_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Cáncer

No puede descartarse que con la dolencia de Reagan el mundo aprenda un nuevo trato con la muerte. Ocioso es recordar la influencia norteamericana en la cultura. La muerte no es ya con Reagan una embozada asechanza. Por el contrario, toda su fórmula y vicisitud aparece bajo los focos para ser observada y televisada. Frente a la muerte antigua, protagonista de designios secretos sobre la víctima, la muerte contemporánea carece de misterio y de voluntad. Es una muerte boba.Morir ha constituido, tradicionalemnte, una adornada lucha donde un ser animado combatía, hasta la extenuación, contra otro ser protervo, además de azaroso. Y esto ha constituido la parte central de su pavorosa amenaza. Es decir, su arbitraria e imprevisible decisión atribuida a una inteligencia infinita.

Nadie, por otra parte, conocía, como consecuencia de su excepción, su rostro. La veíamos, a veces, manifestarse en una herida abierta o en un diagnóstico inextricable, pero más allá de ese diseño nudable, su faz era la de un aliento total y no importaba tanto el sello marca final con que marcara a su presa.

Con el cáncer televisado, sin embargo, la muerte desvela su limitada categoría. No es enigmática ni abismal. Ni siquiera dispone, concretada en una excrecencia ciega, el ápice de inteligencia que acredite sus designios. Es tan sólo masa, obesidad. Obra como un volumen perezoso que no sabe, ni elige. Su capacidad de mirada es igual a cero e ignora, en consecuencia, el placer de hacer sufrir. Morimos, los seres humanos, invariablemente con el cáncer, a manos de un peso lerdo que ni siquiera nos codicia. Se establece ahí, en el paisaje de nuestro pulmón, junto a la umbría del hígado, con indiferencia total.

Morimos a manos de un incómodo adverso, pero ha desaparecido ya el paralelismo entre la grandeza de la vida y la magnificencia de la muerte. El tumor maligno es intrínsecamente tan vano como el tumor benigno. Ninguno de ellos se relaciona con la famosa hazaña de derruirnos el nombre. Ni siquiera cabe atribuirles que distingan entre la arquitectura de un un hombre o de un conejo. Mata sin querer, pero aún más: sin queremos.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_