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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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¿Sin señas de Identidad?

"¿Qué seré cuando sea mayor?". Esta pregunta infantil y adolescente empieza a perder todo su sentido en la sociedad posindustrial. Ya casi nadie es una determinada profesión. La propia palabra vocación empieza a ser mal vista en nuestra época y constituye un simple recuerdo de tiempos pasados, que evoca actitudes románticas y poco realistas. En nuestro tiempo las carreras se convierten en simples currículos, la especialización -que tanto dio que hablar a los apocalípticos- está desespecializándose y los profesionales se desprofesionalizan: el escáner sustituye al médico de cabecera, desaparece el trabajo individual para ser sustituido por el del equipo, las profesiones son intercambiables y la de mayor difusión, la de ejecutivo no se sabe muy bien qué conocimientos específicos -de contenidos- encierra o en su caso requiere. Y, por último, el mundo se divide en dos parcelas, nunca del todo separadas, que coexisten y se interpenetran: la del mundo formal, integrado y corporativo, y la de otro mundo perfectamente informal, afectivo y subterráneo, que forma tal vez el sustrato del que se va nutriendo el anterior.

Tener una vocación en la vida comienza a ser difícil. A menudo, aquella pregunta clave "¿Qué serás cuando seas mayor?" tenía su razón de ser en un mundo en el que la elección de la senda profesional era una realidad para muchos.Ahora, a la carrera se le llama currículo, y la autorrealización empieza para muchos a concebirse precisamente sólo fuera de ella y en contraste con ella. ¿Qué ha ocurrido? Es como si fuéramos hacia un mundo de profesiones difusas. Hacia un mundo en el que prevaleciera simbólicamente sobre todas ellas la del ejecutivo.

Tener una vocación en la vida comienza a ser difícil, cuando no a estar mal visto. La misma expresión vocación suena ya trasnochada. Si alguien habla hoy de su vocación con seriedad, puede ser tomado por iluso, por un ser romántico y poco realista. Y, no obstante, la vocación era, aún no ha mucho, un valor cabal de individualismo. Análoga en un principio a una llamada poderosa de la vida religiosa, se extendió primero a artistas y poetas, y más tarde, a gentes de carrera y hombres de empresa. Vino a ser el sello de todo profesional con pundonor. El aura vocacional consagraba al cirujano, al letrado, al arquitecto, al capitán de industria. Llegó a aplicarse al inventor, al aventurero, y ya, perdidos los límites, hasta al político y al revolucionario. La vocación dignificaba los trabajos y los días del hombre ambicioso y competitivo, era su soporte moral y lo que le hacía parecer único e irremplazable en un mundo venerador de la individualidad.

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La vocación era la consecuencia de aquel imperativo que nos trajo la civilización secular y que, transformado, no ha desaparecido, ni mucho menos: el de realizarse o autorrealizarse en la vida (aunque hoy la cosa se haya trivializado: realizarse, a menudo, es sinónimo de pasarlo uno bien). Poco importaba la impertinente presencia de la desigualdad social: ¿tenía acaso el labrador o el obrero posibilidad alguna de permitirse el lujo de una vocación? ¿Qué especie de vocación tenía el muchacho de clase media. predestinado a la academia militar o al seminario por edicto paterno? ¿Cómo era posible la vocación castrense o sacerdotal antes de la misma adolescencia? Mas la cosa no era tampoco sólo una mera y poderosa ficción. A menudo, aquella pregunta clave "¿Qué serás cuando seas mayor?", que los mayores hacían a los menores, tenía su razón de ser en un mundo en el que la elección de la senda profesional era una realidad para muchos.

Ello les obligaba, en su mocedad, a examinar las propias posibilidades para decidir la carrera a seguir. La inspiración, la vocación, solía llegar después, pero se convertía en el impulso del tesón necesario.

Para los hombres (a las mujeres se les suponía sólo una vocación difusa a lo doméstico, maternal y subordinado), la imperativa autorrealización pasaba, pues, por poseer vocación y ser poseídos a la postre por ella. Era parte de una mentalidad triunfante y también de una ideología. La vocación era (incluso póstumamente para artistas e inventores) parte del triunfo mundanal, sustituto del acceso al cielo en un universo laico. La vocación engendraba la carrera (aunque fuera al revés) y la carrera lo era todo. Ahora, a la carrera se le llama currículo, y la autorrealización empieza para muchos a concebirse precisamente sólo fuera de ella y en contraste con ella. ¿Qué ha ocurrido?

La pericia universal

Solían hablar los críticos de los excesos que la especialización en el trabajo, la técnica y el saber habían traído en nuestros tiempos. Veían con ello el amanecer de una nueva barbarie, protagonizada por quienes sabían cada vez más y más sobre menos y menos. No andaban del todo descaminados, pero lo que no preveían era que fuera a producirse un cambio de sentido en esa corriente de división creciente de las tareas y el conocimiento.

