_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

¿Después? La Constitución

Tal vez nunca la nomenclatura legislativa uruguaya incluyó un nombre tan barroco como la llamada ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado. Es algo así como una ley que trata de esconder su rostro, una ley con capucha (y la referencia no es tan descabellada si se piensa que su objeto es indultar a los torturadores), pero el buen criterio popular eliminó ipso facto la faramalla encubridora y la llamó sucintamente ley de impunidad. La breve historia es ésta: como el Partido Colorado, que ejerce el Gobierno, carecía de mayoría absoluta para sancionarla con sus propios parlamentarios, fue preciso lograr el sorprendente apoyo del sector nacionalista Por la Patria (liderado por Wilson Ferreira Aldunate). No obstante, un tercio del Partido Nacional y hasta un diputado colorado, más la totalidad del Frente Amplio, votaron en contra.A diferencia de Argentina, donde la ley de Obediencia Debida (prima hermana de la oriental) aparentemente no tiene posibilidad legal inmediata de enmienda o derogación, la Constitución uruguaya incluye un artículo, el 79, que autoriza el recurso del referéndum siempre que el mismo sea presentado antes del año de sancionada la ley que se pretende derogar y sea refrendado por el 25% del total de ciudadanos habilitados para votar. Si se lo compara con normas vigentes en otros países (incluida España), se trata de un porcentaje altísimo. Como en Uruguay, al 30 de noviembre de 1987, los inscritos para votar llegaban a 2.228.000, era necesario presentar 557.000 firmas, estampada cada una de ellas junto al número de la credencial cívica. Esa cifra fue sobrepasada con holgura, ya que el 17 de diciembre (o sea, cinco días antes de vencerse el plazo legal) fueron presentadas a la corte electoral más de 630.000 firmas. Ahora la Corte deberá revisar cada firma, verificar si es correcto el número de cada credencial, comprobar si no hay repeticiones, etcétera. Se estima que esa tarea llevará entre cuatro y seis meses. Si, como se presume (ya que las 70.000 firmas que sobrepasan el 25% exigido parecen un margen más que suficiente para compensar posibles transgresiones), la Corte da su visto bueno a la operación, el Gobierno tendrá 60 días para convocar el referéndum, que se llevaría a cabo en agosto o septiembre de 1988, poco más de un año antes de las elecciones generales de 1989.

A los periodistas extranjeros que en estos días concurrieron, en alto número a Montevideo para registrar este hecho poco frecuente, no siempre les es fácil comprender la importancia nacional, la dimensión ética de esta sobria hazaña. En primer término, aquí no han pasado 20 ni 30 ni 40 años desde las violaciones a los derechos humanos cometidas por integrantes de los organismos represivos. Aquí las heridas son de ayer y no han cicatrizado. Un solo dato ilustrativo: las presidentas de la Comisión Nacional pro Referéndum son la viudas del senador Zelmar Michelini y del presidente de la Cámara de Diputados, Héctor Gutiérrez Ruiz, que fueron secuestrados y asesinados en Buenos Aires mediante la acción concertada de ambas dictaduras. Están los desaparecidos, entre los cuales hay decenas de niños. Uno de cada 80 uruguayos pasó por la tortura, y aquí están, como testigos sobrevivientes, miles de esos supliciados y de familiares que sólo recogían ataúdes que ni siquiera les estaba permitido abrir. En tales condiciones, parece más bien insensato predicar el olvido, exigirle a la población que no reclame justicia. En verdad, más que insensato es inmoral.

