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Contra el dogmatismo de los géneros

Cuando un escritor con obra consolidada osa utilizar un género que no es el suyo se encuentra habitualmente con no pocas reacciones de reserva. Ello no supone, por supuesto, el rechazo de sus nuevos libros. Los signos de aprobación pueden ser unánimes, pero siempre late en determinados lectores ese grado de reserva que podríamos considerar como tópico de puro frecuente. Y no sólo porque, al introducirse en la selva de un nuevo género literario, el escritor se encuentra con la natural desconfianza de críticos y lectores, sino también por el hecho -más incomprensible- de que esta reserva puede nacer de sus propios colegas. No es lógico, al parecer, que la literatura se sienta y se practique como una globalidad.El poeta que ve cómo un novelista publica un libro de versos suele sonreír para sus adentros con benevolente escepticismo. Lo mismo puede decirse del novelista que ve cómo un poeta se sumerge en su mundo o del autor teatral que ve cómo a un actor le da por crear él mismo los personajes que tantas veces representó en el escenario. En el fondo de estas reacciones tan escépticas radica un parcial, cuando no dogmático, concepto de lo que debe ser la creación literaria, es decir, una práctica que, en mi opinión, conlleva un afán abierto, flexible, liberalísimo, de interpretar la realidad -tanto la aparente como la subterránea- a través de los más variados caminos.

No ocultaré, por obvio, que todas estas consideraciones nacen de mi propia experiencia, del caso de un poeta que busca placenteramente en la narración nuevas vías de expresión para su mundo. El lenguaje habitual utiliza para los frutos de este tipo de empeños una expresión muy precisa: novela de poeta. No es frecuente que el lector o el crítico hablen de poemas de novelista -aunque sí de poemas prosaicos- o de drama de filósofo. Sí tenemos noticias de la novela de un novelista, pero, aparte de su carácter anecdótico y eufónico, esta expresión no tiene razón de ser. Por supuesto que tampoco nadie habla nunca de poesía de poeta. Sin embargo, el calificativo de novela de poeta sí es, muy corriente y, en buena lógica, debe de tener sus arraigados fundamentos para que de ella hagamos uso con tanta comodidad. De entrada, nos preguntamos si el género poesía no será consustancial al género novela.

Además de por su adquisición rítmica y vertical, la poesía también se distingue de la prosa por su concisa intensidad. En un puñado de palabras, el poeta puede decir lo que a veces -no siempre, claro está- se nos narra en una novela, especialmente si esta novela es de aquellas que a simple vista consideramos lírica. Por tanto, cuando el poeta deja provisionalmente a un lado la poesía para escribir novela, ¿no estará intentando prolongar al máximo ese aipbicioso grado de intensidad que por norma persigue el poema? ¿Y no lo hará -harto de tanto rigor- aprovechando el amplio tiempo de la prosa, el largo respiro y la comodidad que supone el relato?

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Uno acaba preguntándose, a la hora de valorar la interrelación de los géneros literarios, si ha existido en realidad alguna novela, a lo largo de los tiempos, desde sus orígenes bizantinos, que no haya sido novela de poeta, aunque quienes las escribieran hayan sido magistrales novelistas. Si buscamos emoción, intensidad y amplitud de criterios, no tendremos por menos que afirmar que los fines últimos del novelista son los mismos que los del poeta. Porque si la misión del novelista debe ir más allá de fotografiar la realidad (como haría con más recursos y efectividad el cine o la fotografía), o dar testimonio deella (como haría con más urgencia y vivacidad el periodista), o del razonar en profundidad sobre el ser (como lo haría el filósofo), ¿por qué el novelista no podría ser esencialmente un poeta, y expresarse poéticamente, y utilizar algunas de las ventajas formales y todas las de contenido de la poesía?

Cuando escribo estas líneas recuerdo la noticia del fallecimiento de Robert Graves, uno de los escasísimos poetas de nuestro tiempo consciente de serlo, fiel a los sacrificios y a la dimensión de su oficio. ¿Son sus espléndidas narraciones novelas de poeta? ¿Es también la novela histórica una modalidad espuria de la narrativa? El éxito queúltimamente tiene la novela histórica parece demostrarnos lo contrario. De Marcel Proust -quizá el caso más evidente- a Lampedusa y de Durrell a Miller, la lista de prosistas fieles a la atmósfera poética sería interminable. El talante o los dones poéticos de la novela podemos además rastrearlos mucho más atrás, de Gil y Carrasco a Cervantes, a pesar de que este último nos dijera, en un gesto de modestia, que no disponía de la gracia suficiente. Es obvio que en no pocos casos el novelista encubre al poeta. La de poeta es una condición más amplia de lo que creemos. Tampoco faltan los poetas que ni siquiera han escrito un solo verso en su vida. Me refiero, claro está, por extensión, a todos aquellos seres que sintonizan con el mundo de la poesía, con el mensaje esencial que ésta irradia. Lo que no es poco.

Otro tópico tan manido como el de novela de poeta podría ser el de novela autobiográfica. Me pregunto si en puridad puede existir alguna novela que no sea en su raíz -más o menos enmascarada o ensoñada- autobiográfica. No cansaré al lector repitiendo

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Contra el dogmatismo de los géneros

Estas reflexiones, nacidas sin el más mínimo afán teórico ni, por supuesto, polémico, pudieran, sin embargo, iluminar el cada vez más gaseoso e inaprehensible panorama de la novela y librarnos de los dogmas y de las imposiciones de última hora. (La reiterativa insistencia en la huera retórica del boom y los espasmos de los epígonos joyceanos serían las más patentes.) Después de Joyce, todo es relativo a la hora de hablar de los límites de la narración, pero cómo ignorar -entre otros- los recursos líricos, poéticos, históricos, autobiográficos, de la novela? Si bien es verdad que aprovechando esta imprecisa situación nos han colado no pocas obras insulsas, tampoco es menos cierto que en esta imprecisión radican los dones y virtudes que la novela posee. Es decir, su capacidad para resumir el resto de los géneros literarios, para beber libremente de todos ellos sin premeditados desprecios, temores o imposiciones.

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