En una primera fase de la especialización, las pericias y conocimientos de cada rama de actividad divergieron entre sí cada vez más. El trabajo de cada cual se iba haciendo más arcano para quienes eran ajenos a él. En la medida en que ocurría, la integración o complementariedad entre ingenieros, militares, políticos, médicos, aparejadores, marinos, periodistas, químicos, ideólogos, tenía lugar mediante un vasto proceso de funcionalidad mutua. Se realizaba en el seno de un vasto mercado interprofesional, bienquisto de los de arriba y apoyado sobre los de abajo. Ese orden social, competitivo y emprendedor, vocacional, duró bastante tiempo. Quienes lo poblaban se sentían sólo amenazados por alguna posible oleada revolucionaria o algún descalabro de igual índole, como pudiera ser una mal llevada guerra, pero no por una fuerza anónima y subterránea. Pero es ésta la que lo está cambiando.

Andando el tiempo, la especialización de las tareas, sin perder nunca su rasgo de concentración sobre zonas cada vez más circunscritas de la realidad, ha ido combinándose con la expansión de conocimientos y técnicas ubicuas, universalizables. Una de las que más solera tiene es la estadística, retoño histórico de la sociología y destinada al más extraordinario florecimiento: lo que empezó sirviendo para cálculos demográficos, de delincuencia y de ingresos económicos acabó siendo enser indispensable para la astronáutica, la bioingeniería, la meteorología, la medicina, la hacienda pública, la publicidad, el tránsito rodado y mil cosas más. A ellas se fueron uniendo otras técnicas ubicuas: la radio, la microelectrónica, el proceso de datos y palabras, la telemática, la informática, que venían a reforzar otras técnicas más viejas aún que la misma estadística e igualmente universalizables. Reina de todas ellas era, claro está, la burocracia. Todas juntas forman la panoplia contemporánea de la desespecialización y la despericia.

Expliquémonos con algunos ejemplos: el escáner sustituye el arte del médico de cabecera, los rayos X son usados por ingenieros y arquitectos para comprobar la resistencia de sus materiales, el ordenador se instala en el meollo del aparato fiscal estatal, y la televisión y el radar vigilan el tránsito del aeropuerto y el de la portería de mi morada. Todas estas técnicas deben hacerse accesibles por igual, o casi por igual, a todos, y tienen que ser dominadas por los más diversos profesionales y especialistas en campos de actividad igualmente diversos. Surge así un nuevo lenguaje común, una lingua franca tecnológica, cuyo desconocimiento relega a la marginación o pone fuera de combate a quienes desean tener acceso a las carreras remuneradas y socialmente codiciadas.

Miembros de un equipo

Diríase que las neotecnologías crean sus nuevos expertos y aumentan así el especialismo. Aunque ello sea verdad, lo significativo es su ubicuidad y su fuerza homologadora de profesiones en principio muy distintas entre sí. Producen, además, otros efectos: su inmensa eficacia exonera al profesional de su responsabilidad, lo libra de su arte, lo separa de su vocación. La tecnología manufactura el diagnóstico, diseña la aeronave, sondea el mercado. Para incontables legos, el profesional no pierde, con ello, su aura. Con afán se ejercita éste en mantener el avance de la informática, la robótica y, en última instancia, la inteligencia artificial mediante una pretensión de dominio exclusivo sobre ellas.

Hay también una lingua franca psicosociológica. Los conocimientos que poseen los profesionales de nuestro tiempo son tan especializados que difícilmente encuentran aplicación útil si no se integran con otros. Por ello, el profesional que dominaba su arte ha sido desplazado por el equipo. El despacho de abogados, el estudio de arquitectura o el equipo médico han sustituido a los profesionales individualistas. El profesional no es un individuo; es un grupo. Dentro de él hay especialistas.

Para trabajar en grupo, en equipo, hay que tener habilidades nuevas que todavía no han entrado a formar parte de las enseñanzas tradicionales de cada gremio, pero que son hoy el núcleo de las de perfeccionamiento profesional. El especialista tiene que estar versado en técnicas de comunicación; debe conocer los mecanismos que facilitan la integración grupal; debe estar capacitado para ejercer, si llegara el caso, un liderazgo adecuado sobre sus compañeros y subordinados, motivándolos, coordinándolos y controlando su rendimiento. Cierto lenguaje de la psicología y la sociología, traducido a técnicas de intervención e ingeniería microsocial, se ha convertido en lenguaje casi universal que, desprovisto de la raíz crítica con que nació, los especialistas deben hablar y comprender para moverse con soltura y no ser marginados por los nuevos profesionales: los equipos.

Ejecutivo: profesión de profesiones

El individuo se debate por encontrar su identidad dentro de estos grupos. Le impulsa el deseo de salir del anonimato en el que está sumido, le frustran las limitaciones que le impone la razón práctica grupal y le somete la necesidad. Acabará integrándose, automarginándose o luchando por convertirse en el líder. Si no lo consigue reproducirá el esquema una vez más: crear otro grupo dirigido por él.

¿Sin señas de identidad?

