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Paso de generaciones

Cuando un universitario termina su carrera, se sacude el polvo de las aulas y se despide gustosamente de la aburrida sarta de monsergas profesorales y de la rutinaria liturgia de los exámenes. Otras cosas le dejan un recuerdo más grato, y para ciertos estudiantes una de ellas es la biblioteca, donde uno puede aumentar sus conocimientos según el plan que mejor le parezca, sin tener que someterse a la rígida disciplina de las clases. La lectura de Platón, Darwin o Freud, nos sumerge en un flujo de información que conecta directamente con las grandes cimas del pensamiento sin que interfiera el ruido de los intermediarios.Precisamente el recuerdo de sus visitas de estudiante a la Biblioteca Nacional inspiró a Unamuno en 1934 un artículo titulado Cruces de miradas, que invita a meditar sobre el problema de la continuidad del saber en la cultura española. Todavía faltaban dos años -los mismos que a él le quedaban de vida- para que se declarase la guerra civil. Pero el enrarecido clima nacional y el triunfo de Hitler en Alemania, que repetía el de Mussolini en Italia, alentaban en el viejo rector de Salamanca el temor de que el liberalismo del siglo XIX sucumbiera a manos del energumenismo del siglo XX.

La manipulación ideológica de la juventud -"esas masas de jóvenes de hoz y martillo, o de yugo y flechas, o de compás y escuadra, o de escapulario y cirio"- alcanzaba cotas alarmantes. En sus patéticos soliloquios, Unamuno se aferraba desesperadamente a la idea de que debía haber gente joven que preferiría a toda costa el trabajo y el estudio al odio armado: "Más de una vez me ha ocurrido cruzarme con algún joven estudioso de 16 a 20 años... Y él acaso se me queda mirando, no sé si pensándose en cuando él llegue a mi edad, a los 70. Pero yo sí que pienso, al cruzar con él la mirada, en cuando tuve su edad... Y me voy soñando en él... y diciendo: ¿qué sociedad se encontrará haber contribuido a hacer de aquí a 46 años, hacia 1980?".

Cien años justos antes de 1980, apenas cumplidos los 16, había empezado el estudiante Unamuno a frecuentar la Biblioteca Nacional, mientras aún resonaba en sus oídos el fragor del bombardeo de Bilbao en la última guerra carlista. Medio siglo más tarde, en vísperas de un nuevo y más terrible fragor, el ya anciano catedrático exhortaba a los jóvenes de la II República a no optar por la violencia y a poner su pensamiento en la sociedad de 1980.

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¡La sociedad de 1980! Al contemplar los 100 años que iban a separar su juventud de la de otros españoles que él jamás conocería, Unamuno soñaba el futuro extrapolando la experiencia de su inmediato pasado. El desarrollo cultural del país en el primer tercio del siglo XX parecía desmentir las teorías sobre el africanismo y el natural violento de los hispanos. Por primera vez en bastante tiempo una sucesión de generaciones había demostrado que en España, como en otros países de Europa, no sólo florece aleatoriamente el fenómeno individual del genio, sino que puede cultivarse también el fenómeno social de la acumulación del saber y el progreso científico. Al dolor por la pérdida de vidas humanas la noticia de la guerra añadía el temor por la interrupción de este proceso.

Unamuno sólo sobrevivió unos meses a esa noticia. Inició, como diría Ortega, antes y hasta más lejos que nadie el camino de la emigración de los republicanos españoles. Y se fue con la amarga evidencia de que los jóvenes estudiosos con quienes cruzó la mirada eran una muestra no significativa de la promoción que iba a ser el brazo armado de la contienda.

Cuando los españoles de esa generación, a la que hoy llamamos del 36, fueron a la guerra, quizá, como ha recordado Cela en San Camilo, eran demasiado jóvenes y quizá estuvieran muchos de ellos demasiado condicionados por la presión social y la intoxicación ideológica para saber bien lo que hacían. Luego, la tarea de reconstrucción cultural tuvo que discurrir por vías separadas, dado que la nuestra, a diferencia de otras guerras civiles, terminó sin reconciliación. El bando emigrado continuó y desarrolló como pudo, pese a las condiciones adversas de vida en países extranjeros, el legado cultural de la II República, y los intelectuales que permanecieron en el ruedo ibérico tuvieron que lidiar durante décadas con la supresión o la distorsión política de la cultura, cuando no con la política misma.

Hoy, después de transcurrido medio siglo, los hombres del 36 tienen, más o menos, la edad que tenía Unamuno al publicar su artículo Cruce, de miradas, es decir, 70. Y el mensaje que desde esta atalaya biológica transmiten a las nuevas generaciones no hace sino reiterar el frustrado deseo del autor de Paz en la guerra: la experiencia del 36 nunca debió suceder, y, dado que sucedió, lo mejor es que nunca se repita.

Los jóvenes de 1980, sean o no estudiosos, que escuchan este mensaje lo aceptan sin discusión. Pero la tentación de la guerra no es su problema. El problema que verdaderamente les obsesiona no se resume en el eslogan de vivir en paz sino en el de trabajar en paz. Empeñada desde hace años en una larga, dura e incierta marcha hacia el puesto de trabajo, la juventud española ve abrirse ante ella el horizonte de la entrada en Europa y el acceso a las nuevas tecnologías. Y es consciente de que ese horizonte constituye un reto interesante, que puede llenar de contenido el programa vital de los hombres que irlicien el siglo XXI. El aspecto negativo de la cuestión está en que, hablando en términos generales, las condiciones de infraestructura científica y cultural que son necesarias para afrontar ese reto con buena probabilidad de éxito, y que normalmente hubieran debido ser la herencia recibida por los jóvenes de hoy, no se han dado en España en el último medio siglo. Sólo ahora, muy tardíamente, empiezan a dibujarse. La falta de tenacidad en el cumplimiento de los programas científicos y el desprecio de lo que significan la continuidad y la acumulación del saber para el desarrollo de un pueblo han sido males crónicos de la Universidad y la cultura españolas en el siglo XIX. Durante parte no exigua del nuestro el energumenismo al que aludió Unamuno los ha agravado en lugar de disminuirlos.

Los jóvenes españoles tendrán que desplegar un tremendo esfuerzo de voluntad y de irriaginación para hacer suyo el arsenal de conceptos, de métodos y de instrumentos que implica la actual explosión de información en ciencia y en tecnología. Miles de ellos lo vienen realizando ya, con grandes sacrificios personales, dentro y fuera de España. Pero lo hacen en un momento en que la saturación de plantillas en la Universidad amenaza cerrarles por largo tiempo las puertas de la docencia y, en buena parte, de la investigación. Mientras el marco institucional no mejore o no se amplíe drásticamente el panorama de iniciativas científicas y culturales en la sociedad civil, las nuevas vocaciones intelectuales pueden quedar ciondenadas, en el más optimista de los casos, al subempleo, a la injusta oexplotación de la inteligencia y a la cultura sumergida. La juventud es, sin embargo, el pilar en que: puede apoyarse la esperanza de que hacia el nuevo fin de siglo se haya empezado a consolidar en España un programa de apertura a la ciencia, al control racional de la técnica y a la aventura del pensamiento moderno no menos radical ni renovador que el proyectado al despuntar este mismo siglo por intelectuales españoles de pasadas generaciones.

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