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La querella de la televisión

A la televisión estatal se la suele acusar de favorecer la corrupción e instauración de clanes de poder en su seno, de despilfarro e ineficiencia administrativa, de ofrecer puntos de vista oficialistas y acríticos para el poder, señala el autor del texto, catedrático de Medios Audiovisuales de la universidad Autónoma de Barcelona. A la televisión privada, por su parte, se le acusa de estar dominada por el comercialismo, el sensacionalismo y el consumismo; se le critica su ubordinación a los intereses publicitarios. Dos conceptos distintos de un mismo medio de comunicación.

La televisión se desarrolló, desde vísperas de la II Guerra Mundial, en una sociedad capitalista, la de Estados Unidos de América, en forma de actividad privada y comercial financiada por la publicidad, y como intersección audiovisual del negocio cinematográfico y del radiofónico, dos negocios ya consolidados en el país, basados ampliamente, y por razones de lucro, en el entretenimiento y en la diversión, más que en la voluntad cultural o de utilidad pública. La financiación de las emisiones por agencias de publicidad que aspiran a atraer amplias audiencias para sus mensajes condujo inevitablemente a un modelo basado en el sensacionalismo espectacular y en la ley del mínimo esfuerzo intelectual. Para atemperar tal comercialismo, en 1961, la Federal Communications Commission, en el marco del reformismo kennedyano, tuvo que imponer a las emisoras la transmisión de unos tiempos mínimos dedicados a noticias y a asuntos de interés público.SERVICIO PÚBLICO

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A diferencia de Estados Unidos, en Europa occidental, después de la II Guerra Mundial, la televisión se configuró como servicio público por una suma de razones heterogéneas:

1. Por la tradición de empresa pública radiofónica. dominante en Europa.

2. Por la convergencia didactista producida entre la derecha (partidos democristianos y conservadores) y la izquierda (partidos socialistas y comunistas) en la tesis de que la televisión era un medio demasiado influyente en la sociedad para abandonarlo a manos de empresas privadas.

3. Por la escasez de capitales privados en una época de crisis y de reconstrucción para poner en pie la nueva industria.

4. Por la debilidad del sector publicitario en estos años difíciles, al que además le desanimaba la intervención en este sector la muy incompleta cobertura territorial de las redes europeas en sus primeros años.

Pero, a pesar de estar estructuradas como entes públicos, las televisiones europeas no serían capaces de sustraerse totalmente del influyente modelo norteamericano que les precedió históricamente, ni de la presión de la tradición espectacular del cine, ni de la del entretenimiento radiofónico. Esta estrategia se intentó rectificar más tarde con la política de los segundos canales en UHF, que al estar destinados inicialmente al público de los grandes centros urbanos, con exclusión de las zonas rurales, los configuró por ello de un nivel cultural más exigente y selectivo.

Anne Marie Thibault-Laulan, al estudiar los dos modelos televisivos -el estatal, que ofrece su formulación suprema en los países socialistas, y el privado, que tiene su paradigma en Estados Unidos-, los configuró como los dos polos de una dicotomía que, en sus palabras, se corresponden con "la educación autoritaria de las masas o la satisfacción liberal de las necesidades". Pero esta caracterización constituye una simplificación bastante típica a la hora de analizar los dos modelos, pues una educación autoritaria no es una verdadera educación, y satisfacer unas necesidades generadas en parte por el propio medio no es satisfacción, sino tiranía.

AÑOS SETENTA

Aunque desde 1955 han coexistido en Inglaterra la televisión pública y la privada, el gran debate político acerca de esta dicotomía no se produjo en Europa hasta los años setenta, irradiado sobre todo desde Italia. Acaso el mayor consenso en este debate se ha producido al sentenciar que la televisión monopolizada por el Estado es un sistema imperfecto, del mismo modo que la televisión entregada al poder de los intereses comerciales es asimismo un sistema imperfecto. A la televisión estatal se la suele acusar de favorecer la corrupción e instauración de clanes de poder en su seno, de despilfarro e ineficiencia administrativa, de ofrecer puntos de vista oficialistas y acríticos para el poder, de difundir un espectro limitado de propuestas ideológicas y políticas, de frenar la inventiva y la creatividad, favoreciendo la atonía y la rutina de los programas y el didactismo árido, si bien se le suele'reconocer una sana independencia de los imperativos comerciales y su vocación genérica de servicio a la comunidad social. Pero al modelo de televisión privada se le acostumbra a reprochar el estar dominado por el comercialismo, el sensacionalismo y el consumismo; se le critica su subordinación a los intereses publicitarios, su programación escapista, su trivialización de la información y su manipulación por los centros de poder económico, su finalidad antipedagógica, el producir una fragmentación excesiva y confusa de la oferta (como en el caso de la sobreoferta televisiva en Italia) o, por el contrario, conducir a una concentración de tipo oligopolista de pocas y gigantescas redes nacionales (como en Estados Unidos).,Como virtud del sistema privado se ha invocado una competitividad estimulante de la innovación y de la creatividad. De esta enumeración de defectos y de virtudes que se atribuyen a ambos modelos surge de un modo obvio la pregunta: ¿es posible hacer compatibles las virtudes atribuidas a la televisión monopolizada por el Estado y las atribuidas a la televisión privada? Es decir, ¿es posible reunir en un modelo la independencia de los intereses comerciales, la vocación de servicio a la sociedad, la creativídad y la innovación?

