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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Buenos modales

LOS TEÓRICOS de los malos modales tienen muchas veces una deslumbrante manera de exponerse y de desarrollar su lógica: se ha terminado la era de imitar y reverenciar a los monopolizadores de la distinción, se ha descubierto el vacío de unos modos de superioridad que dependían del dinero y del poder -el buen colegio, la buena institutriz, la buena familia, el buen sastre...-, y ha llegado la hora de la revolución. Y ésta, como todas las revoluciones, devora a sus hijos. Y comienza a decepcionar a sus nietos. Los buenos modales y lo que se llamaba, en general, la buena educación comienzan a emerger de nuevo, desprovistos ya de su carácter de jerarquización y de segregación (denunciado y aniquilado su toque de cursilería, de esnobismo y de horterismo) como una forma de convivencia y de respeto mutuo.¿Qué comporta esa naturalidad social? Quizá demasiadas cosas para que entren fácilmente en una sociedad tan desabrida como la nuestra y tan nueva en la revolución de los malos modos. Desde una disminución de la franqueza agresiva (o de la manera, del modo de expresarla) hasta una cesión de derechos en favor de otros; desde la admisión de la posibilidad de que no tengamos razón hasta la manera de defenderla sin vulnerar, sin herir. Los buenos modales son un pacto, un acuerdo, una negociación. Cada individuo negocia con un conjunto social al que pertenece o en el que está inscrito algo que da y algo que recibe a cambio.

En otros países de Europa, y también muy especialmente en Estados Unidos, este mundo aparentemente formal pero fundamentalmente serio -porque se trata de huir de la agresión, de no darle motivos para que se produzca- se ha mantenido mejor que en España. Sus revoluciones igualitarias son más antiguas y los movimientos de retroacción sobre aquellas rupturas se han hecho poco a poco. En España, la revolución es demasiado reciente e incompleta. Se ha tratado de romper estratos jerárquicos: el de los ostentadores del poder sobre la grey de los ciudadanos, el del severo pater familias sobre su joven prole, el del hombre sobre la mujer, el del uniforme, la sotana o el chaqué sobre la chaquetilla o el azul vaquero.

La buena educación no es patrimonio de una clase social -y la España rural ha dado seculares muestras de esa civilización profunda que los cambios sociales amenazan con derrumbar- La buena educación, escapados de la hipocresía, la adulación, lo cursi y lo represivo, es la expresión formal de la condición de un ciudadano: el que conoce sus derechos y el que ejerce sus deberes. Se trata de una manera más de la tolerancia y de una aceptación de la libertad ajena que exige un respeto de todos. Se refiere a un orden social, moral, y a un mundo de valores basado en la dignidad de todo ser humano por igual. No evita la protesta frente a la injusticia ni está contra el sarcasmo, la ironía, la crítica o hasta la extravagancia. Se basa en el principio de aceptar las razones del otro, los derechos del otro, la dignidad del otro, la necesidad del otro.

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El Parlamento sería una magnífica ágora para esta gran representación, como para la de la ejemplaridad del idioma, de la misma forma que lo ha sido para alguna de las reformas meramente formales. Pero más que el Parlamento, la televisión debería contribuir a esta nueva escuela de modales que todos necesitamos. Reporteros desarrapados, locutores incapaces de articular palabra, presentadoras de agresiva belleza, de agresiva fealdad, de agresiva mediocridad... La televisión debe ser escaparate de un país, no sólo de sus miserias ni de sus escasas y privilegiadas riquezas, ni tampoco del errático gusto de quienes en ella aparecen. Lo que sale en televisión, lo que se oye en televisión, en una televisión que es monopolista, del Estado y todo lo demás, marca gustos, tendencias, modas, criterios, formas de entender la vida, de comportarse y de relacionarse. Los españoles tenemos derecho a que no se nos uniformice desde ella, a que no se agreda el idioma, a que no se invada un concepto de la estética -que forma parte siempre de la ética- en el nombre falseado de la libertad, el individualismo o la ignorancia. Un medio de comunicación que se basa en la imagen debe atender a las imágenes que proyecta. No más horteras, no más cursis, no más procaces, no más ignorantes, no más pedantes, no más arrogantes. Ha habido programas excelentes (Mercedes Milá, Íñigo, La clave, Vivir cada día, Informe semanal) que nos hablaban de la España que existía. Seguir por ese camino y acabar con las formas importadas, los acentos importados, las cabecitas eléctricas que aprenden la impostación del inglés y pretenden trasplantarlo al castellano, no es sólo un error: es un crimen social.

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