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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Reagan y la crisis de mando en Estados Unidos

EL REGRESO de Reagan a la Casa Blanca no consume enteramente la inquietud por su salud y su capacidad de trabajo. La convalecencia va a ser larga, y los viajes presidenciales han sido suspendidos para las próximas semanas (entre ellos, la visita que debía hacer a López Portillo, en México, a finales de este mes); parece que también se cancelan citas o se pide a los visitantes que se mantienen en la agenda que sean breves y lo menos conflictivos posible. La inquietud parte del intento, demasiado ostensible, de reducir la importancia de su herida desde que, en el primer momento, se dijo que había resultado ileso hasta las contradicciones en los sucesivos partes: se ha formado una opinión desconfiada, decidida, por tanto, a alimentarse de rumores; uno dice que el principal daño de Reagan ha sido psicológico -un fuerte choque-; otro, que no podrá nunca recuperar la tensión necesaria para el cargo y la capacidad de trabajo, que era una de sus características.La estructura orgánica de Estados Unidos es lo suficientemente previsora para que un fallo total -una retirada- del presidente Reagan no fuera fatal para el tipo de política emprendido por esta Administración. El vicepresidente Bush pudo ser especialmente elegido para la eventualidad de un desfallecimiento biológico -por edad- de Reagan-, el desempeño de sus cargos anteriores y su capacidad le califican para ocupar la Presidencia. Su identificación con la política de la campaña electoral es suficiente. Sin embargo, entre la recuperación total y definitiva de Reagan o su retirada, como dos extremos, se está produciendo una situación intermedia poco clara. La crisis de mando en la política exterior se había producido antes del atentado, y se está acentuando después de él. Crisis de poder principalmente entre el vicepresidente y su comité para situaciones de emergencia, el secretario de Estado, Haig, y otros departamentos ministeriales, y los consejeros de la Casa Blanca. En una parte considerable estaba centrada en las aspiraciones de sucesión a Reagan para las próximas elecciones -en el supuesto de que la edad y la fatiga del cargo ejercido durante cuatro años le forzaran a la renuncia a la reelección- a la que aspiraban el vicepresidente Bush y el secretario de Estado, Haig: lucha que estalló prematuramente, pero que debería desarrollarse paulatinamente durante los próximos tres años -hasta el principio del año electoral-, pero que ha sido acelerada por el atentado y por la velocísima, y poco correcta, toma de posición de Haig en ese mismo momento.

Todo este malestar deberá resolverse en el momento en que Reagan ocupe totalmente el poder que ahora tiene disminuido casi en un 80%; y una de sus primeras tareas deberá ser la de clarificar la delimitación de funciones, incluso forzando alguna dimisión, que, evidentemente, no puede ser la de Bush: primero, porque está elegido por el pueblo; segundo, porque está identificado por la política presidencial. Las sospechas de que el hombre que podría desaparecer es Haig se acentúan. En los tres meses de ejercicio de su cargo ha provocado considerables conflictos internos y externos, y ha ganado firmemente la oposición de la mayor parte de la opinión política. Toda la Constitución de Estados Unidos, desde los textos fundacionales a las sucesivas enmiendas, está destinada a evitar los excesos de poder, quizá como una respuesta de suspicacia a la situación de autocracia colonial de la que salió el país hace doscientos años. Haig ha levantado toda clase de sospechas y de reticencias. El viaje relámpago que acaba de realizar por Europa y por el Oriente árabe ha estado cuidadosamente doblado por otro del secretario de Defensa, Weinberger, como si se quisiera demostrar a los aliados más próximos que las cuestiones militares tienen otras vías, y no sólo las del Departamento de Estado (precisamente con el Pentágono ha tenido Haig algunos de sus choques frontales). Aunque los comunicados de los países que ha visitado son, como es costumbre, testimonios de acuerdo, parece que hay algunas reticencias más allá de las previstas. Haig pareció un excelente interlocutor de los europeos cuando fue comandante supremo de la OTAN, cargo que justificaba una rudeza militar; pero es más dudoso como jefe de la diplomacia de Estados Unidos, puesto que requiere otro tacto y otra suavidad de costumbres. En Londres se produjo un incidente muy señalado por la Prensa: en la conferencia para los medios de información que dio con lord Carrington, éste se precipitó en alguna ocasión para cortar las respuestas de Haig, como si prefiriese que no hablara demasiado.

Puede, por tanto, que la clarificación que haya de hacer Washington a su política exterior pase por la salida de Haig. Podría suceder que alguna de las amenazas de dimisión que emite con frecuencia sea aceptada.

Pero lo primordial en todo ello es que se clarifique la situación misma de Reagan. Es decir, que haga las demostraciones suficientes de que ha vuelto a ser el hombre que era.

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