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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El segundo maremoto de la economía mundial

La economía mundial ha pasado por la triste experiencia de dejarse coger dos veces en pocos años en la misma temible trampa, como resultado de la conjunción de errores individuales y de aberraciones colectivas. Fue necesario pasar, en el período 1974-1975, por "la más grave recesión de la posguerra" y por la contumaz desaceleración de la expansión en la mayoría de los países, para que descubriéramos la falsedad de la creencia general en una era de crecimiento económico indefinido.El despertar fue brutal, porque en el espíritu de los directores de empresa estaba firmemente anclada la convicción de que el volumen de negocio tenía que experimentar fuertes incrementos de un año a otro, como por decreto de la Providencia. Sobre este planteamiento se realizaron programas de inversión y gastos de todas clases, desde costosas campañas de relaciones públicas hasta el cambio de mobiliario de las oficinas.

Una misma confianza animaba a gobernantes y representantes del pueblo. Contaban con los frutos del desarrollo futuro para hacer realidad las promesas formuladas a un electorado al que se había hecho creer, durante un cuarto de siglo, que las teorías económicas habían progresado de tal manera que era imposible que se reprodujeran las grandes crisis del pasado. La garantía definitiva era, para concluir, la idea (tan moderna, por otra parte) de que el Estado es todopoderoso. Como el paro se consideraba intolerable política y moralmente, nos tranquilizábamos pensando que ningún Gobierno democrático dejaría que se extendiera a gran escala.

El descubrimiento (que no tenía por qué haberlo sido) de que la prosperidad y el pleno empleo podían interrumpirse bruscamente (y no sólo a causa de la crisis del petróleo) no nos ha servido de salvaguardia contra otra ilusión aún más peligrosa.

Aunque se admitía generalmente la idea de una desaceleración duradera de la expansión económica, casi todo el mundo continuó pensando que, al menos, no nos faltaría nunca. la inflación para aliviar progresivamente el peso de las deudas, como si se diera por sentado, igualmente por decreto divino, que, en una economía moderna, al deudor hay que concederle ventajas, que el acreedor no tiene. Así, a pesar de la menor productividad de bienes y servicios, las empresas, los particulares y las instituciones públicas (empezando por el Estado) continuaron endeudándose tanto o más que en los tiempos en que la economía real estaba en plena expansión.

Los empresarios y directivos estaban convencidos de que sus ingresos nominales, es decir, los beneficios de los primeros y los salarios de los segundos, seguirían progresando en el futuro con la rapidez, al menos suficiente, para compensar los efectos de la pérdida de poder adquisitivo de la moneda, tal como había sucedido en el pasado. De ahí la convicción, tan ampliamente extendida, de que al solicitar nuevos créditos, el único peligro que se corría era el de enriquecerse. En cuanto a los Estados, su política se apoyaba también, de manera más o menos abierta, en la teoría de que los ingresos fiscales estaban relativamente ajustados a los niveles de inflación.

En esta peligrosa ilusión es donde debemos buscar la causa principal de la recesión de las economías industriales, no solamente de las capitalistas, sino también las de los países socialistas, que no carecen de posibilidades de endeudamiento, como lo atestiguan los ejemplos de Polonia y Rumanía. En estos dos casos, la concentración de todos los poderes económicos en el Estado hace más visible el fenómeno, mientras que en los países de economía libre queda como disperso y diluido entre múltiples agentes.

Así es como sucede que, después de un maremoto, los habitantes de la ciudad siniestrada vuelven a sus antiguas costumbres y se dejan sorprender por una segunda ola, aún más devastadora que la primera. Considerada objetivamente, la actual recesión, comparada con la que cogió de improviso al mundo civilizado hace ocho años, nos hace pensar en ese segundo maremoto, más destructivo que el primero.

Si hay una palabra que los economistas contemporáneos hayan borrado de su vocabulario es deflación. El concepto parecía pertenecer a un pasado superado, en el que los precios y los ingresos podían evolucionar en ambos sentidos. Pero este concepto olvidado ha vuelto a resurgir. La gran cuestión que se plantearon, primero Estados Unidos y luego Europa, hace dos o tres meses, es si la recesión está en camino de convertirse en depresión, porque la desinflación se ha convertido en deflación pura y simple.

