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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Quién teme al jurado

AUNQUE LA Administración española es toda ella defectuosa, si existe una verdadera vergüenza pública es la que se refiere a la justicia. Desde cualquier punto de vista que se la mire -sistema de selección de jueces, vigencia de leyes obsoletas, dotación material de medios, corrupción benévolamente llamada astilla...-, la justicia española apenas tiene prestigio ni credibilidad entre los ciudadanos, que la contemplan como algo ajeno y superestructural. Y sin embargo, una administración de justicia digna, respetada, independiente y fuerte es la base de cualquier régimen democrático.Por eso, sin duda, el programa de los socialistas incluyó entre sus propósitos el desarrollo legal de los derechos de participación de los ciudadanos en la administración de justicia. Además del derecho de petición y la iniciativa legislativa popular, la plataforma del PSOE prometió la elección de los jueces de paz, la acción popular y los jurados, considerados como "los medios específicos de la participación en la administración de justicia". Parte esencial de ese compromiso es que "el Gobierno establecerá el jurado, tratando de evitar algunos errores históricos que viciaron la práctica de esa institución". Se trata, en suma, de dar cumplimiento al mandato contenido en el artículo 125 de la Constitución, según el cual los ciudadanos podrán "participar en la administración de justicia mediante la institución del jurado, en la forma y con respecto a aquellos procesos penales que la ley determine". De esta manera, la definición que hace nuestra norma fundamental del poder judicial -"la justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por jueces y magistrados"- dejaría de ser una fórmula retórica arcaizante para convertirse en una directriz operativa. Al tiempo, nuestra práctica judicial se equipararía, en el ámbito del procedimiento pena¡, con las normas y los usos de las grandes naciones civilizadas en las que el jurado, con diversas variantes, ha demostrado su eficacia.

La historia del jurado en España arranca de la Constitución de 1812 y de las disposiciones del trienio liberal, que dieron competencia a esa institución para los delitos de imprenta y los delitos electorales. Una ley de 1888 consagró definitivamente el Tribunal de Jurado, con amplísimas competencias, que iban desde los delitos de traición hasta los de sangre. Suspendida la norma por la dictadura de Primo de Rivera, y restablecida por la II República, la guerra civil y el franquismo liquidaron esa institución que permitía a los ciudadanos ser juzgados por los propios ciudadanos. Mientras estuvo en vigor, la ley de 1888 gozó de muy pocas simpatías en los medios judiciales y suscitó grandes desconfianzas por parte del poder establecido. Las críticas solían proceder -al igual que sucede en nuestros días- no tanto de valoraciones técnico-jurídicas como de prejuicios ideológicos antidemocráticos y de concepciones autoritarias.

Las denuncias contra el jurado basadas en las equivocaciones cometidas por sus miembros olvidan lamentablemente la gran cantidad de errores judiciales imputables a los magistrados de carrera. El argumento de que los legos tienden a confundir la culpabilidad moral con la responsabilidad penal registra una realidad parcialmente cierta pero fácilmente modificable mediante una clara explicación de los deberes que corresponden a los miembros de un jurado. Las grandes transformaciones producidas en nuestro país desde la Restauración hasta nuestros días privan de fundamentación a las críticas elitistas contra esa institución. La desaparición del analfabetismo, la elevación del nivel educativo de las clases populares, los movimientos migratorios, el predominio de la industria y los servicios sobre el sector primario, el peso demográfico de las ciudades y el desarrollo de los medios de comunicación permiten hoy decir que nuestros ciudadanos están absolutamente capacitados para ser miembros de un jurado y decidir sobre la culpabilidad o no de un acusado. No tendría, por lo demás, sentido privarles de está capacidad al tiempo que se les reconoce la de elegir a sus gobernantes. Y así como las actuales consultas electorales resultan incomparables con los comicios fraudulentos de la Restauración, así el jurado de la España de finales del siglo XX no puede ser descalificado mediante los argumentos utilizados en la sociedad rural, analfabeta y caciquil de hace un siglo.

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La reinstauración del jurado es urgente cuando los tribunales se muestran tan activos en materia de delitos de opinión, desacato o escándalo público. Es preciso evitar que los jueces sigan siendo juez y parte en las causas seguidas por desacato; que los fiscales y magistrados se continúen arrogando el exclusivo derecho de determinar cuándo la sociedad se escandaliza o sufre daño por una opinión o un hecho; que los técnicos sin ningún tipo de representación social, y no los ciudadanos corrientes, sean quienes determinan los límites oprobiosos de la libertad de expresión. Retrasar la ley del jurado es retrasar el ensanchamiento de las libertades y la vivificación de una democracia que se pretende avanzada sobre el papel constitucional, pero que sigue hurtando al pueblo muchos de los derechos que el pueblo tiene. Qué duda cabe de que existen problemas y dificultades para comenzar la experiencia, que es preciso una tarea de educación y de agitación de la conciencia ciudadana en este sentido. Pero lo más probable, lo más lamentable, es que las dificultades vengan de los propios legisladores y de los administradores de la justicia, fiscales, magistrados, y hasta abogados y procuradores, muchos de los cuales contemplan, no exentos de espanto, cómo lo que hasta ahora ha sido un coto cerrado, con lenguaje y signos herméticos para el común de los ciudadanos, puede ser clara y llanamente invadido por la soberanía popular.

Quizá un cierto gradualismo permitiría ampliar progresivamente, en el plazo de unos pocos años, las competencias del jurado, cuyo funcionamiento no permite más aplazamientos. En cualquier caso, la institución debe incluir desde el comienzo aquellos delitos sobre los que la nueva realidad social encontrará en los miembros de los jurados un vehículo de mayor sensibilidad y superior conocimiento. Los delitos contra la seguridad del Estado (¿qué hubiera dictaminado un jurado en el proceso del 23-F?), los delitos económicos y los delitos de opinión -entre ellos el desacato, como hemos dicho- tienen que figurar en el primer bloque de competencias, al igual que aquellas conductas presuntamente delictivas cometidas por funcionarios en el ejercicio de su cargo, tales como el cohecho, la malversación de caudales públicos, los fraudes y exacciones ilegales y la prevaricación.

En cualquier caso, la ley del jurado es un mandato constitucional que las Cortes no pueden dejar de desarrollar, máxime cuando la actual mayoría parlamentaria socialista incluyó en su programa de gobierno ese compromiso para llevarlo a cabo en la presente legislatura.

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