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El ingenioso apéndice

Solemos hacernos las mismas preguntas cada cierto tiempo. Puede que sea un tic. También puede que sea una actitud derivada de la consciencia de que sólo sean ciertas las propias dudas y de que a ellas debamos recurrir, de forma sistemática y casi instintiva, a fin de no sabernos naufragados. Hacernos preguntas es, pues, y en muchas ocasiones, afirmarnos. Al menos por esta esquina en donde, según frase del maestro, da la vuelta el aire y las Pascuas son, tan sólo en lo aparente, tristes.Existe, de la misma manera, alguna otra certeza; por ejemplo, la de que esto que se afirma es relativo; de que puede depender de la procedencia del viento y de aquello de lo que la Pascua venga acompañada.

Existió en esta vieja ciudad que habito y amo, Pontevedra, dueña de tres puentes, si no airosos, asequibles y lo necesariamente sólidos, un entrañable convecino dueño de la íntima convicción de disfrutar de largo y esbelto rabo. Debe decirse que, compartida o no la tal certeza, fue el caso que, en ocasiones varias, se discutió acerca de si la longitud o esbeltez dichas eran más semejantes a las del rabo del gran danés o a las del mono tití que algunos conspicuos navegantes solían traer de sus periplos a la entonces considerada Guinea española, o al menos eso se decía.

Ajeno a las discusiones, el convencido dueño de tan rebirichado atributo tenía por costumbre entretener sus ocios caminando garbosa y elegantemente por las recoletas rúas que conforman la llamada zona monumental de esta ciudad sin galerías que den al mar, sin apenas balcones que se asomen a la ría. Solía hacerlo despacio y pensativo, pero, eso sí, dando un saltito al doblar todas y cada una de las esquinas múltiples en las que el aire cambia de destino. Lo hacía con el fácilmente deducible objeto de no pisarse el rabo.

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Por si la realidad es la realidad, o por si la imaginación es la imaginación, es decir, por convencimiento o duda de si se lo había pisado o no (algunos malpensados afirmaban, se ignora con qué clase de astucia, que así de torpe era el pobre), es el caso que, en distantes ocasiones y luego del saltito, solía quejarse: "¡Ay, ay!", decía lastimero y dulce, y luego seguía caminando, pues hay que decir que era educado y muy fino de ademanes.

Se sabe que este país pequeño y verde y dulce, en el que, por cierto, llueve bastante, es generoso en curvas, pródigo en esquinas, despilfarrador, incluso, de ángulos y perspectivas, por lo que nadie dudará en forma excesiva si aquí se llega a afirmar que el conspicuo convecino, hombre de descuidada elegancia y escasa afición al vino, que solía tomar a sorbos y de ser posible clarete, recurría al salto y a la duda con similar frecuencia a la empleada en doblar esquinas, afrontar curvas, acometer derivas o determinar derrotas, es decir, siempre.

Se construía por aquel entonces en las fueras de mi ciudad una recta de cuatro o cinco kilómetros de longitud. ¿Por dónde tal locura se acometía en tan curvilíneo país?, se preguntarán ustedes. Pues por el medio del mar, naturalmente, que, como saben, aquí, además de proceloso como es en todos o en casi todos los sitios, está lleno de niebla y de un ruido que nosotros llamamos balbordo. Un ruido muy lejos del estruendo y próximo al rumor, pero más denso y sereno, también más fuerte.

Es fácil para el lector deducir que la recta servía de paseo y que el recorrido, por ello, estaba expuesto al capricho del viento, voluble por estas latitudes, a la distinta luminosidad del día, cambíante que es la luz por estos pagos, e incluso a los olores que el progreso trae consigo: los provenientes de una fábrica de pasta de papel de la que me abstengo de hacer más comentarios.

Pues por allí caminaba a menudo el convecino y, acostumbrado como estaba a sortear esquinas, en aquel espacio sin más frontera que las del mar que hendía, saltaba, sin embargo, y garbosamente, a cada ligero y suave cambio de la brisa que el atardecer trae consigo, a cada cambio de luz que las nubes traen con ella, movido por la higiénica e indesprendible intención de no pisarse el rabo, circunstancia que, a esta altura, el propio lector podrá determinar si respondía a algo real o no, si era de gran danés o era de mono colorado. Esto sucedía en mi pequeño país.

Lo que no sabe quien esto escribe, movido por la prisa que le inducen, es si la historia viene a cuento de algo o no. Pero sí está seguro de que el recuerdo del amigo dotado de tan ingenioso apéndice es un recuerdo ameno y de que la memoria de sus gestos resulta ahora distante y entrañable y triste. También de que, con rabo o sin él, todos solemos recurrir a la duda, practicar el salto cada cierto tiempo y resolver las cosas caminando, haciéndonos, entre tanto, todas las preguntas.

En estos días y en mi país grande, de forma recurrente, hay una de esas preguntas que, despiadada, conturba a los que profesamos una edad que, si no es provecta, tampoco es como para que nos la tomemos a beneficio de inventario. La pregunta engloba otras derivadas de la central de si somos una generación, o qué es lo que define a una de ellas, ya que, de serlo, ¿qué es lo que definiría a la nuestra?

Acaso surja la pregunta motivada por la existencia de ámbito que los escritores frecuentan y no eluden, ni tienen por qué hacerlo. Alguno de ellos, alguno de esos ámbitos, el universitario, por poner un ejemplo ilustrativo, era antes disfrutado tan sólo por una parte, una tan sólo, de la realidad total que nos define a los escritores españoles. Ahora lo es por todas las partes, gozosamente. Con una frecuencia cada vez mayor y con un proceder ya irrenunciable, escritores de todas las lenguas españolas somos llamados a compartir reflexiones y proyectos, a enriquecernos mutuamente, ejerciendo la libertad de ser nosotros mismos y respetarnos en nuestras propias realidades; esas realidades que conforman la realidad total que nos define y anima. Así está sucediendo ya desde hace tiempo. En el espacio universitario del coloquio o de la académica Jornada, del curso de verano o del e ncuentro, los escritores españoles son convocados a una babel que resulta que no existe y a un diálogo oxigenante, vivificador y libre que a todos dignifica. Después de hornadas de escritores que autoconvocaban desde un yermo, hay ahora una que lo hace desde la variedad enriquecedora y múltiple y por ello más grande y así más libre.

Ése puede ser uno de los rasgos que defina lo que pudiera ser una generación crecida al amparo de la tolerancia y respeto mutuo, de la convicción de que escritores españoles son todos los que usan lenguas españolas, de que común es el ámbito y compartido, que común es la patria de la literatura y es la suma de todos como somos la común y compartida que a todos nos acoge.

A partir de esta convicción, puesta en eterna solfa, puede surgir algo a lo que se le llame generación o grupo o lo que ustedes quieran, y adjetivarlo con 78 o democracia, con libertad o Constitución, Europa o parlamentaria monarquía, qué más dará, si a fin de cuentas el caso es que ya está ahí y en ella conviven escritores españoles en cuatro lenguas, que puede que den saltos, pero que carecen de rabo, eso seguro.

Alfredo Conde, escritor gallego, ganó el pasado jueves el Premio Nacional de Literatura con su novela Xa vai o griffon no vento. Es autor también de Memoria de Noa.

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