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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Fumar o no fumar

UNA NUEVA asociación integrada por personas ilustres emprende la lucha siempre perdida contra el tabaquismo. Es una lacra social. Pero hay que temer que este movimiento se nutra, una vez más, de formas de intolerancia o de agresividad contra los fumadores. Hay un punto en que las abstenciones, las autorrepresiones o los puritanismos se pueden volver persecuciones, y ya se sabe que en ciertos momentos los que pretenden salvar a los demás tienen tanta fuerza en su fe que pueden hacerles la vida quizá más larga, pero imposible.El uso del tabaco, como el de cualquier otra droga, transmite a quien lo consume una sensación psíquica de desastre: no es capaz de librarse de su riesgo y él mismo repite el acto perjudicial para su salud. Puede llegar un momento en que se convenza de que prefiere esa autosatisfacción, y el hecho de aproximarse un poco más a la muerte, que la salud. Para ayudarle a esa reflexión está el Estado. Estimula un consumo que le produce enormes beneficios fiscales: utiliza para ello todos los recursos de la publicidad. Es también una industria mundial de gran valor económico, en capital y en puestos de trabajo. En todo ello se puede equiparar al consumo de alcohol. En los dos casos la propaganda y la utilización parten de un momento histórico en que no se tenía noción clara de su condición perjudicial -al contrario, se tomaban por estimulantes y por tónicos- y se revistió su uso de un cierto prestigio social: la entrada en la edad adulta, una cierta elegancia, una forma de libertad. Hasta un paralelo con la sexualidad. Una joyería, una moda paralela, se adjuntan al consumo de tabaco, como al del alcohol. Y una poesía, una literatura.

Parece demasiado tarde para retroceder. Cualquier recuerdo de la ley seca y lo que sucedió en torno a ella -una lucha por el poder cuyo resultado todavía es una incógnita- nos hacen suponer lo que podría ser una prohibición del tabaco que, por otra parte, a ningún Estado recaudador se le pasará nunca por la cabeza. Y la cruzada de los no-fumadores contra los fumadores -que en algunos países llega al paroxismo, con victoria para los primeros- puede terminar siendo también una falta grave a la libertad de los demás; está siendo ya una falta de educación.

Cualquier campaña capaz de informar a los fumadores, sobre todo a los prematuros o los incipientes, del riesgo a que se exponen; cualquier intento de presionar sobre los Estados para que renuncien a la propaganda del tabaco -no digamos al monopolio de su producción y comercialización-; cualquier apoyo a quienes deseen dejar de fumar y no lo consiguen (y en torno a este supuesto apoyo hay varias industrias pequeñas pero lucrativas), serán bienvenidos. Pero también es que estas personas dediquen sus esfuerzos a la supresión de las tensiones, las ansiedades, las angustias, las presiones psíquicas, que puedan conducir a otras al consumo del tabaco, al de alcohol o al de las drogas. Sustituir una adicción por otra, una represión por otra, es lo último que los fumadores, y los no fumadores, se merecen.

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