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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Quién paga el boato

LAS PRIMERAS informaciones, todavía parciales e incompletas, sobre la auditoría iniciada el pasado mes de febrero por interventores de Hacienda para analizar las cuentas de la agencia Efe, empresa en la que el Estado es el accionista mayoritario, suministran datos nada sorprendentes, aunque inquietantes, acerca de la manera en que fue gestionada la compañía durante el mandato de UCD. En una conferencia de prensa celebrada pocos días después de su investidura, el presidente del Gobierno denunció la fórmula empleada por el anterior presidente y director general de la agencia para autodespedirse indemnizándose con casi 10 millones de pesetas. Ahora, la auditoría menciona la existencia de unas pérdidas reales, contablemente enmascaradas mediante procedimientos diversos, que superan los 1.000 millones de pesetas.Los interventores señalan que una parte de los recursos asignados a mejoras tecnológicas de la agencia fue desviada para otros menesteres, entre ellos boatos innecesarios -¿quizá una agencia de noticias ha menester de boatos necesarios?- y la adquisición de edificios señoriales en el extranjero como sede de la agencia, símbolos de una idea megalómana de la representación exterior de este país. Pero ya señalan los auditores que lo de Efe no es excepción, sino norma común, cuando dicen que la incorrección de aplicar a la cuenta de resultados, a fin de encubrir las pérdidas del ejercicio, subvenciones destinadas a integrar el capital es una heterodoxa práctica habitual "en las peores empresas públicas". Del informe se desprende, por último, que el endeudamiento a corto plazo de la agencia con la banca privada transfería a los prestamistas, a través del pago de elevados gastos financieros, parte de las subvenciones estatales recibidas.

La despreocupación por la rentabilidad de una empresa pública es en buena parte consecuencia de la inexistencia de riesgos de suspensión de pagos o quiebra y de la seguridad de que las pérdidas serán sufragadas, antes o después, de una forma o de otra, por los contribuyentes. Claro que también en el sector público hay administradores honestos y cuidadosos. Las facilidades que las empresas estatales ofrecen para el despilfarro sólo son aprovechadas por los más avisados. La aberrante doctrina según la cual el concepto de pérdidas es inapropiado para las empresas estatales y la existencia de beneficios no es un criterio para juzgar la eficacia de su gestión eleva, por así decirlo, a nivel programático el desprecio que tienen estos malos administradores hacia el dinero de los contribuyentes.

Los directivos de una empresa privada tienen como mecanismos de control la vigilancia del consejo de administración y de la junta de accionistas, el acicate de la competencia, las inspecciones estatales y, con frecuencia, auditorías profesionales que garantizan el buen hacer de esos ejecutivos. Las cauciones en las empresas públicas no han sido precisamente similares durante los Gobiernos de Suárez y Calvo Sotelo, por lo que se ve. Cualquier consejo de administración que se precie vigilará el boato de un presidente que pierde 1.000 millones y se endeuda por 2.400 más. Vigilará también los aumentos mastodónticos de las plantillas, tantas veces fruto, en la Administración pública, del clientelismo político. Durante la transición ha habido, por lo visto, familias enteras dedicadas a mostrar su generosidad con el dinero del vecino, en la seguridad de que nadie pediría cuentas. Ahora, por fin, se piden. Las auditorías no buscan conductas delictivas, sino que analizan estados contables. Una auditoría puede sacar a la luz comportamientos incursos en el Código Penal, en cuyo caso corresponde pasar el correspondiente tanto de culpa a los tribunales. Sin embargo, los directivos de empresas públicas que se llevan él dinero a su casa o que realizan negocios ilegales amparándose en su cargo son mucho menos frecuentes que aquellos otros que, sin cometer delitos, abusan de los poderes recibidos y utilizan los fondos públicos para objetivos ajenos a los fines estatutarios. Un gasto sin justificar puede dar lugar a una acción penal, pero hay gastos justificados, reflejados en recibos y facturas debidamente cumplimentados, cuyo contenido resulta a veces moralmente injustificable. La desfachatez a la hora de inflar la nómina, el pago de sobreprecios por servicios o colaboraciones, el desorbitado aumento de las remuneraciones de los empleados a fin de premiar a los amigos o de neutralizar a los descontentos, las compras inmobiliarias o de mobiliario caprichosas y el despilfarro en boato innecesario (almuerzos, fiestas, homenajes, guateques) han sido frecuentes en las empresas públicas españolas. Los ciudadanos han tenido así que sufragar con sus impuestos el desvarío medieval de esos directivos pródigos. Por todo ello, es de esperar que el Gobierno dé cumplida cuenta del resultado final de la auditoría sobre la agencia Efe y tome las medidas necesarias, aún pendientes, para que no continúe la concentración de poder en una empresa de este género en manos de una figura tan atípica como la de presidente-director general.

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