Dos caras de una misma moneda

No cabe duda de que, entre los múltiples factores que hay que considerar, la deflación es uno de los que más fuertemente se deja sentir. Y ¿no es una paradoja esta afirmación cuando los precios medios en los países de la OCDE siguen aumentando a un ritmo anual de alrededor del 9 %? ¿Cómo podemos conciliar la persistencia de la inflación y la aparición, de la deflación? En realidad, estos dos fenómenos de consecuencias opuestas (el primero se refleja en un alza de los precios y el segundo en una baja) están indisolublemente relacionados entre sí, como las dos caras de una moneda.

Para convencerse de ello, no estará de más preguntarse las razones de otro fenómeno, que también nos parece paradójico porque desafila los análisis habituales: la persistencia de los elevados tipos de interés, especialmente en EE UU, a pesar de la disminución de los índices de inflación comprobada en dicho país y, de forma más general, en los de la OCDE, con la excepción de Francia.

La persistencia de estos tipos de interés da lugar a dos clases de comentarios que no están justificados, a pesar de ser contradictorios. El primero es que, si tenemos en cuenta la facultad concedida a las empresas de deducir en concepto de gastos sus cargas financieras, los tipos son en realidad menos elevados de lo que parecen.

Un nivel teórico del 20% corresponde a un tipo real del 10%, si la carga impositiva de los beneficios es del orden del 50%. Conviene añadir que, en ciertos países, entre los que se encuentran Estados Unidos y Suecia, este mismo razonamiento es válido para los particulares, a los que se autoriza a deducir, en condiciones especialmente ventajosas, los intereses de las deudas contraídas del total de sus ingresos imponibles. Lo que sí es cierto es que, gracias a la posibilidad de las empresas de deducir de sus deudas los intereses, resulta más ventajoso en principio, desde el punto de vista fiscal, pagar intereses a los acreedores que repartir dividendos a los accionistas. Ahora bien, sería absurdo sacar de esta comparación conclusiones gratuitas.

A este respecto, hay que decir que las empresas no costean en realidad más que la mitad de los salarios que pagan a sus empleados, ya que los gastos correspondientes son igualmente considerados como cargas. En este terreno, lo más simple es también lo más justo. Para el deudor, el tipo real es simplemente el que paga y en función de este tipo calcula la rentabilidad mínima que pretende conseguir de la inversión proyectada. Si prevé que no va a conseguir ese nivel mínimo de rentabilidad, renuncia al préstamo. (Las cosas suceden muchas veces de una forma menos racional en este período de obsesión universal por la liquidez. Cuando hay que pagar la nómina a fin de mes, las empresas están dispuestas muchas veces a endeudarse al precio que sea).

Los tipos de interés

Pero el concepto de real, aplicado a los tipos de interés, se entiende generalmente en otro sentido, que nos permite, por el contrario, sostener que nunca habían sido tan altos. Esto es cierto, pero no por las razones que se alegan. Prácticamente todos los economistas contemporáneos están convencidos (siguiendo las ideas de Irving Fischer, autor americano que presentó sus teorías a principio de siglo) de que es válido descomponer los tipos nominales de interés en dos partes: una, el tipo real de interés, y la otra, una prima que se añade a la primera para compensar los efectos erosivos de la inflación.

Sustrayendo el índice de inflación, calculado de acuerdo con los índices de precios, de los tipos nominales obtendremos ese tipo real, que en Estados Unidos se eleva a más del 12%. a largo plazo (desde hace meses, la elevación de los precios no sobrepasa el 3,5% anual, mientras que los tipos de interés se mantienen alrededor del 15%). Se trata, pues, de un porcentaje considerable. No hace mucho, si hubiéramos calculado el tipo real por este procedimiento, nos hubiera dado un número negativo. A lo largo de la historia se ha mantenido, durante largos períodos, entre el 3% y el 5%.

No obstante, si razonamos de esta forma podemos estar tentados a caer en la imprudente conclusión de que, actualmente, los tipos son prohibitivos en Estados Unidos y adecuados en Francia, aunque su valor nominal sea aproximadamente el mismo en ambos países. La diferencia estriba en que en el primero la inflación es escasa hoy en día, mientras que en el segundo sigue rebasando la cota del 13%.

El concepto de tipo de interés real nos lleva además a pensar que la desaceleración de la escalada de precios en Norteamérica ha de producir una disminución sensible de los tipos de interés. De ahí las declaraciones optimistas hechas en este sentido por los gobernantes de Washington, empezando por el presidente Reagan.

