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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Una sabia y antiguadiplomacia

EL APLAZAMIENTO del viaje a España de Juan Pablo II hasta después de las elecciones generales puede ser interpretado como una respuesta de altura de la diplomacia vaticana a los planteamientos alicortos con los que el Gobierno de UCD había enfocado la visita del Papa. Una experiencia de siglos difílcilmente podía dejarse atrapar en la situación creada por la decisión de Leopoldo Calvo Sotelo al convocar a los españoles a las urnas en una fecha que hacía coincidir la campaña electoral con la estancia durante nueve días del Papa para recorrer el largo itinerario formado por Madrid, Avila, Alba de Tormes, Salamanca, Montseffat, Barcelona, Loyola, Javier, Zaragoza, Valencia, Sevilla, Granada, Guadalupe, Toledo, Segovia y Santiago. La decisión vaticana de postergar la visita hasta-después de celebrados los comicios, manteniendo al tiempo el itinerario y la duración anteriormente previstos, ha eludido el dilema de confirmar el viaje en las fechas ya fijadas o de aplazarlo indefinidamente. De paso, el Gobierno ha hecho la triste figura del alguacil alguacilado, y se verá obligado a incorporar a su pasivo la devolución del desaire.Resulta imposible saber con certeza si el poder ejecutivo adoptó la medida de disolver las Cortes Generales el 27 de agosto a pesar del viaje papar, en sus prisas por impedir que UCD se deshiciera como un azucarillo y el CDS dispusiera del tiempo necesario para concurrir a los comicios, o con el propósito de instrumenalizar la visita de Juan Pablo II en beneficio de sus metas electorales. En este último supuesto, las esperanzas gubernamentales podrían haber apuntado a la coincidencia genérica entre las posiciones del papa Woftyla y el programa de UCD respecto a determinadas cuestiones de moral y costumbres, a las imágenes televisivas que presentaran al presidente del Gobierno y sus ministros en la compañía de Juan Pablo II y a una reacción intemperante del PSOE frente a la confirmación del viaje. Sea cual sea la respuesta a la interrogante sobre las motivaciones del presidente del Ejecutivo al solapar la visita del Pontífice con la campaña electoral, resulta evidente que, con esa medida, antepuso las conveniencias gubernamentales y partidistas a los intereses superiores del Estado.

En cualquier caso, la discusión civilizada sobre la oportunidad de la visita papal había prevalecido, en estos últimos diez días, sobre los intentos de la derecha conservadora de convertir esta cuestión opinable en materia inflamable para una polémica ideologizada. Para asombro de todos, ni siquiera han faltado presiones de grupos financieros, a quienes nadie había dado vela en la procesión, para forzar el mantenimiento de unas fechas negociadas antes de la disolución de las Cortes Generales. La pesada insistencia de estos ftindamentalistas del calendario olían más a chamusquina que a incienso. Sin embargo, el Vaticano ha dado la razón tanto a quienes consideraban inconveniente que Juan Pablo II tuviera que competir con la propaganda de los partidos para atraerse la atención de los españoles como a quienes pensaban que el viaje papa¡ durante la campaña electoral corría el serio riesgo de ser secuestrado por grupos dispuestos a convertir los discursos del Pontífice en moneda política intercambiable contra votos. No se trata tan sólo de que una guerra de religión desencadenada al servicio de intereses económicos o por obra del sectarismo político sea siempre una maniobra condenable desde cualquier punto de vista moral. Ocurre además que en la España de 1982, considerablemente más secularizada que la España de los años treinta, hay buen número de católicos que militan en el PSOE o lo votan, a la vez que los aires de la nueva derecha empujan a muchos agnésticos hacia partidos conservadores.

Una de las consecuencias del aplazamiento del viaje de Juan Pablo II para fechas inmediatamente posteriores a la celebración de las elecciones será que el presidente del Gobierno desempeñará su cargo sólo en funciones, puesto que Leopoldo Calvo Sotelo no regresará al palacio de la Moncloa, y que existirá ya de hecho un seguro candidato a ser investido como jefe del Ejecutivo a finales de noviembre. También esa dimensión del postergamiento de la visita habla en favor de la larga expenencia diplomática del Vaticano y de su apuesta en pro de la estabilidad y la permamencia de la democracia española, en la que los presidentes del Gobierno son simples titulares temporales de un órgano estatal, y los partidos políticos que los apoyan, soluciones alternativas para la gestión de la cosa pública. Sin duda alguna, un importante sector de la Conferencia Episcopal Española consciente de los estragos causados por el nacionalcatolicismo sobre la autoridad moral de la jerarquía, ha ayudado a la Secretaría de Estado a adoptar una solución tan cargada de buen sentido como llena de positivas connotaciones respecto a los esfuerzos de la Iglesia por instalarse en la neutralidad política. Quienes soñaron -en la Prensa o en los despachos de los partidos y de los grupos de presión- con instrumentálizar el viaje de Juan Pablo II al servicio del inmovilismo o la involución tropezarán ahora, no sólo con la desagradable sorpresa de que sus planes han quedado desbaratados, sino, de añadidura, con la amarga comprobación de que el Vaticano considera totalmente secundario que el futuro presidente de Gobierno que salude a Juan Pablo II durante su viaje a España sea Felipe González o Landelino Lavilla.

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