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Espías

Rosa Montero

Me fascina el caso de Bernard Boursicot y de Si Pei-pu, el diplomático francés y la bailarina china que ha resultado ser un hombre. Bernard ha amado a Si Pei-pu durante 20 años, creyéndola mujer y madre de un hijo suyo. Por ella se convirtió en espía forzoso, cuando los chinos le amenazaron con separarles para siempre. Por ella se ha intentado suicidar en la cárcel, cuando le demostraron que Si Pei-pu era varón y que el niño era comprado. Un tribunal muy socarrón les ha condenado a seis años de cárcel por espionaje, en medio de una descomunal rechifla. Ahí están los procesados en la foto: Si Pei-pu traicionada por sus genitales, atada a su virilidad con el nudo corredizo de la corbata masculina que le han puesto, patética en ese traje de hombre que tan mal le sienta; ella, que siempre se sintió mujer y a la que es fácil imaginar de joven, honda y sutil, envuelta en sedas ancestrales, con bordados de pavos reales en las bocamangas y una bruma de polvos de arroz en las mejillas. Y a su lado está Bernard, el hazmerreír de Francia entera, que intentó explicar al tribunal lo que el tribunal jamás podría aceptarle: cómo habían transcurrido 20 años sin darse cuenta de que Si Pei-pu era varón, porque su relación era clandestina, y misteriosa, y mágica; porque quizá todo fue un remolino de bocamangas flotantes y brocados; o porque, en definitiva, en el amor tampoco es tanta la distancia entre un sexo y otro como se piensa. Los jueces están en el mundo no sólo para despachar los casos de justicia, sino sobre todo para sostener y delimitar la norma, o sea, la horma, la jaula social que nos contiene. Por eso ni Bernard ni Si Pei-pu tenían futuro: el uno es un ingenuo en un mundo que valora la malicia; la otra osó jugar por su cuenta a la simulación sensual, en una sociedad en donde todo, incluida la sensualidad, es un simulacro rígidamente establecido. Han transgredido todas las convenciones y hasta las más remotas apariencias, y por eso les condenan a seis años, y les roban su pasado y su memoria. Y les hunden en un pitorreo tan total, en tan sañuda befa, que además de destrozarles la existencia ni siquiera les permiten la tragedia.

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