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Religión sin ética

Todo habría sucedido como un movimiento ascendente. Ir despegándose de las religiones concretas, de sus dogmas, de sus ritos, de sus organizadas neurosis. E ir desarrollando sistemas de comportamiento humanamente razonables, aceptables por sus propios méritos y no en virtud de truenos divinos y amenazas eternas. Por eso la ética moderna se presenta como el conjunto de relaciones prácticas entre los hombres, sin otro fundamento que el que emana de la racionalidad de sus propuestas, de las adecuadas justificaciones. Por eso las religiones deberían batirse en retirada. El lugar de la vieja magia correspondería a la nueva moral; una moral natural en vez de supuestas doctrinas sobrenaturales.A los contemporáneos que se sienten modernos les molesta, en consecuencia, que unos mandarines les digan que el aborto es un crimen porque la vida humana es un don de Dios (de su Dios, claro). Tienen toda la razón tales contemporáneos. ¡Cómo no se les ha de seguir hasta ahí! Más aún, me parece que se quedan cortos en sus reproches. Y esto no tanto por los contenidos que puedan defender los obispos o los laicos que hacen de obispos (que es cosa muy suya, ya que cada uno se las apaña como quiere), sino por la incoherencia de llamarse ciudadanos y predicar, al mismo tiempo, contra la ciudadanía. Si fueran inquisidores o entusiastas de Torquemada la cosa -fuego aparte- sería más inteligible. Pero así, no. O que se queden en las cavernas o que salgan a la luz, pero que no anden al sol y sombra.

De cualquier forma, yo no me voy a parar aquí. Porque a algunos nos interesa más la religión que la moral. Me explicaré. Quiero decir que la religión no tiene por qué ser lo que los obispos (o no obispos) dicen y mucho menos su código moral. Tal código no es, desde luego, el de nuestros días. Ahora bien, la lucha entre dos o más códigos morales, con ser un problema importante, no es, en modo alguno, el principal. La religión como experiencia en la que uno topa con límites infranqueables, en, la que uno no encuentra -ni encontrará- respuesta a lo que vaga pero intensamente no deja de preguntarse, es una actitud religiosa de lo más respetable. Porque sólo desde la conciencia de tales contrasentidos surge el gran animal simbólico que es el hombre. Sólo de esta manera se hace el hombre un animal interesante.

Naturalmente, esa religión poco tiene que ver con el paso seguro de los autotitulados creyentes que, confiados en una verdad sin fisuras, definen, alegremente, cada una de las parcelas de este mundo a su antojo, tachándonos a los demás de angustiados, perdidos y sin rumbo. Para éstos tenía, B. Shaw las siguientes palabras: "El hecho de que un creyente es más feliz que un escéptico no tiene más importancia que el hecho de que un hombre borracho es más feliz que un sobrio. La felicidad de la credulidad es una cualidad barata y peligrosa".

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En el asunto de los catecismos, la cuestión no es -al menos no es probablemente lo que más importa- que se vaya contra la corriente civilizadora o que se pongan, una vez más, chinitas a la construcción del Estado a la altura de su tiempo (los Estados siempre suelen estar, y no por fortuna, a la altura de su tiempo). El asunto es que se destruye también la religión. Si los defensores de una moral laica, con una ingenuidad que recuerda los mejores momentos clericales, no hacen, muchas veces, sino mundanizar una ética de estirpe cristiana que perdura lánguidamente y a ello llaman ética, sin religión, los cristianos que invaden el terreno de la acción con doctrinas que vienen del cielo no sólo nos molestan en sus propuestas, sino que nos roban una de las pocas sensaciones que el hombre tendría para estar más vivo. Es la religión a la que se refería un personaje de Thomas Mann en Doktor Faustus: "La religiosidad... juventud del espíritu, espontaneidad, fe en la vida, carrera contra la muerte...". Y si todavía quisiera alguien una frase que, sin duda, escandalizará a oídos muy poco acostumbrados a tales palabras, recordaría esta de Goethe: "El conflicto entre la fe y la incredulidad constituye el tema más hondo... de la historia universal... Todas las épocas en que domina la fe son espléndidas, tonificadoras y fecundas..., mientras que aquéllas en que triunfa la incredulidad se disipan ante la posteridad".

Decir algo por el estilo hoy es exponerse a que le peguen a uno un zapatillazo. Y no es para menos. Hoy habría que coincidir o con la subversión de Nietzsche ante tanto rencor adornado de fe o con la crítica de un Marx, intransigente ante el matrimonio religión-poder. Es comprensible la vergüenza que sienten algunos ante el mismo nombre de religión. Y no tendría por qué ser así. Que la filosofía moderna haya evacuado cualquier autoridad externa o irracionalmente impuesta no elimina la función de la religión. Ésta sirve para señalar que la actitud absolutizadora y cerrada del hombre ilustrado mitifica a lo tonto bajo la capa de la antirreligión, creyendo de este modo en los mismos defectos religiosos que combatía. Pero tal tarea se ha hecho dificil. A Horkheimer, por citar un pensador reciente e ilustre, le trajo más incomprensión que otra cosa. Tan dificil que podría ser conveniente cambiar el nombre de esa experiencia humana. De que ni siquiera se pueda mantener el nombre tienen la culpa quienes han reducido la religión a catecismo.

Su pecado no sólo va contra la moral. El más grande e indeseable es el que cometen contra la religión.

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