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Los clarines del miedo

Fernando Savater

Quienes por una u otra razón estamos concernidos por la evolución del conflicto vasco y jugamos a valorar políticamente sus incidencias, solemos afirmar de cuando en cuando que tal o cual suceso atroz ha marcado "un salto cualitativo" en la dinámica degradatoria del proceso: Ryan, Arregui, Casas, Santi Bruard, Yoyes, aquella mujer embarazada que acompañaba a un policía, Zabalza, el niño que da una patada a una bomba y queda mutilado, la explosión que aniquila todo un autobús de guardias civiles, etcétera. Para determinar la novedad cualitativa del acontecimiento se valora según el caso lo despiadado o lo hábil de su ejecución, el número de víctimas, el rango de éstas, su sexo y edad, su papel político, la reacción pública ante las consecuencias. Hay ya -¡qué remedio!- toda una hermenéutica tenebrosa que se precia de saber leer mensajes escritos con balas, torturas o Goma 2. Lo único cierto de esta aciaga retórica cae fuera de ella: esta pugna no tiene memoria, el muerto de primera plana de hoy anula o deja sin efecto los anteriores, la legitimación política de la barbarie ha aprendido a empezar siempre desde cero.El atentado de Portugalete también ha sido saludado como un nuevo paso de singular importancia hacia lo fatal. Por lo pura y nudamente terrorista de su factura -nadie se atrevería a llamar lucha armada a semejante inmundicia-, por ir directamente dirigido contra uno de los partidos que en este momento gobiernan a los vascos por elección libre de la mayoría de éstos y por haber sido condenado por todos los partidos legales de Euskadi, sin la habitual excepción esta vez de Herri Batasuna. Este último aspecto, precisamente, es el que me parece más digno de atención, porque no resulta nada fácil de calibrar. La opinión más dura, expresada con su habitual rotundidad por García Damborenea, es la de que se trata de una hipócrita cortina de humo (el grupo Mendeku no vendría a resultar sino el GAL de Herri Batasuna); otros creen que este rechazo se ve forzado por la proximidad del período electoral; un tercer grupo sostiene que la dirección de HB, en efecto, no tiene nada que ver con este trágico incidente y que desautoriza sinceramente a unos incontrolados que pueden dañar su imagen pública y su línea política. Quisiera examinar ahora cada una de estas hipótesis (designadas en adelante como uno, dos y tres), tanto desde el ángulo de su verosimilitud como desde el de sus implicaciones. Y adelantando, como observación general, que cualquiera de los tres supuestos revela un cierto miedo ante los efectos y repercusiones del gesto violento, miedo que no hay que degradar a cobardía o simple oportunismo, sino que es preferible aceptar gozosamente como infrecuente señal de sensatez. Si en el temor de Dios pone la escritura el comienzo de la sabiduría, con mucha más razón podremos asumir que en el temor a la discordia mortífera está el principio inamovible de toda cordura política.

Uno. Es la menos lógica de las hipótesis. La experiencia enseña que los atentados, ejecuciones, etcétera, del militarismo terrorista tienen ante todo una función gloriosamente autoafirmativa, por lo que nunca han sido desautorizados por sus grupies de servicios auxiliares. No tiene sentido tirar la piedra y esconder la mano cuando precisamente lo que se quiere es llamar la atención sobre la firmeza certera y victoriosa de la mano misma. Y clamar por la ilegalización de HB es un disparate político que nadie (ni siquiera los reclamantes, que chillan con la boca pequeña) se toma demasiado en serio. En el supuesto de que fuera atendida esta solicitud, el apoyo a ETA de HB continuaría como hasta la fecha, con el añadido propagandístico de ser víctimas una vez más. Recordemos que el argumento del dramón que se han montado es que ETA es el sir Galahad de una doncella ultrajada llamada Pueblo Trabajador Vasco, cuya sufrida y servicial dueña es HB. Como ni el virgo de la doncella ni la doncella misma son fáciles de localizar, el truco de la dueña es gritar constantemente: "¡A mí, que me violan...!", para que los lanzazos del hosco paladín queden justificados. De modo que no le tiremos pellizcos superfluos para darle gusto. Concluiremos este apartado con una palabra en contra y otra a favor de Ricardo García Damborenea. En cuanto a la destemplanza de muchas de sus afirmaciones, este líder socialista se ha contagiado en exceso de los adversarios a los que ataca: por ejemplo, véase su alusión al celo de algunos jueces por aclarar los casos de tortura, cuando el reproche adecuado sería contra los demás por no hacer lo mismo. Pero en un contexto tan timorato como el de la vida pública de Euskadi, donde cada cual murmura contra la violencia pero busca esconderse tras sus vecinos para que no le tomen el nombre, la firmeza un poco bruta de Damborenea no es nada desdeñable. Una cosa es no cerrarse a la negociación política y contribuir a desmilitarizar el conflicto y otra -muy, muy distinta- poner el cuello en el tajo. A quienes tienen la alucinación de que Euskal Herria es Argelia y ellos el FLN, va siendo hora de decirles muy clarito y con los brazos en jarras que los pied-noirs estamos dispuestos a resultar un hueso demasiado duro hasta para sus dentaduras borriqueras.