El deterioro de los presupuestos

La verdad es que, a pesar de que los niveles de inflación se han mantenido altos en Francia, los tipos de interés siguen afectando gravemente a los deudores (aunque, en muchos casos, estos efectos sean menos gravosos que en Estados Unidos). Del mismo modo resulta, como mínimo, imprudente contar con una reducción significativa de los tipos de interés al otro lado del Atlántico (salvo en el caso, que desgraciadamente no podemos de dejar de tener en cuenta, de un agravamiento de la recesión). ¿Por qué? Porque, en situaciones tan confusas como la que atravesamos, los tipos de interés (precios comprobados en el mercado) y el índice de precios (concepto estadístico) son cifras que pertenecen a órdenes distintos y no son comparables entre sí. Cada empresa constituye un caso aparte, y el índice de precios medios no refleja su situación real. En muchos sectores, los precios no suben debido simplemente a la escasa cifra de negocio. En estos sectores, los tipos de interés actuales causan auténticos estragos.

La explicación de este nivel extraordinariamente elevado de los tipos de interés, en esta fase de reducción de la actividad industrial y de aumento del paro (en Estados Unidos afecta al 9,4% de la población activa), la encontramos, principalmente, más que en las políticas monetaristas de los Gobiernos, en el endeudamiento general (Estado, particulares y empresas) y en el deterioro de los presupuestos. De aquí resulta una tendencia constante a la depreciación de los valores que aparecen en volumen creciente en el mercado o que pasan a formar parte del activo de los bancos, lo cual, a su vez, produce automáticamente el mantenimiento de los altos tipos de interés.

En resumen, el dinero está caro porque, tanto las haciendas de los distintos países, a causa de los enormes déficit presupuestarios que tienen que financiar, como la mayoría de las empresas, por su dramática insuficiencia de recursos propios, se encuentran escasas de efectivo y tienen que procurárselo por medio de préstamos.

Esta necesidad lleva, igualmente, a las empresas a deshacerse de sus carteras (en Estados Unidos se están realizando en los últimos meses liquidaciones de cartera a gran escala) y a vender sus activos inútiles. Todo ello ejerce presión sobre los precios, que se desploman en los sectores más vulnerables.

La contracción forzada del monto global de las deudas, bien sea por quiebras (cuya frecuencia aumenta en la mayoría de los países, incluido Japón), bien por la negativa de renovación de préstamos vencidos (a causa de la desconfianza de los bancos) es la deflación monetaria propiamente dicha, resultado inevitable de la inflación de créditos.

El abaratamiento de las casas nuevas

Esta deflación monetaria acaba siempre por provocar, como vemos, una inversión más o menos repentina de las tendencias de los precios, que se deja sentir, primero, en la distribución mayorista, para pasar luego, cuando la crisis se agrava, a la minorista. Los productores se avienen con las rebajas, las promotoras inmobiliarias venden con pérdidas las casas recién construidas. En Estados Unidos, donde el funcionamiento de los mercados encuentra menos dificultades, estos fenómenos pueden constatarse a simple vista. Chrysler, Ford y General Motors han tenido que realizar sustanciales reducciones de precios. Podríamos citar igualmente muchos otros ejemplos en los demás sectores, incluyendo los que no hace mucho evolucionaban viento en popa (el de la electrónica, por ejemplo).

En febrero, por primera vez en seis años, bajó el índice americano de precios al por mayor. En marzo y en abril, le tocó el turno al índice de precios al consumo. La Administración republicana no tardó en clamar victoria; la inflación estaba vencida.

Sin que pretendamos restar importancia a estos resultados, obtenidos al precio de una gran recesión y de la desorganización de los mercados financieros provocada por la elevación de los tipos de interés, cabría quizá preguntarse cuál es su auténtica significación. Una de las causas de la evolución reciente del índice de precios al por menor es el abaratamiento de las viviendas nuevas, consecuencia directa de la crisis de la construcción. En Francia, después de la victoria de la izquierda, todo el mundo esperaba un rápido aumento de la inflación, que no llegó a producirse. El público ha atribuido al Gobierno el que las cosas hayan ido algo mejor de lo que se esperaba, quizá con un exceso de benevolencia. La verdadera, razón ¿no será acaso que la deflación ha contrarrestado en cierta medida los efectos de la inflación, aún muy marcada? El índice no sólo refleja las tendencias generales de los precios, sino también los fallos de la maquinaria económica, sometida a las presiones antagónicas de estos dos hermanos siameses opuestos que son la inflación y la deflación. Pero, ¿qué posibilidades tiene la economía mundial de evitar los efectos de esta lucha fratricida?

Paul Fabra es especialista en temas económicos del diario Le Monde.

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