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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El desencanto en la URSS

EL RECONOCIMIENTO de los aspectos políticos negativos de la escasez alimentaría en la URSS hecho por Leónidas Breznev en su informe al Comité Central, previo a la reunión del Soviet Supremo, que comenzó ayer, es una de las escasísimas alusiones hechas desde la autoridad a la existencia de un desaliento profundo en la población. Hasta ahora, las disidencias expresadas se han atribuido siempre a las influencias externas, los agentes del imperialismo, el oro de Washington, o a los judíos, a la soberbia de los intelectuales o a la supervivencia histórica de focos contrarrevolucionarios; se ha tratado de minimizar el número y la influencia de los disidentes y se ha ejercido la disuasión con penas y castigos severos. Mucho menos severos que en la época de Stalin -la muerte inmediata o la lenta dentro de los campos de concentración-, pero, evidentemente, mucho más allá de los límites aceptados en las sociedades de civilización humanista.El desencanto, término acuñado en Occidente -y de alta circulación en España- para definir cierto estado de desesperanza y de apatía como consecuencia de una falta de objetivos y de cumplimientos en la vida individual y colectiva, y de la falta de concordancia entre determinados logros científicos y técnicos y su escaso reflejo en la convivencia y en la realización de la persona, forma parte constante y decisiva de la vida en la URSS. No es el mismo fenómeno de los otros países con régimen comunista: en Polonia, como antes en Hungría y en Checoslovaquia, como en Rumania y en algunos momentos de Alemania Oriental, el fenómeno es el inverso: hay una movilización concreta hacia un objetivo claro, el de la independencia nacional, y unos motores que forman el complejo formado por sentimientos nacionalistas, históricos, religiosos, culturales, de dignidad y de libertad. En la URSS, el comunismo se consume a sí mismo, y las perspectivas de cambio son, por ahora, escasas: si los ciudadanos del este de Europa tienen diseñada una solución o una salida, por difícil que sea, a la inmensa mayoría de la población soviética no le sucede eso. Las pequeñas luminarias que encienden los personajes de la disidencia son demasiado débiles, demasiado diversas y dispersas, demasiado castigadas, como para representar una esperanza. La salida que puede ofrecer una guerra mundial, que alguno de los disidentes más extremistas llega a considerar como válida -Solyenitsin-, no puede provocar en la mayoría más que un sentimiento de pavor perfectamente comprensible, e incluso un movimiento inverso: un apoyo al sistema como guardián de la defensa nacional.

En un régimen como el soviético es imposible separar lo económico y lo social de lo político. Es una política determinada, y bautizada como científica, la que ha dirigido la producción de los bienes de consumo en la URSS y la distribución de estos bienes entre la población. El déficit de alimentos que ahora aparece como tema de primer orden es endémico y es histórico. Es indudable que el régimen comunista ha mejorado inmensamente la situación general y el nivel de igualdad con respecto a la Rusia de los zares; pero en el mismo plazo, las naciones de tipo capitalista de Europa -cuyas imperfecciones y defectos nadie trata de defender- han logrado mucho más en la elaboración de la abundancia y en la aproxima ción de las clases sociales. Puede que entre los factores de esa mejora social en Europa esté la misma revolución soviética, como auténtico fantasma al que ahuyentar, dando más por menos trabajo a los desfavorecidos. Es también importante la exportación de la lucha de clases fuera de estas naciones: la explotación, por los nuevos y diferentes sistemas de colonialismo, de naciones del Tercer Mundo, en lugar de a las clases proletarias propias. Pero todo ello se ha concretado en la Europa occidental -y aun dentro de las desigualdades entre los países que amparamos con ese nombre- en una capacidad de inventiva, de evolución política y cultural, de formas ideológicas, de admisión de verdades nuevas y abolición de otras antiguas. Es decir, en una capacidad de adaptación a una dinámica de vida y una elaboración intelectual de esa misma dinámica. Quizá estas relativas virtudes -nunca, desgraciadamente, absolutas- son las que están fallando en estos momentos, y a este fallo le damos el nombre literario de desencanto.

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Pero el anquilosamiento de estas facultades ha formado parte durante muchos años de la política en la Unión Soviética. Anclado su sistema en una verdad inmutable y definitiva, defendida esa verdad a sangre y fuego, ha permanecido impermeable a todos los cambios, incluso a los que ha producido en su misma sociedad su propia revolución. El fenómeno conocido como estalinismo ha dirigido esa sociedad sin capacidad de evolución; ha encauzado su inventiva hacia lo meramente militar -incluyendo en ello, lógicamente, la investigación espacial y otras ciencias afines-; y los grandes logros realizados -a costa de tanto sacrificio- en el terreno de la promoción personal los ha convertido en una mecánica estéril: es decir, la capacidad de enseñanza gratuita para todos, o la extensión prácticamente ¡limitada de la cultura, los ha enfocado como una organización casi perfecta, pero con un contenido aberrante que ha impedido el desarrollo del pensamiento.

Las coordenadas trazadas por el sistema Stalin son indelebles. En parte, porque aún muchas de ellas,siguen siendo sacramentales. En parte, porque la ordenación de la sociedad no se puede cambiar. Así, la URSS se ve abocada hoy -y en ese clima se desarrolla la reunión del Soviet Supremo- a continuar el esfuerzo de armamento y a continuar manteniendo la vigilancia interior, la lucha contra las heterodoxias. En definitiva, las clases políticas se van sucediendo por orden cronológico, con una incapacidad exasperante para salir del inmovilismo.

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