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La aventura del referéndum

Cuando a finales de marzo de 1984, al margen de un encuentro sobre La cultura española ante el nuevo siglo, expuse en la vieja universidad de Salamanca las razones por las que me parecía altamente improbable que se celebrase el referéndum sobre la OTAN, choqué de inmediato con una barrera de asombro e incredulidad que poco a poco se convirtió en asentimiento y aprobación. Los argumentos, basados en consideraciones de política internacional, parecían calar en los oyentes: cabía mostrar las ventajas que para las difíciles negociaciones comunitarias tenía la promesa de un referéndum que comportaba el riesgo de salir de la OTAN, así como los inconvenientes graves que supondría realizarlo una vez ingresados en la Comunidad, sin otro objetivo que ratificar la situación dada, que, a diferencia del pasado, contaría con el apoyo de la inmensa mayoría del arco parlamentario.Ha transcurrido entretanto año y medio, tiempo en el que el presidente no ha desperdiciado ocasión para asegurar que habrá referéndum. Al salir de la ambigüedad calculada (no se olvide en esta España tan olvidadiza que la incógnita era no si habría referéndum, que se daba por descontado, sino cuál sería la posición del Gobierno respecto a la permanencia de España en la OTAN) se decidió hace ahora un año no dar marcha atrás en lo que concierne a la celebración del referéndum. Por haber cambiado en lo sustancial -de inclinarse a la salida se pasa a defender la permanencia- habría que mantener al menos la promesa formal de una consulta, ignorando el consejo de Maquiavelo de que los ultrajes necesarios, todos de una vez y no paulatinamente. Al contemplar cómo se desliza el Gobierno cuesta abajo y sin frenos hacia el referéndum he acabado por admitir que muy bien podría cumplir su promesa, justamente cuando por doquier, incluso en el partido gobernante, tropiezo con no pocos escépticos que sospechan que el Gobierno respiraría tranquilo si un obstáculo insuperable interrumpiese tan loca carrera. Lo que hace un año era posible puede haber dejado de serlo, y de poco sirve ya especular con los trucos más desatinados o más pillos para impedir un error que hay que calificar de mayúsculo.

"Hasta aquí podríamos llegar", exclamará algún lector al límite de la paciencia, "con que constituye un error mayúsculo el que un partido cumpla con sus compromisos electorales; pero, hombre de Dios, qué idea tiene usted de la democracia al considerar positivo el que se escamotee al pueblo la posibilidad de decidir sobre un asunto que tanto incide sobre su destino. Debe celebrarse el referéndum, primero porque ofrece la oportunidad de que el pueblo español se pronuncie en una cuestión de la máxima gravedad; sólo la derecha, con su peculiar manera de entender la democracia, se atreve a argumentar en contra de una consulta popular. Segundo, porque el partido gobernante así lo ha prometido en su programa, y a dónde iría a parar la credibilidad de los partidos, y con ella la de todo el sistema democrático, si las promesas electorales que pueden cumplirse con la sola voluntad del Gobierno quedasen incumplidas. Déjese usted de zarandajas y ponga las cartas boca arriba, manifestando claramente por qué teme tanto que el pueblo español sea consultado en la cuestión de la OTAN".

Lanzarse a cuerpo limpio a poner en tela de juicio las dos tesis que ha defendido mi interlocutor imaginario y que, si no me equivoco, reproducen bastante bien la argumentación de la izquierda que reclama el referéndum puede levantar algunos malentendidos y no pocas ampollas. Soy consciente de que se trata de una tarea ingrata, que estimo no menos oportuna. Nada más corruptor que la mentira; y sobre la realidad española hemos vuelto a acumular en corto plazo una cantidad excesiva.

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Empecemos por recordar, algo elemental que apenas será objetado, a saber, que las democracias representativas de nuestro tiempo, con todas sus ventajas e inconvenientes, poco o nada tienen que ver con el ideal democrático que, en último término, identifica gobernados y gobernantes. Tanto es así que ya nadie se sorprende de que votemos todos y al final prevalezcan los intereses de los más pudientes. Importa, por tanto, distinguir entre las reglas del juego democrático y los principios democráticos de legitimación. Cuando de alguna manera ambos se solapan, el sistema funciona; cuando se distancian, empieza a cuartearse; si llegan a oponerse, amenaza el derrumbe. Para entrar y salir de la OTAN, en un régimen de democracia representativa, basta una mayoría parlamentaria: es la regla. Existió esta mayoría cuando entramos, y, dado el giro efectuado por el partido socialista, sigue existiendo de manera aún más contundente. En estas condiciones, nada más inoportuno que una discusión pública sobre la legitimación democrática de esta regla, sobre si por encima de la voluntad del Parlamento en algunas cuestiones cruciales convendría tener en cuenta la voluntad del pueblo, libremente manifestada en referéndum, sobre las ventajas e inconvenientes de las formas- de democracia directa frente a la democracia representativa y parlamentaria que tratamos de construir. Y no es que piense que el actual orden democrático sea la perfección suma o que no haya que discutir estas cuestiones; pero en las actuales circunstancias, muy lejos de haber asentado sólidamente una modesta democracia parlamentaria, creo que no está el horno para cocer mejores panes.