Una respuesta bastante común es la de que un sistema mixto que haga competir a dos sistemas imperfectos puede contribuir a neutralizar o atenuar los respectivos defectos y a sumar las respectivas virtudes, en beneficio de la audiencia. En esta respuesta, demasiado ingenua, no concuerdan muchos comunicólogos. La lógica del mercado es implacable, afirman, de modo que la competencia comercial en televisión no conduce al triunfo de lo mejor, sino de lo más comercial, presionando con ello hacia la nivelación por lo bajo, según el principio del mínimo esfuerzo intelectual y de la euforización trivial de la audiencia. Los ejemplos que se aducen acerca de la degradación consumista de los niveles de programación, debidos a la lógica del mercado, son interminables y a veces dramáticos. Barnouw cita, por ejemplo, la teleserie Jericho, de la CBS y sobre la II Guerra Mundial, de la que se eliminaron los nombres de Hitler y de De Gaulle cuando se verificó que una gran parte del público americano no sabía quiénes eran, y se acabó por eliminar la referencia a Alemania y a Italia cuando iban a ser aliadas en la OTAN y compradoras potenciales de tal serie. El ejemplo italiano se ha invocado, a este respecto, para argüir que la coexistencia de la televisión pública y de la privada suele homogeneizar la oferta de programas y empujar a la primera, sobre: todo en las horas de máxima audiencia, a entrar en la lógica del mercado anteportiendo la comercialidad a la calidad y el entretenimiento a la cultura. Y a la vista están los culebrones matinales de Televisión Española, programados con la mirada puesta en la futura competencia privada.

CUATRO LÍMITES

Desde la década de los setenta, citando en Europa se vivió una fuerte presión para quebrar los monopolios televisivos del Estado y diversificar los centros de emisión, el debate teórico y la práctica profesional demostraron que existían cuatro límites precisos a la utopía de la expansión televisiva ¡limitada, a saber:

1. Los límites derivados de las frecuencias disponibles para televisión en la porción asignada a cada territorio nacional en el espectro electromagnético.

2. Los límites derivados del volumen de las audiencias potenciales, que constituyen un factor demográfico-cultural.

3. Los límites derivados de las inversiones publicitarias en el sector, que dependen a su vez de la amplitud de las audiencias.

La querella de la televisión

4. Los límites de la programación- disponible, capaz de satisfacer unos niveles mínimos de calidad técnica y profesional.

PATROCINADORES

En 1960, Mary Ann Cusack efectuó un estudio en el que demostraba que la radio y la televisión de Estados Unidos dependían en mayor medida de los patrocinadores comerciales que los periódicos de sus anunciantes. A este respecto, la historia de la televisión de Barnouw ofrece numerosos ejemplos acerca de condicionamientos irapuestos por las, agencias de publicidad los anunciantes en los programas o en los guiones de las series. Así, en los años cincuenta, una agencia de publicidad que tenía como cliente a un fabricante de patatas chips ofrecía cheques de 100 dólares, a los guionistas que incluyeran en sus obras a un personaje comiéndolas. También en esta década, para contrarrestar la influencia negativa de la American Cancer Society, muchas marcas de cigarrillos patrocinaron la promoción de westerns en televisión por su aura de aire fresco, salud y vigor físico. Mientras en la serie Man against crime, patrocinada por los cigarrillos; Camel, los guionistas tenían instrucciones tan precisas como las siguientes: sólo podían fumar los personajes positivos; de la obra; no debían fumar los personajes; negativos o antipáticos; los cigarrillos se debían fumar relajadamente, no compulsivamente o para calmar los nervios; los personajes no podían toser; evitar la aparición de médicos; eliminar los letreros de prohibido fumar, etcétera. Y el productor Aaron Spelling ha explicado cómo un anunciante de cigarrillos vetó al actor de color Sammy Davis, hijo, como sheriff en un western alegando que "no queremos que aparezca en pantalla un negro armado".

