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Ese libro

Juan Cruz

Aquel hombre extraordinario pasaba sin hacer ruido. Se acariciaba las manos como si padeciera toda la soledad del mundo, y hablaba para que no le escuchara nadie. En realidad, la suya debía ser una palabra confiscada, destinada a ser silencio. Ésa era su voluntad, y se condujo de tal manera en la entrevista que le hice que, en efecto, cuando quise pasar a máquina la larga conversación silenciosa, sentados los dos sobre las alfombras de un hotel anónimo, comprobé con horror que la cinta magnetofónica se había borrado por completo.Por alguna magia especial que él debió transmitirme, recordé trazos completos de aquel viaje por su verbo callado y pude reproducir algunas de sus opiniones, que parecían venir de ultratumba, o del futuro. Hablaba chasqueando los labios, como si remedara a Lowry saboreando el mezcal, y tenía la mirada infinitamente triste, lejana, la mirada de alguien que se sienta en el horizonte a ver cómo le abandonan definitivamente. Cuando tuve la entrevista transcrita sabía que le había traicionado, que él habría querido que la memoria del mundo no tuviera nada que hacer con su paso por esta historia.

Recuerdo que le pregunté por qué había escrito su libro más famoso. Me miró de lado -siempre miraba de lado, como si uno acabara de llegar- y se situó de modo que me pudiera dar una larga explicación. Supongo que lo hizo otras veces, pero entonces lo reiteró, y yo se lo agradecí, porque desde entonces miro con ojos distintos la geografía de las bibliotecas. Me dijo, para ser escuetos: "Yo estaba buscando aquella noche un libro que me llenara, y no lo hallé en todas las estanterías. Así que me puse a escribir y es ese libro".

Creo que después miró al magnetófono, lo conjuró y negó toda la grabación con su mirada de mexicano imborrable. Luego se puso a deambular por el hotel, con una llave en la mano, con los ojos acuosos, ausente como sus personajes. El libro era Pedro Páramo y el hombre atado a aquella voz lejana era Juan Rulfo, que me enseñó a mirar las bibliotecas.

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