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La pasión se desató en el Rocio antes del amanecer

A la Virgen del Rocío le dieron los almonteños un madrugón que hará historia. Dos horas antes: de que rayara el alba, momento querido por la tradición para que la imagen de la Reina de las Marismas salga a la calle para recorrer la aldea, un joven tuvo la fortuna, que otros llevaban intentando desde hacía una hora,- de encaramarse a lo alto de la verja que pone freno al ardor de la multitud.

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Eran las 4.30 horas de ayer cuando el almonteño, tras, saludar desde lo alto de las rejas, -dio un salto, abrió las cancelas desde dentro y desató la pasión contenida de sus paisanos. Cuando la cabeza de la ola de gente rebotó contra el fondo del presbiterio ya estaba el almonteño amarrado a uno de los brazos de las andas y el sacristán se había lanzado a la carroza para retirar la valiosa media luna que reposa a los pies de la Virgen.El templo se venía abajo por el griterío, y la campana que ocupa el lugar más alto de la espadaña de la ermita fue echada al vuelo. Así conocieron que sus paisanos se estaban ya emborrachando de Virgen dos almonteños que momentos antes lamentaban tendidos en la arena haber sucumbido a la tentación de los olorosos de la tierra. Los dos aún tenían luces suficientes para percibir que habían pinchado en la recta final, y uno casi lloraba mientras el otro intentaba convencerle que el medio de la calle no era el sitio más adecuado para dormir la papa: «Ahí no, Currito, que te va a pisar un caballo».

Llevar a la Virgen del Rocío es privilegio inmemorial de los almonteños. Hacerlo alguna vez, y a ser posible todos los años, imprime carácter para el resto de los días. Quien no lo haga siempre vivirá en cierta minoría dé edad ante sus paisanos. Sólo por concesión graciosa y después de haber suplicado debidamente el favor -jamás por las bravas- alguien ajeno a esa localidad marismeña logrará acercarse a rozar con sus dedos el manto de la Virgen. Y siempre sucederá cuando ya los almonteños se hayan saciado de Blanca Paloma.

La lucha sin cuartel hacia los forasteros no distrae, sin embargo, la atención de los almonteños hacia la competencia que proviene de sus propios paisanos. Dé ahí que la batalla por tomar posiciones ante la verja qué rodea el presbiterio del templo comience cada año al filo de la medianoche. Sólo quien haya logrado situarse en los aledaños de este cinturón de hierro,- en forma de herradura abierta, puede optar con fortuna al privilegio de ser el primero en pisar el terreno contrario, el exclusivo de la Virgen.

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Bengalas para la noche

En esta ocasión, los almonteños más madrugadores ya estaban amarrados a las rejas cuando a las doce de la noche comenzó el rosario que recorre todo el real del Rocío. Todas las hermandades, desde la de más reciente creación hasta la más antigua, se van sumando a una procesión iluminada tan sólo por las bengalas de variados colores que se encienden para crear ambiente en torno al Sin pecado. El efecto no puede ser más teatral: el recinto se salpica de colores que van cambiando a medida que se consume la bengala: aquí hay un halo verdoso; allá, otro amarillento; más al fondo va subiendo de intensidad un azul hasta convertirse en un blanco chispeante y plateado. El rosario es la transición entre el ambiente de feria ganadera y la explosión, fanática de religiosidad del amanecer.

Cuando la última hermandad abandona el templo, etapa f mal del rosario, la iglesia está de bote en bote. Son poco más de las tres de la madrugada- y aún faltan casi cuatro horas para que amanezca. Ya no hay sacerdotes en los confesonarios, y hasta lo alto de ellos se han subido los que pretenden disfrutar de mejor perspectiva y evitar el correoso cuerpo a cuerpo que libran los de a pie. Otros han hecho ascos a los tejadillos de los confesonarios y, tras forzar dos gruesas puertas, se han subido a los miradores que dan a la nave del templo.

El capellán se dispone a calmar los ánimos y pretende ganar tiempo oficiando una misa que luego irá prolongando a base de salves y otros cantos marianos. Pero ante el barullo reinante, el capellán, más que decir, grita la misa. Incapaz de hacerse oír como no sea avanzando en la lectura de los textos religiosos palabra a palabra, se produce un happening entre el oficiante y la multitud, que, lejos de relajar, sube la tensión. «Hermanos», dice el sacerdote. «¡Guapa!», brama la feligresía. « ¡Hermanos-guapa-hermanos-guapa-hermanos, vamos a seguir el santo oficio-guapa, guapa, guapa! ». Él diálogo o la disputa oficiante-pueblo se repitirá una y otra vez a lo largo de la misa. El discurso del sacerdote será también interrumpido por vivas a la Reina de las Marismas, a la Blanca Paloma, a la Madre de Dios. Siempre los vivas. se cierran con un solo: alguien grita «¡Rocío!». Y, suenan tres disparos: «¡Guapa, guapa, guapa!». La multitud se aplaude a sí misma.

Salves para calmar

Fináliza la misa , que dura como una hora. Son las cuatro de la mañana y de la verja sale como un tejadillo de manos y brazos que sigue perpendicularmente la línea de escalones que bajan desde el presbiterio a la base de la nave. El sacerdote desea prolongar la situación y entona una salve, a la que hábilmente va sumando. rezos y cantos. Las peleas en,torno a la verja son incesantes. Comienzan a prodigarse los saltos en torno a la medialuna de hierro. Cada intento arranca «¡ah!» de los que están pendientes del altar dentro del templo y en la gran explanada.

La lucha entre el rito -el orden establecido y la espontaneidad se va decantando en favor de la segunda opción. El capellán llega a quedar anulado en sus intentos de frenar el gentío hasta el umbral del día -la regla establecida- porque los saltos se suceden sin parar. Ya nadie se -acuerda del oficiante. Es entonces cuando, saliendo desde atrás, un joven salta en el mismo centro de la verja. Está a punto de perder los pantalones, pero se zafa y aún tiene tiempo de saludar antes de lanzarse al otro lado. Aprovechando el flujo abierto en primera línea, otros tres o cuatro jóvenes están en lo alto de la verja cuando él abre las cancelas.

Al sacristán sólo le da tiempo a retirar la media-luna que brilla a los pies de la Virgen. Al momento, los candelabros y los ramos de flores, flotan sobre la multitud que se agolpa en torno a las andas. Surge de pronto una mujer de mediana edad vestida de negro que se sitúa en el mismo trono de la imagen y se

La pasión se desató en el Rocío antes del amanecer

La vida. en el Real tampoco es lecho de rosas. El romero permanece cuantas horas esté en este lugar bajo la presión de sucesivos anillos de ruido: los tambores suenan a dos, tres, cuatro, diez, quince, treinta, cincuenta, cien metros. Los redobles más cercanos se superponen a los más lejanos, pero todos torturan el tímpano. Cohetes, campanas, ruidos de cañas, palmas, miles de personas cantando sevillanas a la vez. Se duerme en camastros, cuando se duerme, o tumbado en la arena caliente. Uno ha llegado a la conclusión de que hay que haber vivido próximos a la jaima durante siglos para sacar a esta fiesta todo su sabor. Algo tiene que haber en el fondo de los rocieros, y su número no para de crecer, para que en plena faena del campo -para qué hablar de los que viven en la ciudad- cientos de miles de andaluces lo dejen todo aparcado durante varios días para practicar el nomadismo rociero. Y la juerga no decae.

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