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Política y metafísica

Siempre me han maravillado los jóvenes que, antes de cumplir los 20, ya saben todo lo que se puede llegar a saber. Prudentemente han eliminado cualquier inquietud metafísica, convencidos de que, si las preguntas que importan no tienen respuesta, para qué perder el tiempo intentando devanar la madeja con vanos juegos de palabras. Recuerdo a un compañero del colegio que, a los 15, creyó haber descubierto el secreto de la filosofía: emperrarse en defender una proposición absurda, con el fin de adquirir, con un poco de suerte, fama de sabio, esta ya sí un bien de mercado, sobre cuya utilidad no abrigaba la menor duda. Entre los filósofos de éxito -los demás no pasan a una historia ad usum Delphini-, el buen obispo anglicano George Berkeley era el que más le fascinaba. "Mira", me decía, "famoso por haber defendido la barbaridad de que el mundo exterior no existe. Yo sí que le daba la cabeza contra la pared hasta que se enterase de su existencia". Ni que decir tiene que muchacho tan práctico y con tan buen sentido goza hoy de una posición preeminente.Si, además, se tiene la suerte de verse libre de toda bigoterie -perdone el lector, pero la palabra suena mejor en francés, y tampoco están tan lejos los tiempos en que los españoles recurríamos al idioma de nuestros vecinos cada vez que queríamos mostiar esprit-, lo que en nuestros días está al alcance del menor dotado, ya no existe impedimento alguno para comprender a la sociedad y a la política tal como son, una vez despojadas de los velos que piado samente le tienden para consolación de'los de abajo. La cruda verdad es que siempre hubo, y siempre, habrá, pobres y ricos, poderosos y oprimidos, y siendo así, por necesidad, cualquier orden social practicable, comprensible que la política se reduzca a una sola experiencia, el pez grande se come al chico. Para el joven despierto que se entera a tiempo -y nunca falta una voz adulta para revelárselo-, el único objetivo, si es que tiene la desgracia de no ocuparla por derecho de nacimiento, es conseguir, lo antes posible, una posición desde la que pueda dar zarpazos . sin riesgo de recibirlos.

Así pensaban los jóvenes atenienses que acudían a los sofistas a recibir clases de retórica: el don de saber convencer a la gente resulta indispensable, tanto en los negocios públicos como en los privados. Así pensaban, muchos siglos después, mis condiscípulos más aventajados, y así siguen pensando los estudiantes de hoy que, en tiempos de crisis, no están dispuestos a dejarse triturar por un paro académico, en amenazador ascenso. Cierto que todos los tiempos fueron difíciles para una juventud quebusca su lugar en el sol, pero los que valen salen siempre adelante, y éstos son, por definición, los que practican a tiempo -a algunos se les pasa la ocasión- las dos reglas que se necesitan para triunfar: que no tiene ningún sentido oponerse a la corriente y que sólo sirviendo dócilmente a los poderosos podremos contarnos un día uno de ellos.

Tanto como sorprendía a Einstein que lo pensado en teoría pudiera luego comprobarse expenmentalmente me asombra a mí que, a lo largo de la historia, no haya faltado nunca un puñado de soñadores, inadaptados, adolescentes perpetuos, utopistas sin posible curación, empeñados en no aceptar las cosas como, por suerte o por desgracia, son: quién conoce los designios de Dios.

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Como se ve, disponemos de una larga lista de despectivos para tildar a los contemporáneos inconformistas, que son los que verdaderamente molestan; a los de la misma calaña que vivieron en el pasado, después de haberles dado a beber la cicuta, les construimos un monumento en nuestro recuerdo.

¿Cómo es posible que, estando, las cosas tan claras, algunos no se queden tranquilos y piensen que más vale padecer la injusticia que cometerla? Pero ¿qué es la injusticia?; ¿qué la justicia? En mi juventud, en vez de preparar oposiciones, como todos mis compañeros con sentido común, me hacía este tipo de preguntas leyendo a Platón, ese fascinante embaucador que al que atrapa en sus redes no vuelve a soltar. Tanto fue el daño, que hoy me sigo haciendo las mismas preguntas, sin servir ya para otra cosa, cuando por edad hace tiempo que debía haber superado estas cuestiones de adolescente, como aún, el otro día, me recriminaba cariñosamente un viejo amigo.