Países de nutrida y ardua historia como Francia o la República Federal de Alemania siguen reclamando la extradición de los ya valetudinarios verdugos de la II Guerra Mundial. La gran Prensa del Río de la Plata aprueba sin ambages el proceso en Francia a Klaus Barbie y la inminente extradición a Alemania de Josef Franz Leo Schammberger, criminal de guerra nazi apresado en Argentina, pero en cambio no se rasga las vestiduras ante el indulto a tan siniestros personajes como el teniente de navío Alfredo Ignacio Astiz, de Argentina, y el mayor José Nino Gavazzo, de Uruguay.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Contra viento y marea

Para evaluar el real significado de las 630.000 firmas conviene recordar que, en las elecciones de 1984, al presidente Sanguinetti le votaron 588.000 ciudadanos, o sea que, si nos atenemos a las cifras, hay más opositores a la ley de impunidad que votantes del presidente. Sin embargo, todos habían profetizado que no se llegaría a las 300.000. Se equivocaron, deo gratias, y, aunque no hayan tenido la elegancia de reconocer su error, lo cierto es que aquella cifra se duplicó. Al margen del resultado final del referéndum, este espectacular triunfo de la comisión nacional y del trabajo (verdadera gesta colectiva) de los brigadistas es una señal más que auspiciosa del sentido de justicia de los orientales. Contra viento y marea; contra los personajes del partido del Gobierno y de la oposición complementaria, que desde la pantalla del televisor vociferaron a favor de una curiosa paz que descarta la justicia, y contra la pertinaz campaña de la Prensa subordinada, lo cierto es que se ha ganado una decisiva batalla a los propagadores del miedo. Cada firmante tuvo (antes de estampar su comprometida firma junto al número de su credencial) que vencer su propio miedo, y hubo más de 630.000 ciudadanos que lo vencieron, a pesar de que los impunes torturadores se burlen de la justicia, del Parlamento, de la Constitución, del pueblo todo.

Es sabido que la impunidad es altamente contagiosa; tal vez por eso en las dependencias del Consejo del Niño, en el departamento de Treinta y Tres y en pleno 1987, se torturó a niños, se les castigó brutalmente, se les aplicó el submarino, se les pinchó el pene con alfileres y se les practicaron otros métodos de pedagogía medieval. Es posible que el proceso nos haya dejado la tortura como un hábito social. Sin embargo, la diferencia está en que las personas responsables de esos castigos están hoy en prisión y bajo proceso. Algo ha quedado en claro, pues: los civiles no tienen permiso para torturar. Enhorabuena. Pero las 630.000 firmas están proclamando que buena parte del pueblo oriental cree que semejante aval no lo tiene nadie. No es problema de ley más o ley menos, sino de dignidad humana.

Hoy las firmas ya están en la Corte, y en las plazas y calles de todo el país hubo festejos. Sin pompa ni arrogancia; sencillamente, con la austera convicción y la afirmación de identidad que forman parte de la tradición y el carácter comunitarios. Muchos países llevan a cabo consultas populares, pero la historia reciente muestra que Uruguay fue el único que, en su momento, derrotó en plebiscito a una dictadura. Por otra parte, ignoro sí en algún lugar del mundo ha tenido lugar una experiencia tan inusitada como ésta de lograr más de 630.000 firmas mediante el razonado y consciente intercambio de argumentos entre el recolector de rúbricas y el firmante posible.

La ecuación brigadista / firmante ha sido uno de los ejercicios más fructíferos y movilizadores de esta democracia vigilada y restringida. Justamente lo que más golpea al partido del Gobierno, a su oposición complementaria (Por la Patria) y por supuesto al sector castrense es que el acto de la firma esté ligado a la práctica del diálogo. Es obvio que, por formación y por disciplina, los militares (al menos por estas tierras) no son afectos al diálogo: unos ordenan y otros obedecen, y su propensión al monosílabo (así sea en reportajes o conferencias de prensa) forma parte de esa mayéutica. Ocurre, sin embargo, que el partido del Gobierno ha quedado tan signado por los hábitos del proceso y mantiene con el mismo, en varios rubros, una continuidad tan nítida, que también ha heredado el disgusto castrense hacia el diálogo.

Inflexible Sanguinetti

Es sabido que el presidente Sanguinetti es un buen orador, que hace buen papel en los foros intemacionales e incluso muestra en el exterior una loable actitud dialogante y flexible. Infortunadamente, hacia el interior del país la imagen no es la misma: aquí es un personaje inflexible, durísimo en la consecución de una política económica dictada desde el exterior, siempre más inclinado al veto que al diálogo, salvo que éste se lleve a cabo con las FF AA, para las que se ha convertido en el interlocutor ideal, casi en un portavoz.

