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Tribuna:El asno de Buridán
Tribuna
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El harapo uniforme

Sucede en las mejores familias y nadie puede jurar por sus muertos que de esa agua no beberá, pase lo que pasare: una noche, el mocito o la mocita de turno proclama su voluntad inalienable de echarse al mundo a buscarse a sí mismo y, claro es y salvo muy señaladas excepciones, claudica o se descuerna, más o menos al 50%. Es ley de vida y tampoco debe sobrecogernos el resultado.La declaración de principios no siempre se expresa de idéntico modo, como cabe pensar, pero la idea de la mágica búsqueda pasa por la convicción de que existe en el libro del destino un apartado propio para la personalidad de cada cual, un algo diferente que los demiurgos guardan con celo hasta que los interesados realizan sus propios y necesarios rituales de liberación, poco ha de importarnos ahora si solemnes, ridículos o pactados. Si la descubierta tiene éxito y el doncel o la doncella (no en primera aceptación sino en la que convenga aunque no exista) no acaban dando con su bozo en flor o su acné juvenil en la comisaría del barrio o en el pisito de cualquier congregación, por lo común consigue un uniforme tenuemente heterodoxo y vuelve a casa a enseñarse cual viva alegoría de las virtudes del progreso.

Los uniformes, éstos, aquéllos y los de más allá y a juzgar por el ansia desbocada con que se buscan y la abnegada perseverancia con que se mantienen, cuentan quizá con unas misteriosas y enormes ventajas que casi siempre se ocultan a los ojos del lego. Y no hablo sólo de los uniformes obligatorios y convencionales, los de los militares, diplomáticos y bedeles, entre otros, que reciben todas las administrativas bendiciones del Boletín Oficial del Estado y cuya etiología no es dificil de establecer. No; son los ropajes idénticos en la coincidencia, en principio arbitraria, los que resultan de confuso análisis y preocupante diagnóstico. Desde los heraldos de la rebeldía -que el escalafón suele amansar- hasta los ejecutivos de la mariconera de símil piel, todos los que se buscan a sí mismos con afán vehemente acaban por encontrar un uniforme.

El desbrozo de la uniformidad exige metodologías respetuosas con el tiempo histórico. Cuando yo era todavía más joven de lo que soy, es decir, cuando no pesaba más allá de los 75 u 80 kilos (y ahora acabo de perder 10 o 12, aunque dude que me hayan restado años), quienes queríamos dar a entender que estábamos hartos de algo nos disfrazabamos de profetas bíblicos y lucíamos barba bellida o hirsuta o fluvial, según las inclinaciones. Hoy la barba es habitual entre empleados de banca, tanto privada como estatal, bombardinos de banda y enlaces sindicales del gremio de actividades varias, dignos oficios en los que, al margen de alguna que otra huelga dictada por motivos patrióticos, no suelen detectarse mayores rastros de voluntad anarquizante y revolucionaria. El que la vestimenta, los aderezos y el porte del Che resulten hoy de uso obligado entre discotequeros es algo que desalantería a cualquier conserje de casino finisecular. Los caminos de la civilización, en materia de uniformes, son inescrutables.

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Pero quisiera referirme más concretamente a la curiosa uniformidad que agrupa a dos profesiones, en principio, ajenas entre sí: los curas y los periodistas. Diríase que aquéllos, liberados del lastre de la sotana, han mudadosus identidades (,no me atrevo a decir sus señas de identidad) por las de la curiosa tendencia que los hermana con. los periodistas. Hoy, los curas 31 los periodistas son los españoles deliberadamente peor vestidos, omisión hecha de algún que otro capellán o editorialista que va por el mundo hecho un brazo de mar y acicalado cual tecnócrata del tiempo ido de los planes de desarrollo. ¿Por qué esta tendencia a los raídos trajes color ala de mosca, a los jubones de punto doméstico, a las bufandas de la caspa y al gesto convenientemente huraño?

No hay, sin duda, una sola razón que pudiera. explicarnos con puntualidad el trasfondo científico del fenómeno. Pudiera ser que las comunes necesidades del izquierdismo militante, en seguimiento casi inmediato de la recogida de velas ante el nuevo amo de las rotativas o las consignas del Papa que viene del frío, fuere capaz de trastornar las glándulas que gobiernan el uso de los uniformes: ignoro si la pineal, la pituitaria o la su prarrenal. También pudiera ser que la permanente provocación de los capelos cardenalicios y las chaquetas de tweed de los directores reciclados en ambiente oxoniense, produzcan la rotura de la venita que riega aquella parcela del cerebro que gobierna el oportuno calibrado de colores y formas. No dudo que algún especialista en semiótica será capaz de aportar dos o tres fórmulas obviamente más convincentes y sesudas, pero, en todo caso, de poco habrían de servirnos si no van acompañadas del oportuno acopio de soluciones.

Discrepo de quienes osan pensar que pagando mejor a clérigos, redactores y corresponsales se arreglaría la cuestión. A la vista del devenir de las aficiones y los gustos educados en el ascetismo ante los primeros vientos favorables, se me estremece el resuello. Quizá pudiera animarse a los jóvenes que se hallan a punto de rastrear su ego por la senda de la sociología aplicada, a que se armen de valor, acudan a las redacciones de las revistas religiosas y procedan a los preceptivos trabajos de campo en el más duro de los terrenos. Si sobreviven y dan con la fórmula salvadora, cosa que está por ver, es probable que acaben con estatua en la plaza pública. Y de uniforme, por supuesto, de harapo uniforme.

© Camilo José Cela, 1983.

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