_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Madrid era una fiesta

Cada año, al llegar la primavera Madrid se transformaba en una fiesta para chicos y grandes; para los chicos sobre todo. No en el París de Hemingway, sino en otro alegre y provinciano que anunciaban puntualmente los pregones de lilas de la Casa de Campo. Era un Madrid rural aún, cabeza y corazón de la Península, heredero, a su modo, de Larra y Mesonero, a pesar de que ya el modernismo fuera abriéndose paso Gran Vía arriba, alejándole de la Puerta del Sol, la villa se extendía desde río de Goya hasta los miradores del marqués de Salamanca; desde los cementerios viejos hasta el nuevo; desde una ciudad para universitarios, apenas iniciada, hasta la plaza donde hacían gala de su valor toreros venidos desde los cuatro puntos cardinales. Tranvías de un rabioso amarillo la cruzaban con su eterno lamento, entre un puñado de altivos automóviles, casi tan orgullosos como sus mismos dueños. El teléfono era un lujo al alcance de pocos, como el baño privado, salvo en los pisos más modernos, dotados también de elementales ascensores. Una lenta y callada invasión de fachadas austeras iba empujando día a día, fuera de sus solares primitivos, a aquel Madrid tradicional de ladrillo rojo y oscuros balcones; poco a poco se marchitaban para siempre sus ventanas abiertas al viento del vecino Guadarrama, su agua famosa o la pausada voz de las acacias a lo largo de los dormidos bulevares.Madrid se resistía, luchaba, sin saberlo, por mantener en pie todo aquello que hoy se intenta recuperar, levantar de nuevo para ofrecérselo a una generación que lo ve con ojos bien distintos, que a duras penas se identifica con un tiempo borrado y enterrado.

Aparte de otras fiestas, de corridas dedicadas, no a turistas, sino a autenticos aficionados, el cenit del verano madrileño lo señalaban sus verbenas trashumantes, que desde el río hasta el extremo opuesto de la villa arrastraban consigo un rumor cada año renovado de fervor popular. Desde desmontes desgarrados, aún cubiertos de adobes y pinos, a la vera del ferrocarril, subían hasta el centro ruidosos carromatos, que encerraban los últimos adelantos del noble y viejo arte de entretener o divertir. Llegaban, alzaban sus muros de cañizo o de lona y encendían su mundo de bombillas, que, formando guirnaldas, señalaban el recinto de aquel ruidoso paraíso, salpicado de gangosas megafonías. Era una fiesta en la que, partícipe o no, apenas se conciliaba el sueño, viviendo la noche para, de día luego, sortear escondidas estrecheces que raramente alcanzaban a los chicos. Los mayores vestían aún la misma ropa de los meses fríos, con la chaqueta a mano eternamente y los mismos zapatos, relucientes por sucesivas capas de betún. Todo ello se prolongaba a lo largo de una semana en cada barrio, dejando tras de sí calzadas sembradas de despojos, aceras tapizadas de platos y vídrios rotos, que sólo alguna repentina tormenta se encargaba de borrar. Así no era raro que tanto memoralista venido más tarde de provincias, dispuesto a erigirse en protagonista de la villa, confundiera los tiempos, incapaz de imaginársela con un bosque de norias invadiendo sus calles, barracas de feria y bailes populares. Los eruditos suelen saltar desde don Hilarión hasta la guerra civil y, sin embargo, no fue así, aunque ya la política anduviera en boca de todos, apuntando a un cercano desenlace. Ya los guardias de asalto intervenían en la calle, lanzándose a ella desde sus entoldadas camionetas o desde lo alto de sus caballos, herrados de goma, según unos, para no resbalar; según, otros para caer de improviso sobre los manifestantes. Alguna que otra barricada de adoquines se alzaba cada noche para ser desmontada de mala gana a mediodía, y en tanto las cuestas de la Dehesa de la Villa se animaban con las canciones de los chibiris, especial San Fermín, de la izquierda impaciente, los profesores de los colegios religiosos nos sorprendían una mañana con sus nuevos hábitos: un guardapolvos parecido al de los dependientes de coloniales, como dispuestos más que a enseñar, a servir medio kilo de plátanos. Desde una ventana de aquellas aulas donde ahora el público asiste a un cine para minorías se veía otro cine, pionero del erotismo en la pantalla. La película se titulaba El paraíso de los hombres desnudos, y su novedad consistía en mostrar a los intérpretes de uno y otro sexo desnudos de cintura para arriba.

En el colegio, unos cuantos fueron a verla, a pesar de las amenazas del director, que incluían incluso a aquellos que osaran detenerse ante las carteleras, mas, la verdad es que salieron defraudados, salvo algún que otro comentario apenas susurrado a media voz.

Cuando un tema da mucho que hablar, lee todo lo que haya que decir.
Suscríbete aquí

Así estaban las cosas; entre un recuerdo de pasados exámenes que habríamos de recordar toda la vida y la espera de las vacaciones al otro lado de la sierra, más allá del alto de los Leones de Castilla, tal como bautizó la retórica bélica a aquel paso que muchos conocimos como alto del León, por el mudo testigo de piedra que todavía lo domina.

Allí, la guerra nos sorprendió a mi familia y a mí. Fuimos para tres meses y allí quedamos tres largos años. Hasta entonces a los chicos se nos había enseñado la justicia y el orden, la lógica del premio y el castigo, y ahora, de pronto, todo aquel mundo que habíamos aprendido a querer o respetar se derrumbaba a golpe de disparos. Por encima de nuestras cabezas, del mismo modo que sucede hoy, se alzaba una guerra en la que no contábamos, salvo para sufrir sus consecuencias. Un día terminó tal como había empezado. Nadie nos dijo nada, nadie nos explicó una sola razón capaz de convencernos a favor o en contra. Madrid, para muchos, nunca más fue una fiesta; no sólo para los que acabaron con sus huesos en la cárcel, en el exilio o bajo tierra. Un mundo distinto y duro se puso en movimiento. Atrás quedaba, muy clara y definida, la fugaz y mudable adolescencia. Una nueva etapa se abría ante aquellos que por entonces comenzábamos a asomarnos a la vida. Hoy que Madrid quiere volver a despertar, es de esperar que alcance su destino más allá esta vez de ojivas y misiles nucleares, a lo largo de una tranquilidad civilizada, convertida en día de fiesta permanente.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_