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Papendal,

Rosa Montero

El asunto de Papendal tiene su miga. Y no me refiero ya a la absurda anécdota que protagonizó el pobre Alexanco, sino al trasfondo que ha dejado adivinar todo este cirio. Válganos Dios: ahora resulta que el deporte patrio se nos revela como una disciplina turbia y proclive a un sinfín de tentaciones perniciosas.Y pensar que en este país llevamos años mitificando el fútbol y considerándolo una actividad noble y suprema. Cuántos; padres habrán llorado lágrimas de agradecido alivio al ver que su hijo se entregaba al balón en vez de encandilarse con otros afanes más perversos, cual el rock o la cerveza. Qué felicidad no les produciría el comprobar que su adorado vástago se convertía en todo un caballero balompédico. Esto es, en un ser machote pero casto, rebosante de salud en alma, y cuerpo, trotando alegremente por los campos con todos esos pelazos en las piernas.

Pues de eso nada. Ahora resulta que el mundo futbolístico parece estar plagado de Papendales, que, a juzgar por lo que cuentan, son unos centros de perdición horripilantes, con malignas señoras estupendas rondando cual tiburones a los chicos, y con un oscuro trajín de corruptelas que parece sacado de una novela negra. Es una revelación aniquilante.

Aunque en realidad se veía venir. Fíjense, si no, en la violencia: tanto hablar de los punkies y luego resulta que los hinchas de un equipo son mucho más bestias que los espectadores de un concierto. Fíjense, hablando de tíos machos, en los sobos que se pegan los futbolistas tras los goles; la UEFA llegó a medio prohibir esos abrazos, revelando no sé qué curiosa sospecha en la medida. Y fijense, en fin, en las malas compañías que frecuentan: porque no me digan que andar con tipos como Gil o como Núñez no es cosa cruda. Lo dicho, ya se veía venir que el deporte patrio no era ese sueño de hombría y orden que aparentaba. Tal como están las cosas, madres y padres españoles, quizá fuera más conveniente que regalarais una guitarra eléctrica a vuestros hijos y que les pincharais la pelota.

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