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Policía, justicia y democracia

La Constitución vigente, al mismo tiempo que daba al nuestro país una forma estatal que se ha llamado plásticamente de las autonomías, sentaba las bases para poner fin a algunas modalidades heredadas de existencia política autónoma dentro del Estado. Una de ellas, aunque no ciertamente la única, pero sí emblemática por su significación, era la disfrutada por el aparato policial.No quiere decirse con ello que este último careciera de alguna suerte de anclaje en la línea de gobierno. Se daba, desde luego, pero de una manera peculiar, al extremo de ocupar el dispositivo de seguridad el propio corazón del Estado.

Es precisamente ese desplaza- miento del centro de gravedad de la gestión de la polis a las instancias represivas, esa perversión del sentido del orden jurídico, del orden público y de las actividades destinadas a su preservación, esa panpolicialización de la convivencia civil, lo que dotó a la institución policial de una relevancia patológica, de un exceso de presencia; de una independencia real, en fin, que fue desde luego funcional al orden predemocrático, pero que constituye una pesada herencia en la eventualidad, como es el caso, de una transición democrática. Al menos mientras se llega, como probablemente todavía no haya sido el caso, a poner las cosas institucionalmente en su sitio.

La verdadera dimensión del problema la da, en el ámbito legislativo, el hecho sintomático de que mucho antes de pensar en reconducir la práctica de las fuerzas del orden público a la exigencia constitucional, haciendo descender a la policía judicial del plano de la retórica, se decidiera reforzar hasta el límite la legislación excepcional, plegando la norma a aquel modus operandi peligrosamente deficitario en el plano de las garantías. Y probablemente realimentador por eso del propio fenómeno al que se trataría de combatir.

El caso Ballesteros y el clima de opinión creado en tomo al mismo, es también un indicador de inestimable significación en apoyo de lo que se dice.

No ya cierta Prensa, que se entendería, sino altas instancias policiales y del Ministerio del Interior, han sembrado dudas en torno al trabajo de unos jueces que, cumpliendo la ley vigente, la aplican incluso cuando ello puede ir en perjuicio de un comisario. Y se nos quiere convencer de que lo grave es esto último, y no que la noticia criminis aflore en una dependencia pública y la prueba fluya cristalina de un inocente libro de telefonemas. Todo ello, después de vencer durante años resistencias y pasividades obstructivas que pueden llevar a la evidencia -ésta sí una evidencia preocupante- de que alguna articulación estatal pudiera aspirar a una privilegiada exención del principio de legalidad, al derecho (?) a regirse por una lógica diversa, e incluso a veces antagónica, de la que inspira a un órgano Jurisdiccional en la aplicación de ley en vigor.

En esta increíble ceremonia de la confusión no es tampoco raro ver cómo se juega a la perversión de las palabras y a la subversión sofística de los razonamientos.

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Así, se reprocha también a los jueces la desmoralización de la policía. Como si, en la eventual contradicción entre alguna moral de cuerpo y la que inspira y late en la legalidad democrática, no fuera esta última la llamada a prevalecer. Como si el camino de la ética policial no tuviera que pasar inexorablemente por la conformi dad y el respeto a los principios del ordenamiento y fuese incompatible con el debido control jurisdiccional. Se ha dicho, también en la misma clave de interesada ambigüedad e induciendo al equívoco -y cual si se echase aquí de menos-, que en algún país (Italia), los jueces están junto a la policía en la lucha contra la criminalidad terronsta. Naturalmente, porque allí, aunque no todo el monte es orégano, se ha respetado esorupulosamente y hecho realidad el principio del juez natural. Porque en lugar de apartar -como aquí- al juez de la investigación centralizándolo, desnaturalizando el carácter procesal de una parte importantísima del procedimiento, se ha dado efectividad a su función de dirección del mismo desde el primer momento.

