que Locke fundamentó luego, en 1690, en su Dos tratados de gobierno, esa obra capital de la teoría democrática.

Con todo, la revolución se encarnó, como es usual, en una personalidad singular, Guillermo de Orange, que, por lo dicho, se nos antoja personaje de muchos más quilates históricos que otros líderes revolucionarios (un Robespierre, un Lenin). Recordemos el magistral retrato que de él trazó Macaulay, aunque solo sea por si hubiera en algún rincón alguien que ambicione hacerse una biegrafía revolucionaria. Recordemos que, en 1688, Guillermo tenía 37 años, aun que, según Macaulay, producía la impresión de no haber sido nunca joven. Tenía un cuerpo delgado y frágil; la frente, alta y amplia; la nariz, larga y curvilínea. Su mirada era intensa, el gesto algo hosco, su tez pálida y enfermiza, la expresión a la vez firme, displicente, pensativa. Huérfano desde muy niño, fue desde adolescente prudente y reservado, excepcionalmente tranquilo y cauteloso.

Mostró muy poco interés por las letras o las ciencias. El teatro le aburría: su afición era la caza. Sus maneras eran más bien bruscas y rudas. Entendía español, Italiano y latín; hablaba y escribía, aunque con torpeza, frances, inglés y alemán. Era calvinista, creía en la predestinación, tenía horror a las persecuciones religiosas y un fuerte sentido moral de las cosas.

La vida pública absorbió por entero su vida desde que cumplió 21 años. La suya fue una inteligencia lógica y práctica volcada a aquélla: a la diplomacia, a la política, a la guerra. Su valor físico y su imperturbabilidad ante el peligro eran memorables. No era, sin embargo, un temerario: su valor era frío y calculado. Su capacidad de autocontrol era excepcional. Rara vez perdía la serenidad o la compostura; sólo muy ocasionalmente se dejó llevar de la ira, de la emoción o del afecto. En público era reservado, distante, hierático, incluso glacial, pero era amable y cordial en privado. Amigo auténtico sólo tuvo uno, y le quiso entrañablemente. Casado a los 28 años con una mujer discreta e inteligente, no tuvo hijos, pero sí alguna amante. Su salud fue riempre frágil: padeció la viruela, respiraba con dificultad, dormía mal, tosía continuamente, sufría frecuentes y agudos dolores de cabeza. Vivió poco: murió con 52 años.

Añadamos algo a ese retrato. A Guillermo Inglaterra le preocupó poco. Su preocupación era Europa, una Europa libre que para él equivalía a libertades protestantes: eso, en 1688, quería decir frenar el expansionismo de Luis XIV. Por eso fue a Inglaterra: para incorporarla a una gran alianza contra Francia. El restiltado fue, tal vez, inesperado: la revolución antes descrita, la revolución gloriosa.

La revolución inglesa la hizo, así, como acabamos de ver, un príncipe holandés escasamente revolucionario. Por eso fue tan sensata, tan útil, tan fructífera. Y es que, digámoslo sin tapujos: la revolución no es otra cosa que el triunfo de la moderación. Lo demás son tumultos.

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