Me resisto a aceptar el prejuicio, harto extendido, de que es siempre más democrático que se celebre una consulta popular: dependerá de muchas y muy diferentes condiciones. Sería demasiado simple, además de injusto, tildar de dictatorial el recurso al referéndum únicamente porque sea el tipo de consulta que prefieren las dictaduras; pero los españoles que han alcanzado mi edad hemos asistido a algunos plebiscitos amañados en el pasado, desarrollando una susceptibilidad especial en este campo.

Sí, pongo en duda que sea más democrático el que se celebre el referéndum anunciado que el que se suprima. Porque, salvo el señor Carrillo, nadie pensará a estas alturas que la permanencia de España en la OTAN depende del resultado que se consiga en las urnas. Ya la normativa aplicable establece que el referéndum no es vinculante. Si tras una campaña oficial aplastante, que enfrentará de nuevo a los buenos españoles, razonables, sensatos, dispuestos a "rechazar cualquier aventura", con esa minoría de exaltados, tontos útiles, vendepatrias, que se encuentran hasta en las mejores familias, resultase que contra toda la lógica del poder -también la televisión tiene sus fallos- ganaban los numantinos, que España sabe dar de cuando en cuando, decididos a oponerse al imperio, sin razón y sin esperanza, simplemente porque sí, por mor de independencia y de libertad, entonces podrían pasar muchas cosas, algunas incluso bastante desagradables; pero no se espere que este Gobierno, ni cualquier otro que lo sustituya, nos saque de la OTAN.

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No me parece demasiado atractivo un referéndum que, cualquiera que fuese el resultado, no afectará en nada a la cuestión que plantea, teniendo, en cambio, tanto si lo pierde como si lo gana el Gobierno, efectos nocivos para la frágil democracia española. Veamos el primer escenario posible. El Gobierno orquesta una buena campaña y consigue una mayoría decente para su propuesta. Se confirma el carisma del líder que ha arrollado tanto a la izquierda, que incluye todavía a parte de la familia socialista, como a la derecha, obligada a votar a favor de un Gobierno al que se opone. El campo está despejado para una victoria aplastante en las próximas elecciones. Precio que paga la joven democracia española: se refuerza el carácter caudillista de nuestro sistema de partidos; queda triturada la oposición, tanto a la izquierda como a la derecha de un PSOE en solitario, cada vez, más monolítico e intolerante.

Segundo escenario: después de haberse comprometido a fondo, el Gobierno pierde el referéndum. Quedan tocados de ala un líder y un partido que muchos españoles consideramos lo mejor entre las opciones posibles. Las personas pueden sustituirse, más difícilmente los equipos, casi imposible, toda una clase política. Aquí yace el verdadero problema, al poner de manifiesto la disfuncionalidad de una clase política que casi sin excepción apoya la permanencia de España en la OTAN, mientras que la población habría votado mayoritariamente que no. Un referéndum perdido, significaría un golpe fuerte a la legitimidad democrática del actual régimen, y con los conflictos que arrastramos -pienso sobre todo en el nacionalismo periférico- es una expectativa que me gustaría poder eliminar. Si nos llevan a un referéndum irresponsable, que nadie apele luego al sentido de la responsabilidad por el conjunto del Estado para votar en Contra de convicciones e ideales.

El referéndum es inútil, en cuanto nada cambia sobre nuestra permanencia en la OTAN, a la vez que nocivo para esta democracia todavía en mantillas, porque si lo gana el Gobierno machaca a la oposición y si lo pierde coloca al Parlamento enfrentado con una buena parte de la sociedad. ¿Por qué se empeña el Gobierno en mantener su promesa formal de celebrar el referéndum cuando ha dejado caer el único sentido que tenía: apoyar la decisión de salir de la OTAN? El acervo más preciado de un político, como de cualquier hombre de bien, es el respeto y credibilidad que goce entre sus conciudadanos; cada cual ha de saber lo que dice y luego. atenerse a sus consecuencias, pero si se cambia dé opinión en una cuestión fundamental -de sabios es enmendar- hay que explicar las razones y no agarrarse a argumentos conocidos antes de 1982 y que entonces se criticaban con el mismo ardor que ahora se venden como evidencias indestructibles. Cierto, la polémica en torno a la celebración del referéndum ha servido para amainar la discusión de fondo sobre los motivos del cambio.

El único criterio que se ha tenido en cuenta es uno exclusivamente electoralista: cuáles son los costes de que no haya referérídum. Lamentablemente, la dirección del partido no ha puesto en un platillo el precio si se abandona el referéndum y en el otro el que la democracia tendría que pagar de celebrarse. Hasta ahora la mejor virtud de los socialistas había consistido en anteponer los intereses generales de la democracia a los meramente partidarios. Confío en que al menos en este punto no haya que dejar constancia de cambio alguno.

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