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Obras son amores

Había cierta vez un mecenas millonario amante de las artes, gran coleccionista, de camas, no para hacer el amor con sus amantes, sino para dormir cada noche en una de ellas. Mecenas tan particular que sólo amaba a las mujeres en sus cuadros, dejó a su muerte cerca de un millón de pesetas de su época al museo de la Academia de Bellas Artes para comprar obras más o menos maestras. Los académicos aceptaron tal condición, algo que sólo debe hacerse en ciertos casos, y, mal que bien, por algún tiempo salieron adelante.Como todos sabemos, en un principio el tal museo no estaba situado donde ahora, sino en la Casa de la Panadería, en la plaza Mayor, pero quedando insuficiente pasó a ocupar el palacio del Nuevo Baztán, en plena calle de Alcalá. Se llamó de San Fernando en honor del rey Fernando VI, aunque la idea era ya vieja, típica de la época de la Ilustración. San Fernando fue la cuarta de las academias fundadas en Madrid, y desde que nació fue importante en la vida artística española.

A sus salas vinieron cuadros incautados a los jesuitas y a Godoy, entre otros, a los que siguieron después obras de Goya, Fragonard y Mengs, junto a las de Murillo, Ribera y Alonso Cano. Con el tiempo, la cima de cualquier artista era ser académico. Así, el interés del padre de un muchacho apellidado Picasso fue que su hijo llegara a serlo, y lo envió a Madrid. El chico no se presentó, prefirió la calle y las mujeres del río a los sillones académicos. Quien sí se presenté fue Dalí, mas sin reconocer méritos suficientes en el tribunal que debía juzgarle. Ello hizo que siguiera el mismo camino, aunque, según parece, ahora se le quiere desagraviar casi a título póstumo.

Aparte de su calcografía y colección de grabados, impartía y todavía imparte enseñanza a alevines de pintores y escultores. Buena prueba de su saber y eficacia fueron las obras que desde un principio decoraron muros y pasillos. Desde los románticos hasta los Madrazo, Sorolla, Sotomayoro Delgado, lo mejor de nuestra pintura está allí, pues, como sabemos, cada académico, una vez elegido, está obligado a ceder a la academia una muestra de su saber hacer.

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Quizá el recuerdo más entrañable de la casa sea el tórculo o imprenta que, según la tradición, usó en sus días Goya, así como el salón de actos en el que se entra pintor y se sale consagrado, tal como el padre de Picasso quería.

Mas poco a poco, y como tantas cosas en España, la falta de dinero y de interés estaban a punto de acabar con la fundación. Sus colecciones se hallaban no sólo en mal estado, sino incluso mal iluminadas para,el sufrido visitante.

Ha sido preciso tiempo y dinero para que el museo resucitase, empezando por enviar la escuela a la Universitaria para iniciar las obras. Yo alcancé todavía a ver el aula en donde los modelos posaban junto a la calle de Alcalá y resultaba inevitable el recuerdo de Goya, allí mismo estudiando y pintando.

El dinero ha salido de los ministerios, contribuyendo cada cual a su modo, bien distinto por cierto, hasta llegar al fin de las obras. Si Fernando Guitarte no hubiera puesto en su testamento aquella condición de gastar los millones en otro empeño que adquirir obras de arte, algún millón que otro hubiera sobrado, mas no fue así, y conseguir terminar el museo no ha sido precisamente empresa fácil.

Casi tres lustros se han necesitado para acabar las obras que le han devuelto hoy no sólo su antigua utilidad, sino el aspecto de lo que debe ser un museo tradicional y a la vez moderno. Ahora que, al fin, puede pagar a los que de un modo o de otro le sirven, si el rey Fernando volviera a la vida a buen seguro sonreiría complacido al ver terminada la obra por la que tanto suspiró. El mismo Goya, quien durante tanto tiempo luchó por ser su director, tan exquisito a la hora de juzgar en cuestiones de arte, no hubiera puesto ningún reparo; le hubiera parecido bien.

Una vez terminados tantos trabajos fue preciso rescatar los cuadros que se guardaban en la Biblioteca Nacional y poner nuevos muebles. Tal como se apuntó en estas mismas páginas, álgunos han criticado lo que llegó a considerarse un lujo: las puertas magníficas, los sencillos pomos, la iluminación equilibrada y los muebles elegidos, sobre todo en lo que se refiere al mármol y la madera. Se ha puesto en orden la biblioteca, constituida por 300 volúmenes, verdadero centro cultural.

En realidad ha sido como un ave fénix surgido de sus propias cenizas; algo extraordinario, ganado a un tiempo de olvido, y que lo importante en la vida, como tantas veces se ha dicho, no es hacer las cosas, sino hacerlas bien.

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