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La lección perdida de las conmemoraciones

En El hombre sin atributos nos relata Musil cómo la fantasía de Ulrich quedó impresionada por un texto de Swedenborg: "Dado que los ángeles no tienen representación alguna del tiempo como los hombres, carecen también de la facultad de determinar el tiempo; no conocen ni siquiera su división en años, meses, semanas, horas, en mañana, ayer y hoy". Ahora bien, de prestar crédito al vidente sueco, escarnecido por Kant en su época, se extraería una inmediata consecuencia: la conmemoración de centenarios, cincuentenarios, milenarios, no es factible en la corte angélica. En ella el V Centenario del Descubrimiento de América, que tan afanados, polémicos y gastadores nos trae en estas tierras, no tendrá, para humillación de los organizadores, eco alguno. Una vez más, el universo de los ángeles, arcángeles, tronos y dominaciones, y el de los hombres se separan desgarradoramente, aunque tal vez pueda parecer ésta una diferencia liviana al lado de características angélicas, tales como la espiritualidad y consiguiente asexualidad, la intelectualidad y eviternidad o el hecho de que -no ya según Swedenborg sino conforme a santo Tomás- cada ángel sea toda una especie, algo así como el conjunto de los hombres o de los rinocerontes individualizado.Contemplado a esta luz angélica-swedenborgiana, nuestro tiempo acusa con creciente intensidad su carácter humano. Vivimos al borde del frenesí conmemorativo. Apenas amanece un nuevo año -o más allá de él se contempla el anuncio de los venideros-, se comienza ya a husmear las fechas pasadas que puedan repicar sobre él y llenarlo de contenido pretérito. Variadas cohortes de especialistas en autores y acontecimientos repentinamente reactuaí¡zados, de organizativos burócratas, de autoridades y políticos que no quieren perder la ocasión se aprestan a preparar los decorados pertinentes y subir al escenario de un presente levantado sobre la humana nostalgia por el juego de los números. Mientras otros, apremiados por las tareas enclavadas en la entidad propia e innovadora de la actualidad, desapercibidos de las carambolas numéricas que la ligan con anteriores fechas, se despiertan bruscamente a imprevistas obligaciones rituales. Y así vamos caminando hacia el estelar 1992, en que el medio milenio transcurrido desde la llegada de las carabelas a las Indias occidentales será coronado -para que no todo se quede en evocación- por la guinda de los juegos olímpicos barceloneses. Y hemos cruzado recientemente los centenarios de la muerte de Marx y el nacimiento de Ortega, -entre otros recordatorios-, así como el orwelliano 1984, desembocando eri este 1986, a cuyas postrimerías ya asistimos, y en que se han reunido los cincuentenarios de las muertes de Valle-Inclán, Lorca y Unamuno, con el de la iniciación de nuestra guerra civil.

Como en tantos fenómenos humanos, lo pintoresco-picaresco florece sobre algo que posee profundas ralces. La lucha patética con el devorador Satumo y el certero vislumbre de que el presente no se agota en sí mismo, se unen con la obsesión cuantitativa, cronométrica y decimal de nuestra cultura en este modo especial de configurar la temporalidad que llena el hoy con los ecos del pasado, bajo un signo rígido, mecánico, sincronizando las campanas de la actualidad con el eterno giro de fechas periclitadas. La conciencia primitiva recreaba en sus grandes ritos periódicos el tiempo origiriano, regresaba a su hontanar vivificador; la nuestra, perdida la vivencia de una eternidad subyacente, se dedica desde la fugacidad en que nos sentirnos instalados a contemplar y rendir homenaje al pasado en su transitoriedad misma. Pero entonces nos damos cuenta de que tal transitoriedad no es absoluta, no sólo pervive en nuestro fondo, sino que somos criaturas suyas. La visión unilineal, atómica del tiempo, impuesta por las necesidades de la física. newtoniana, es trascendida y, de buscar adecuadas imágenes, tendríamos que recurrir a la bergsoniana de la bola de nieve o a la dialéctica de la espiral. Lo que es más importante: la anámnesis, allende la arqueo logía o la piadosa ofrenda, se convierte en autoconocimiento. En este sentido, la obsesión conniemorativa podría cumplir una importante función enriquecedora de nuestra conciencia, al margen de las frondosas solemnidades que origina y de la extraña mecanización decimal que la gobierna yhace penetrar de un modo extemporáneo y perturbador en nuestras tareas. La recuperación de la memoria histórica, con su capacidad iluminadora del presente, es particularmente necesaria en tierras como estas nuestras, sobre las que ha discurrido un tiempo quebrado por la discontinuidad más abrupta, por el continuo tejer y destejer. En las cuales la conciencia colectiva del pasado ha sido anegada por el doble y contradictorio juego de la retórica imperial y su posterior desmitificación, llegando asumir a nuestras gentes en la más ignorante amnesia, hasta el extremo de que la visión del pasado parece agotarse en el horizonte del franquismo. ¿Cómo, de otro modo, comprender la petulante, desaforada glorificación del presente a que estamos asistiendo? Se repite enfática y tópicamente que nuestra incorporación a la CEE y a la OTAN significan nada menos que el fin de un aislamiento secular. Con fatuidad insultante y despectiva para la mayoría de la humani dad se proclama que España, justamente ahora, ha dejado de ser una sociedad tercermundista. Madrid, capital de la posmodernidad, se erige, al par, en centro cultural del mundo. Y se pretende que nuestra Universidad, acosada por la indigencia económica y enmarcada en una concepción torpemente escolar de su actividad, ha alcanzado un desarrollo científico jamás conocido por ella. Tal, al parecer, ha sido la magia de la parcelación del saber en áreas y de la introducción del barbarismo de créditos en los planes de estudio del tercer ciclo.

Forzoso es pensar que entre las muchas cosas heredadas y pervivientes de la era franqista, el triunfalismo no es de las menores. Aliado, en natural compañía, con la ignorancia de la realidad que nos precede y nos rodea, ciega la posibilidad de la visión crítica de nuestro presente, necesaria para superar su mediocridad. Y el caso es que dentro de los esquemas franquistas había una perfecta coherencia: todo el despertar cultural y político que se había ido gestando desde las últimas décadas del pasado siglo era una aberración. Se trataba de borrarla y fundar una nueva España. Ahora, cuando no parece ser ésta la intención oficial, la simultaneidad de la fiebre conmemorativa con el práctico heredado desprecio del pasado, al socaire de la desmedida glorificación del presente, nos sumen en una situación esquizofrénica. Todo el proceso democrático ha ido acompañado desde el centenario de la Institución Libre de Enseñanza, en 1976, hasta los cincuentenarios de este último año por oportunidades para profundizar una historia que desde el 39 se quiso borrar. No hace falta remontamos al Siglo de Oro -en el cual, por lo demás, deberíamos seguir alimentando nuestro esfuerzo como hicieron nuestras figuras contemporáneas máximaspara percatamos de que no acabamos de nacer a la historia. Nuestro presente es uno más en una larga jornada cuya meditación ayudaría a comprender con mayor lucidez crítica la realidad de nuestra situación para orientarla hacia un futuro superador. Tal podría ser la lección, que todavía parece perdida, de la larga estela conmemorativa que vivimos.

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