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Tribuna
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¿Quién teme al pacifismo?

Lamentablemente, parece existir una notable dificultad, sobre todo en los poderes de decisión política, para apreciar las derivaciones de la clásica conducta seguida en política de defensa. Paradójicamente, existe un doble consenso en afirmar, por un lado, el riesgo que supone la militarización y tensión internacional actual y, por otro, en reafirmar la validez y legitimidad de las políticas de defensa nacionales. Se omite, en este sentido, algo tan elemental como que es precisamente la suma de estas políticas nacionales lo que provoca, como extensión y suma, esta situación internacional inestable y criticada. Nadie, sin embargo, parece estar dispuesto a rectificar su propia política para poder alterar el resultado final, producto de los sumandos.Bajo la excusa de buscar un equilibrio entre las potencias o entre los bloques se oculta normalmente una realidad menos presentable, cual es el que los planes de rearme existentes pretenden una superioridad sobre el contrario, y no una nivelación. La misma diferencia existente entre la concepción de sistemas de armas hace que sea imposible intentar encontrar este equilibrio en todos los niveles armamentistas; es más, no es ni tan sólo deseable para los mismos estrategas de ambos bloques. Sin embargo, el intento de acercarse a esta utopía tecnológica acelera la militarización de la sociedad y crea una permanente situación de inseguridad, entre otras cosas, por no aceptar como válido y suficiente ningún techo alcanzado en el terreno armamentista, con lo que se entra en una política de amenazas permanentes y de rearme continuado.

Se efectúa, además, una reiterada manipulación estadística, tanto a nivel cualitativo como cuantitativo, sin otro objeto que el pretender justificar los propios niveles de rearme alcanzados y los que están en programación. En este sentido, y respecto al tema de los euromisiles, constituye una burla el repetido intento de centrar el debate en los misiles SS-20, en los misiles de crucero, los Pershing 2. La cuestión fundamental, ignorada u omitida, es la existencia de otras 12.000 cabezas nucleares en Europa, aparte de los ingenios ya citados. Se oculta así la verdadera naturaleza del problema: la nuclearización del continente europeo. Desde que existe el overkill, es decir, la capacidad de destruir varias veces consecutivas al adversario, la discusión sobre eventuales ventajas contables en el número de misiles ha dejado de tener sentido. Justificar esta sobrecapacidad de destrucción mediante nuevas doctrinas estratégicas, como es habitual en los americanos, no deja de mantener el carácter fantasmal de este tipo de razonamientos, abriendo un camino infinito al continuo aumento numérico y al perfeccionamiento tecnológico de los armamentos nucleares.

La unión ficticia

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Es posible que, en último término, esta discusión sobre la contabilidad nuclear logre uno de sus objetivos: ocultar a la opinión pública que el discurso nuclear necesita prescindir del análisis de sus consecuencias para poder perdurar. Pero aunque se siga discutiendo en términos contables, y sólo en la contabilidad que ya está por encima del excedente (overkill) de misiles, continuará siendo un absurdo el pretender convertir a la disuasión nuclear en el pilar central de las políticas de defensa. El perfeccionamiento de los mecanismos tecnológicos que pretenden crear una superioridad en el terreno nuclear, aparte de ser un objetivo probablemente imposible de alcanzar, reducen a la nada la posibilidad de defensa de los países que se quiere defender. Esta es otra absurda paradoja: a medida que se prentende aumentar la seguridad, aumenta también el nivel de riesgo y de inseguridad. Volviendo a los euromisiles, es de un sadismo total el decir que se quiere defender Europa cuando, en realidad, se está planificando la posibilidad de su destrucción. Lo que se pone en duda no es, precisamente, la amenaza que suponen los misiles soviéticos, puesto que son un peligro tan real como los misiles americanos, sino el mismo principio básico que sustenta la doctrina de la disuasión nuclear.Pero en la OTAN, además, juega el factor importante de que, con la instalación de los nuevos euromisiles se refuerza la pretensión teórica de alejar una posible guerra del territorio americano. La aceptación de los países europeos de convertirse en el escenario de confrontación de las grandes potencias consolida la permanencia y la continuidad del terror nuclear. Urge, por tanto, romper con la unión (couplement), ya ficticia, entre Europa y Estados Unidos. Para el viejo continente no comporta más que peligros y para la URSS constituye una permanente justificación para su política, por muy intolerable que sea. Lo tremendo del caso es que, encima, ningún país está dispuesto a reconocer su propia capacidad de destrucción y, consecuentemente, de ser destruido. Resulta imprescindible, pues, que los países europeos se alejen del juego de la disuasión nuclear y puedan disponer de una auténtica capacidad de decisión nacional.