En los últimos tiempos han visitado Uruguay destacadas personalidades internacionales: desde el Papa hasta Mitterrand, desde los primeros ministros de Suecia, Hungría e Israel hasta Felipe González y Shevardnadze. Varios de ellos nos aconsejaron que paguemos religiosamente la deuda externa, aunque no entraron en detalles acerca de cómo exprimir más a la población para que purgue ese pecado venial de las dictaduras. Casi todos nos exigen, sonrisas mediante, que perdonemos a los torturadores, y de paso nos informan que los acreedores no nos perdonarán.

Hace pocos días, el historiador inglés Perry Anderson dictó en Buenos Aires una esclarecedora conferencia sobre el actual panorama político de América Latina y allí expresó que todos los regímenes militares "han hecho su apuesta histórica y cualquiera que haya sido la circunstancia de la retirada no puede hablarse de un fracaso, porque su objetivo primario se logró. Su meta básica fue asegurar que el socialismo se haya vuelto un tema tabú y que el capitalismo se transformara en intocable, bajo la amenaza de una regresión al terror militar". Ese "terror mil¡tar" es sin duda un dato a priori, pero aun en este aspecto hay diferencias entre la inclemente tradición castrense argentina o chilena y la historia militar uruguaya, cuyo reciente decenio autoritario no fue regia, sino excepción.

Ahora bien, el cierre de la recolección de firmas también convoca otra reflexión. Es indudable que la izquierda uruguaya con sus solas fuerzas no podría haber alcanzado el alto porcentaje de firmas requerido por la Constitución. A pesar de los alardes oratorios, a pesar de los corrientes triunfalismos, la izquierda uruguaya suele tener la oscura conciencia de constituir un gueto. Y bien: este formidable manojo de firmas entregado a la Corte Electoral viene a demostrar, entre otras cosas, que la izquierda no está sola cuando se trata de remontar una fase de sinrazón, de enmendar una tropelía política. La solidaridad real, genuina y tangible, ha sacado a la izquierda de su gueto. Y esto no debe interpretarse como un arranque de soberbia, sino más bien como una cura de humildad. No estamos solos, bueno es recordarlo, porque decenas (y quizá cientos) de miles de votantes de las divisas tradicionales se consideraron trampeados, burlados, estafados. No estamos solos, pero esa buena nueva debe llevarnos a un profundo respeto hacia ese prójimo que, pese a la tenaz propaganda que intentaba prevenirlo del "contagio subversivo" o la "plaga marxista", estampó su firma junto a las nuestras, puso el número de su credencial junto a los nuestros, nos acompañó y fue acompañado, no le hizo ascos al riesgo compartido.

A la desmovilizadora interrogante ("¿Y después qué?") que una y otra vez repiten los panegiristas de la ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado, la respuesta es una sola: "¿Después? La Constitución". ¿O acaso hay alguien que proyecte violarla? ¿Hay alguien? No es una pregunta baladí. Si hay un referéndum (y seguramente lo habrá), todos, quienes defienden la ley de impunidad y quienes la impugnamos, todos sin excepción contraemos el tácito y democrático compromiso de aceptar el mandato popular, cualquiera que éste sea. Quien sólo esté dispuesto a aceptar el triunfo de su emblema o de su causa, ése no tiene espacio en democracia.

Como ya se ha vuelto una (buena) costumbre en la vida política uruguaya, la ciudadanía estará presente (así sea en las calles, si se le veda otro espacio) para defender ese resultado. Tengo la impresión de que hay algo que los militares respetan más que a los políticos, más que a los parlamentarios en sus curules, y es al pueblo en la calle. Por eso, cuando al recién designado ministro de Defensa un periodista le hizo el equivalente de la manida pregunta ("¿Y después qué?") y el teniente general (R) Hugo Medina contestó, con velada amenaza: "Veremos", tal vez podríamos acotar, sin el menor asomo de amenaza, pero, eso sí, con cívica confianza: "De acuerdo. Veréis".

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_