Dos. Me gustaría que hubiese algo de cierto en esta interpretación, porque ello significaría que la violencia pierde atractivo como banderín de enganche incluso a ojos de quienes más la justifican. De momento no ha sido así: la mayor fuente de prestigio de HB entre sus votantes y admiradores foráneos proviene precisamente del aura equívoca de complicidad con la guerrilla. Este olor a pólvora va a ganarle seguramente votos en toda España de quienes lo que más desean es hacer pupa de veras al sistema. La pasión de castigar al mundo sustituye en muchos al afán de hacer justicia y es grave objeción contra el orden establecido en este país el que vaya haciendo aumentar su número. Es que la violencia cuenta con el prestigio tan moderno de la celeridad y la inmediatez, mientras que la democracia parlamentaria es el reino de la laboriosa mediación postergadora. La impaciencia es preámbulo de resentimiento porque el lento goteo reformador nunca llega a verse del todo... En ocasiones porque nada se reforma de veras, pero en otros casos porque estamos poseídos de la neurosis consumista y malcriada de exigir satisfacción instantánea a las demandas, aun antes de aceptar a formularlas racionalmente. Se dice que la violencia contra el sistema -llámese terrorismo o lucha armada- no resuelve nada. Pero hay que distinguir dos niveles: en el primero, la violencia es utilizada para cambiar algo en la sociedad (derrocar una dictadura, exterminar a un grupo adversario, eliminar a un líder rival, atemorizar a la población civil, etcétera); en el segundo, la violencia se emplea para transformar, ensalzar y gratificar al violento mismo y a quienes con él se identifican. Nadie cree hoy ya de veras que la lucha armada vaya a traer ninguna modificación positiva de la realidad en Euskadi; sólo aumento de la represión, insensibilidad moral y descapitalización económica. Pero a muchos les sirve de compensación personal por la mediocridad de sus vidas, como venganza heroica y vínculo para sentirse unidos e importantes: dado que ni los más plebeyos pueden renunciar a todo rasgo aristocrático, han aprendido a ufanarse de inspirar temor...

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Tres. Es la que yo acepto con mejor voluntad y me congratulo de ella. Ahora bien, ¿se da cuenta HB de que esta última toma de postura exige cierto replanteamiento de formulaciones combativas anteriores? Porque, una de dos: o bien el PSOE es la vanguardia operativa del imperio que ocupa y esclaviza la martirizada patria vasca, con lo cual bien tirados les están los cócteles molotov aunque puedan resultar inoportunos políticamente, o bien el PSOE es otro partido vasco, votado por muchos vascos y que expresa una de las diferentes formas políticas de ser vasco, por lo que atacarlo a bombazos no es sino bestialismo político totalitario. Tertius non datur. hay que decidirse. No se puede a la vez predicar la guerra santa contra el invasor y la concordia civilizada con quienes le representan. Lo que se pone aquí en juego es la legitimidad misma de la lucha armada en Euskadi, pues los distingos jesuísticos entre explosiones buenas y malas, heridos deseables e indeseables, tiros en la nuca nobles o traicioneros, etcétera, huelen cada vez peor. La justificación de la ejecución de Yoyes por desertora, y es un ejemplo entre mil, no es más convincente ni más decente que la invocación de la obediencia debida por los militares torturadores argentinos.

Releí hace poco una frase de Maurice Barrés, el gran teórico derechista del nacionalismo francés, que describe perfectamente la doctrina básica de algunos de nuestros abertzales: "Una nación es la posesión en común de un antiguo cementerio y la voluntad de continuar haciendo valer esa herencia indivisible". De quien moría decían los antiguos griegos que iba a reunirse "con la gran mayoría". Esta mayoría, inevitablemente silenciosa, es la única a la que pueden aspirar algunos en Euskadi y por ello apelan constantemente a ella y colaboran a su aumento. Pero a los patriotas funerarios del cementerio hay que recordarles que a los muertos se les cuenta, pero con los vivos hay que contar. Y que vamos a ser los vivos (no los muertos, los guardamuertos ni los asesinos) quienes finalmente organizaremos la pluralidad libre de los vascos.

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