FE LIBERAL

Tan, importante es el papel de la publicidad en la televisión privada que en julio de 1914. la Federal Communications Commission, en un gesto muy propio de la Admnistración de Reagan, abolió el límite legal que determinaba que no podían programarse más de 16 minutos de publicidad por cada hora de emisión. Para justificar la abolición de esta norma implantada por el reformismo kennedyano para proteger a los telespectadores, Mark S. Fowler, director de la comisión, dijo que la programación televisiva "debe ser una decisión exclusiva del pueblo americano". En real¡dad, esta invocación demagógica de fe liberal debería haberse formulado diciendo que la programación sería en adelante una decisión exclusiva del empresariado y de los propietaríos de las cadenas, pero no del pueblo americano. Como escriben Baggaley y Duck, en vez de ponerse la televisión al servicio del espectador, es el espectador quien es puesto al servicio de la televisión.

La televisión, debido a la insaciable voracidad de su programación, ha contribuido agudamente a maximizar los procesos de taylorización y de estandarízación cultural, que propician una rígida organización industrial de factoría de imágenes. Este taylorismo cultural viene confirmado por muchos datos concretos: en 1981, el productor francés Jean Frapat indicaba que en la televisión, en lugar de los tres minutos diarios de rendimiento filmado propios del cine, hay que suministrar 20 minutos diarios. Ya en 1954 observó Adorno que las condiciones de producción de la televisión, la duración estandarizada de sus programas, el gran volumen de producción requerida y las características de su audiencia tan diversa tendían a estandarizar sus mensajes en estereotipos y fórmulas de tipo muy repetitivo y en contenidos muy esquemáticos, de modo más acusado que en el cine. Desde luego, no siempre es así, pero de los condicionamientos señalados nace la típica iteración de la programación comercial televisiva, que, más que una programación. pluralista, tiende a ofrecer una variedad de lo mismo. El objetivo y el resultado es que cada programa de una misma serie parezca nuevo, siendo en el fondo el mismo que, el precedente. De ahí también el pánico a la innovación audaz en televisión, asentado en el miedo a las reacciones contrariadas del público.

Este fenómeno se suele agravar con el incremento de la oferta televisiva (en horas o en centros de emisión), que tiende a homogeneizar la programación, debido a la dificultad para cubrirla con producción propia y a la correlativa dependencia de los grandes centros transnacionales de producción, que pueden vender sus series a precios baratos en razón de sus amplísimos mercados. Tal dependencia es ya una realidad desde hace años: un 40% de los programas dramáticos de la televisión europea es de origen estadounidense. Incluso esta dependencia es real en el campo de las noticias y de la información televisiva internacional, cuyas imágenes son un monopolio de tres agencias anglosajonas, de modo que el mundo entero tiene la misma visión e imagen del mundo: una visión occidentalizada con escaso margen para la discrepancia alternativa.

A veces se intentan estrategias para corregir la uniformidad y estandarización derivadas del modelo centralista. No obstante, también se ha advertido que la tendencia a descentralizar la producción televisiva en delegaciones locales o centros regionales, para conseguir una mayor diversidad y autonomía de los focos de irradiación de programas, suele servir para que los grandes modelos y estereotipos ole la televisión central se reproduzcan local mente, en versión dialectal o provincial. En Europa, además, el aumento del número de emisoras y de horas de emisión ha puesto al desnudo la crisis de programación. El desequilibrio dramático entre canales de difusión y volumen de producción televisiva de dignidad cultural e incluso técnica mínima se ha puesto de relieve como una descompensación entre hardware y software. Este desequilibrio entre horas de emisión y escasez de programación disponible tiende a producir dos consecuencias: un dominio aplastante de las producciones norteamericanas (incluidos sus subproductos de serie B) y una reducción drástica de los niveles de exigencia y de calidad. Esto es exactamente lo que ha ocurrido con la eufórica explosión televisi va italiana de los años setenta. Al fin y al cabo, las tecnologías son productos impersonales que pueden fabricarse en serie, pero los programas son productos individualízados que requieren de un ingenio humano personalizado.

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