No tema el lector que lo dicho sirva de introducción para argumentar a favor de la tesis platónica que, sin metafísica, sin el esfuerzo titánico por dilucidar cuestiones tan sutiles como intrincadas, no cabe concebir ni practicar una política que merezca este nombre. A los pocos que pudiera interesar tema tan abstruso, probablemente ya estén

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convencidos de ello. En cambio, los muchos que no han pasado por la academia platónica se rasgarán las vestiduras gritando: ¡horrorl, ¡horror!, ¡mezclar la política con la metafísica! La política tiene que ver con lo real, con la realidad más directa e inmediata, y lo real, sin más zarandajas metafísicas, es lo que está ahí. Pero lo que está ahí, sin más, es el orden social y político existente; si lo identifico con lo real, no hago más que sacralizarlo como definitivo. No hay forma de escapar del dilema: o bien reduzco lo real a lo dado fácticamente, positivismo que no permite más que la reproducción perpetua del orden existente, o bien me paro a distinguir lo real de lo meramente fáctico, salto metafísico, que me permite, por un lado, criticar lo que es desde lo que debiera ser; por otro, preguntarme por los caminos y mediaciones para acercar lo existente a lo que podría y debiera ser, política de cambio que lamentablemente no funciona sin metafísica. No se trata de discutir con los popperianos que andan por -el mundo disfrazados de progresistas, ni mucho menos de polemizar con los que descubren una tentación totalitaria en cualquier proyecto de cambiar las cosas. Otra es mi preocupación en este momento.

En este último año ha ocurrido en España algo que rara vez acontece: algunos de los soñadores, inadaptados, utopistas que en pequeñas dosis, y se diría que por milagro, da toda sociedad han llegado al poder. Gentes que en su juventud, en vez de labrarse la posición a que podían aspirar por inteligencia y capacidad de trabajo, se dedicaron a reconstruir un partido, derrotado en la guerra civil, con el proyecto utópico no sólo de acabar con el régimen político, sólidamente asentado, sino de establecer la democracia y el socialismo. Semejante voluntad de cambio radical se fundamenta en una filosofía que, desde luego, no confunde lo real con lo meramente existente.

En estos años de lucha y de aprendizaje la tarea ha sido ardua y los logros espléndidos. A su debido tiempo se tiró por la borda el marxismo, al caer en la cuenta que la utopía se había petrificado en ideología. Quedaba ya tan sólo una idea vaga de la dignidad humana, un ímpetu ético que seguía cumpliendo la función de distinguir lo que es de lo que debiera ser. Mantener, sin embargo, esta diferencia con la responsabilidad del poder se hace cada vez más difícil. Muchas y muy variadas causas convergen en un mismo resultado: identificar lo establecido como la mejor respuesta posible en las condiciones dadas. Al adaptar el modelo formal de legitimación de cualquier poder constituido, lo propio es tender a desembarazarse de la filosofía, obstinada siempre, sea cual fuere su fundamento, en distinguir planos de lo real, lo que da pie para criticar lo establecido.

Al final, los pocos soñadores, inadaptados, utópicos de antaño quedan absorbidos por los realistas de siempre que, sin necesidad de metafísicas, desde su primera juventud saben lo que hay que saber, sobre la naturaleza de la sociedad y del poder, para flotar arriba. Si de lo que se trata es de permanecer en el poder -cualquier otro objetivo hay que supeditarlo a éste, pues la oposición se agota en intentar recuperarlo-, qué mejor consejo que el de los poderosos de siem pre, libre de cualquier prurito de sutilidad, reconociendo las cosas como son, una vez enterrada la ingenua creencia juvenil de que estaría al caer la breva de un mundo de justicia y libertad. Los difíciles problemas económicos, sociales, internacionales que te némos planteados no se resuel ven con filosofías, Ipor lo menos no desde la pprspectiva de los poderosos.

He expuesto de la manera más sucinta la vieja y conocida dialéctica del poder y la filosofía no para concluir, con Platón, que la realización del Estado ideal exige el gobierno de los filósofos, sino para mostrar lo contrario, la necesidad de que política y filosofía vayan cada una por su lado, pero, eso sí, sin perderse de vista: un poder político sin fundamentación ni aspiración ético-filosófica se disuelve en tiranía, así como una filosofía sin relación con la política termina en pura construcción inane. Pero el que se necesiten mutuamente no impide que el peor de los males sea su confusión.

Nada de empeñarse en realizar la utopía -semejante intento lleva el terror en su entraña-, pero tampoco la saquemos de nuestro horizonte: la sacralización de lo existente, como lo único real, acogota la crítica y alimenta la rebelión. En la necesaria tensión entre política y filosofía, sin supeditar la una a la otra -y el único peligro real es que el pensamiento quede atenazado por la política, lo contrario todavía no se ha visto y existen buenas razones para pensar que es altamente improbable que ocurra- iremos, paso a paso, construyendo un mundo a la medida del hombre.

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