Es como si fuéramos hacia un mundo de profesiones difusas e inferior situación social al que antaño tuvieran. Hacia un mundo en el que prevaleciera simbólicamente sobre todas ellas la del ejecutivo. Ejecutivo como arquetipo de toda ocupación importante. No es que el médico jefe de un hospital, el general de división, el planificador del territorio, hagan lo mismo, ni siquiera que se parezcan entre sí. Es que todos ellos, a su vez, empiezan a asemejarse a su arquetipo: un abstracto ejecutivo. Ejecutivo ejecutor de órdenes anónimas, de estrategias (sanitarias, económicas, bélicas, educativas) según criterios elaborados por comités, comisiones, subcomités y subcomisiones, previas consultas a consultores, acopios de datos, manipulación informática.También ellos tienen su lenguaje común: el de la planificación y la organización. Y sobre todo, el de la dirección, el del management. El profesional que aspira a ocupar algún día un cargo ejecutivo tiene que socializarse casi inevitablemente en esta subcultura. Proliferan las instituciones que ofrecen los medios necesarios para conseguirlo, respaldando con su prestigio y sus títulos el tránsito hacia la profesión de profesiones.

Situación límite

Claro es que ésta es una situación límite a la que, por fortuna, no es posible llegar. Así, aunque la certera mano de un cirujano pueda llegar a ser suplantada algún día por herramientas de infinita complejidad y rayos láser de precisión absoluta, aunque las decisiones más complejas las tome un anónimo equipo de especialistas, nadie podrá equiparar esa profesión con la de un profesor de metafísica. De lo que hablamos es sólo de tendencias, pero de tendencias descollantes que están mudando ya las expectativas de cada cual para realizar su individualidad y dar un rumbo satisfactorio a su vida.

El héroe melancólico del Hombre sin atributos era, tal como Robert Musil nos lo presentó en su novela inmortal, un extraño y paradójico precursor del profesional desprofesionalizado. En realidad, sus atributos, sus buenas cualidades de hombre de sociedad, matemático diletante, filósofo ocasional y seductor sin pasión volcánica le daban un perfil específico, como el de un testigo de excepción del fin de la era burguesa. Nada más lejano al ejecutivo arquetípico de hoy, huero de reflexión, vano en su persuasión de ser importante, señor de mandos intermedios y técnico sin nombre contemplando panoramas geométricos desde su alcoba de aire acondicionado y moqueta acrílica, amigo inseparable de un terminal por el que emite y recibe órdenes. Y, sin embargo, hay algo en la intuición de Musil que une, por un hilo conductor, a su creación con la que ha engendrado nuestro mundo 100 años después.

Solían dividirse las gentes entre ricos y pobres, poderosos y humildes, nobles y villanos. Cada época, según convenía, ha echado mano de estas útiles clasificaciones, no por los groseras menos elocuentes. Hoy hay una tendencia a dividir a las personas entre los que están y los que no están. Por ejemplo, entre quienes gozan de empleo y los parados, o entre los integrados y los marginados. Si se nos permite hacer una pareja simplificación, diremos que en el mundo de hoy hay una división muy señalada entre quienes están encuadrados en sus empresas, organizaciones y burocracias, con los beneficios de un estado más o menos funcionarial, y los demás. Decir que nuestro mundo está corporativizado, que vivimos en una sociedad corporativa, no es más que afirmar que una parte de él, estratégica e históricamente la más notable, se halla vertebrada por una red de organizaciones y empresas formales, ordenadas, especializadas. El resto de los mortales (sin duda alguna, la mayoría en muchos países) se sigue moviendo en el ámbito de la costumbre, la amistad, la artesanía, la convivencialidad, la ansiedad del trabajo aleatorio y la fe en la solidaridad informal de la raza humana.

Los profesionales que están, trabajan al servicio de sus organizaciones y se requiere de ellos, entre otras cosas, que sean polivalentes. Su destino no es el cultivo de su profesión, sino el servicio a la organización donde los necesite. Algunas de ellas hasta sustituyen las titulaciones profesionales de sus miembros por otras adaptadas a sus características. El profesional, al estar, pierde su antigua condición para convertirse en empleado, técnico o ejecutivo de tal o cual departamento o división. Sólo unos pocos mantienen su profesión, que también hace falta. El poder profesional se concentra, en las grandes organizaciones, en pequeñas élites próximas a la cúspide jerárquica. No hace falta más. El resto debe sobre todo ejecutar instrucciones y cumplir órdenes. Deben ser profesionales intercambiables.

Entre ambos mundos hay atracción mutua, fascinación y rechazo, ósmosis. El mundo corporativizado recluta a sus huestes del informal. Su sed de empleo se colma de él. A su vez, el mundo informal, el de toda la vida, se beneficia del aparato asistencial y la prosperidad que el mundo organizado le proporciona. Se prestan mutuos servicios, a pesar de su endémica desconfianza. El informal surge como ejército corporativo de reserva, al tiempo que ejerce la función de subordinación que justifica su existencia. Y luego están los tránsfugas de uno a otro universo. El bohemio que se torna funcionario; el ejecutivo cuyo estrés le hace ver un rayito de luz y opta por salirse, aunque sea a ratos, de lo que Max Weber llamó sombríamente jaula de hierro.

es profesor de Sociología en la universidad de Córdoba. Son coautores del libro La sociedad corporativa y de otros trabajos sobre la temática del presente ensayo.

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