En este contexto, sumamente incierto, en el que se ha llegado a afirmar que el debate de los euromisiles se ha convertido en una prueba para dilucidar el grado de cohesión o de desunión de la OTAN, así como para calibrar el nivel de sometimiento de Europa a Estados Unidos, resulta altamente sorprendente y decepcionante la actitud del presidente de este Gobierno, Felipe González, y, en general, la política oficial sobre este tema, plasmada en una solidaridad con la decisión de los demás países de la OTAN.

En la cuestión nuclear, y más todavía con el potencial que existe hoy día, no caben términos medios. Solidarizarse con la estrategia de la disuasión nuclear implica aceptar las consecuencias de los actos realizados con quienes uno se solidariza. Estas actuaciones están formadas por prácticas como el querer lograr la distensión mediante un rearme permanente, predicar el desarme mediante un rearme que supone un gasto mundial de más de 200 millones de pesetas cada minuto, disuadir a un enemigo teórico mediante la amenaza de exterminar toda su nación, etcétera. Aceptar la disuasión nuclear como conducta política implica, forzosamente, la aceptación de lo que constituye el chantaje nuclear y la posibilidad de participar activamente en un acto de genocidio supremo: el exterminio de la especie humana.

Rechazo total

Quien, por razonamiento, intuición o pulsión interna, rechaza participar en la preparación de un acto semejante no puede -moral y éticamente- solidarizarse con quienes prevén la posibilidad o la inevitabilidad de destruir el planeta. E insisto: en este punto no caben medias tintas ni inhibiciones. Comprender la instalación de nuevos euromisiles equivale a apoyar esta decisión y sus consecuencias. Si no se acepta la posibilidad de una guerra nuclear no puede apoyarse, intelectual y políticamente, la estrategia nuclear.Se trata, en definitiva, de apostar por fórmulas de defensa más imaginativas que descarten, de manera categórica, la posibilidad de realizar una destrucción total. Pero este razonamiento no es exclusivo para la estrategia nuclear. Si consideramos las consecuencias de otro tipo de estrategias militares podríamos llegar a conclusiones parecidas y a encontrar el mismo tipo de contradicciones. Así, cuando Felipe González declara que "hay que quebrar la dinámica de la espiral armamentista" olvida señalar cómo es precisamente esta dinámica armamentista. De hacerlo, a buen seguro se vería obligado a rectificar o a acogerse al silencio. La dinámica de la carrera de armamentos no es el resultado de fenómenos desconocidos, sino fruto de un conjunto de políticas concretas. Si España quiere desarrollar una tecnología propia en materia de armamentos, por ejemplo, no debe olvidar los clásicos procesos que se desarrollan en los complejos militar-industriales y especialmente la relación vinculante que existe entre el armamentismo y el militarismo. La carrera de armamentos es una carrera tecnológica, por lo que un verdadero proceso de desarme tendrá que limitar los perfeccionamientos bélicos que están en período de gestación. Esto implica, entre otras cosas, abandonar el camino clásico de pretender una autonomía en materia de armamentos, desarrollar al máximo la industria bélica nacional, conseguir mercados permanentes para la exportación de armamentos, etcétera. La carrera de armamentos viene condicionada, de forma total, por este tipo de política. Si se quiere continuarla, bien, pero lo coherente entonces sería no hablar de desarme ni de voluntad de quebrar el rearme, puesto que no se está en condiciones prácticas y morales de desarrollar un discurso alternativo.

A nadie se le escapa la dificultad de iniciar un proceso realmente alternativo al funcionamiento tradicional de la política militar y estratégica. Pero también parece evidente que, antes de iniciarlo, hay que desearlo, pensarlo y darle viabilidad. Es posible que no estemos en esta tesitura y quizá no tanto por falta de buena voluntad como por no estar dispuestos a iniciar una autolimitación y un autocontrol de las propias actividades armamentistas. Resulta más fácil, por el contrario, apelar al entendimiento directo de las dos grandes potencias, con lo que uno se saca las responsabilidades de encima y se arrincona la posibilidad de iniciar un proceso de desarme desde dentro, es decir, desde el espacio en que es posible la toma de decisiones políticas.

Si se desea mantener al pacifismo y a los pacifistas alejados de los mecanismos y sectores que pueden ejercer una cierta influencia en la opinión pública, como parece que se intenta, sería al menos de agradecer que no se usurpen ideas y conceptos cuya significación es única y no dual o múltiple: desarme no es lo mismo que rearme; la paz no es lo mismo que la preparación de la guerra, y defensa no es lo mismo que capacidad de exterminio.

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