De este modo, aun siendo inaceptable el sentido de tal evocación de la realidad y la legalidad comparada, sí vale como indicación de la única vía constitucional y posible para poner fin al presente statu quo de conflicto estructural y funcional entre policía y justicia. Que, por cierto, existe, y en este punto es mejor no descansar en falsas afirmaciones tranquilizadoras.

El control judicial de las actividades de la policía -desde luego, allí donde realmente se da, y también en el orden de los principios- es una conquista histórica que se orienta a poner fin a prácticas aberrantes bien conocidas y documentadas. La eliminación de ese control, donde se produce, abre la puerta a un posible retorno de aquéllas, crea zonas francas de fiscalización jurisdiccional, desvaloriza desde un punto de vista jurídico-procesal los resultados obtenidos de esta manera, resta productividad y eficiencia al proceso. Dificulta y enrarece las relaciones entre momentos de la institucionalidad estatal que en una concepción democrática de ésta se necesitan recíprocamente.

Desde otro punto de vista, parece que resulta necesario afirmar que no es precisamente fácil, ni mucho menos agradable, para un juez, emprender actuaciones dirigidas contra funcionarios policiales. Y que cuando alguna de éstas afecta a un número de agentes que pudiera parecer exagerado, ello obedece a que, contra toda lógica, es ése el de los que se dice por la autoridad correspondiente que han entrado en relación personal directa con el presuntamente torturado durante la detención. Por lo demás, existiendo como existe junto al instructor un fiscal, y la posibilidad de asistencia letrada desde el primer momento de las actuaciones, y la de recurso ante otras instancias jurisdiccionales frente a cualquier resolución, sólo desde la (no presumible) ignorancia de estos datos o a partir de algún otro ánimo que el de la claridad y la recta información, puede sugerirse que la magistratura, o sectores de ésta, practican impunemente cierto tipo de actividades procesales como deporte. O que es el miedo el que ocupa el lugar de los indicios o de las pruebas.

¡Y qué decir de la ignominia de tratar de sembrar en la opinión cualquier sospecha de insensibilidad en los medios de la justicia para apreciar en todos sus dolorosos perfiles lo que supone, lo que está suponiendo desde un punto de vista humano, individual y, colectivo, afrontar al terrorismo a pie de obra!

Los jueces de este país tienen, qué duda cabe, muchas cuentas que rendir, y también mucha casa o palacio que limpiar, de antes y de ahora. Pero no es justo ni democrático hacer de ellos, y menos cuando dan cumplimiento a un deber legal, el cómodo chivo expiatorio de males cuyas raíces están claramente en otra parte.

No es lo malo -con ser legítimamente lamentable- que se incoen ciertas causas. Lo grave es que un comisario pueda tener o entender como deber algo que se estrella con el Código Penal con la misma fuerza que lo hizo el coche de tres fugitivos, procedentes de Francia un día aciago, contra la barrera de un puesto fronterizo. Lo grave es la recurrente presencia de indicios de atentados contra la integridad de las personas en dependencias policiales. Como lo es también, porque el tema dé para más y en otros ámbitos, que la intimidad y el derecho a la vida privada puedan ser en muchos casos un valor de no demasiada cotización en la práctica de cierto tipo de servicios. O que resulte tan inasequible para un fiscal de ejemplar dedicación y tenacidad, nombrado ad hoc, coordinar la lucha antidroga de los dos cuerpos que la protagonizan. O que con preocupante frecuencia una parte de la heroina capturada se pierda antes de llegar -a los juzgados.

No existe ninguna razón plausible (ni siquiera la perversa sinrazón del terrorismo que nos golpea) que haga buenas todas estas cosas. Sí cabe formarse una idea de lo complejo que debe ser reconducirlas. Pero la información veraz, la transparencia, una cierta racionalidad en el tratamiento de algunos asuntos, podrían al menos alentar la confianza de que en esto no se espera desesperanzadamente. A sabiendas de lo particularmente dificil que. tiene que resultar en este campo, con aquellos polvos y estos Iodos, andar el camino de la democracia.

Perfecto Andrés Ibáñez es magistrado y miembro del Consejo General del Poder Judicial.

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