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También en Francia, hace ahora 20 años

Un sábado del mes de abril de 1961, el día 22 de madrugada, Radie Argel emite una proclama con discernibles influencias tejerísticas: «El Ejército ha tomado el destino de Argelia en sus manos. Seguid estrictamente las consignas que os daremos. No toleraremos cualquier otra iniciativa...». Que no sea, por supuesto, militar, pues este texto era del coronel Argoud. Minutos después cae el llamamiento oficial de los sediciosos: «Oficiales, gendarmes, marinos, aviadores, en Argel, con los generales Zeller y Jouhaud en contacto con el general Salán, debemos cumplir nuestro juramento: conservar Argelia. Un Gobierno dejador se dispone a entregar la provincia de Argelia a los rebeldes. ¿Queréis que Mezelquivir y Argel sean bases soviéticas, mañana? Conocemos vuestro sentido del honor, vuestra disciplina y vuestro orgullo. El Ejército será fiel a su misión, y las órdenes que os daremos no tendrán otro objetivo. El alto mando se reserva el derecho de extender la acción a la metrópoli para reconstituir el orden constitucional y republicano, gravemente comprometido por un Gobierno cuya legalidad es evidente para toda la nación».En Francia, atónitos. Había una confianza verdaderamente ciega en los levantiscos. El ministro de la Defensa, a la sazón, que luego fue primer ministro, Pierre Mesismer, tranquilizaba a unos periodistas ingleses dos días antes: "No digo que no haya brotes de mal humor, reacciones de descontento, pero es inimaginable que el Ejército se indiscipline». Y hasta el general Gambiez, comandante supremo en Argelia, afirmaba con notoria miopía y exageración, antes de que lo arrestaran los sublevados: «El Ejército obedece, y no está dispuesto a experimentar un nuevo 24 de enero». (Ese día de 1960 se levantaron barricadas en Argel, ante la pasividad de buena parte del Ejército; las hicieron aquellos civiles de efímera celebridad: Lagaillarde, Ortiz, Susinni...).

Esta vez los cabecillas son exclusivamente militares. Desconfían de los civiles. Generales retirados, sin mando, por haber estado implicados en intentonas anteriores. Uno de ellos, Salán, había sido destituido y vagaba por Madrid preparando el golpe. Otros dos eran Jouhaud y Zeller; el jefe supremo de los revoltosos, Challe, de gran prestigio y que se había mantenido fiel cuando las barricadas.

Esos cuatro generales, que hubiera cantado Paul Robeson, apoyados-empujados por una pléyade de coroneles, lectores oblicuos de Mao, pues se sabían lo del pez en el agua y por ello erigidos en ideólogos de la guerra contrarrevolucionaria, y en planificadores de la acción psicológica (Godart, Lacheroy, Areloud, Gardes), se tiran a degollar el poder, y con él, la política de autodeterminación para el pueblo argelino establecida por el general De Gaulle y refrendada masivamente por el francés el 8 de enero de aquel mismo año.

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¿Su división Brunete?: el primer regimiento de paracaidistas, que ya se había distinguido por su actitud ambigua en la anterior conjura. Toman el palacio, la televisión, secuestran al delegado general del Gobierno, Jean Morin; al general Gambiez, ya dije que jefe del Ejército en Argelia, y, de paso, al ministro de Obras Públicas, Robert Buron, que andaba por allí de viaje.

La noticia llega a París por la radio y cae en pleno desayuno. Se reúnen los Ministros en el hotel Matignon bajo la presidencia de Michel Debré, que toma la dirección de las operaciones. (Para siempre quedará la imagen televisiva de aquel Michel Debré enternecedor, cómico-patético, mal rasurado, que haría, un inefable llamamiento a los parisienses para que fueran a enfrentarse con las manos vacías, «a pie, en coche...» (hay quien asegura que a caballo también) a unos imaginarios paracaidistas que aterrizaban en Orly.

El único tranquilo es el general De Gaulle. Permanece en contacto telefónico con el jefe del Gobierno, el susodicho Debré, y con sus ministros. Los sondea. Algunos le proponen la instalación del Gobierno en una.provincia: otros maquinan soluciones tan rayanas en el surrealismo que caen en el chaqueteo. El general presidente anotará todo, y al volver la bonanza alounos de sus colaboradores pagarán con sus cargos el exceso de imaginación. « Lo más grave de todo este asunto», decía, «es que no es serio...».

Sí que lo era. El golpe tenía ramificaciones importantes en la metrópoli. En el domicilio parisiense del general Faure descubriría la policía un plan preciso, metódico, perfecto, de ocupación inmediata de la capital (como diez Valencias) elaborado por el coronel Godart.

El día 22, el Consejo de Ministros decreta el Estado de urgencia, confiando el caso de los cuatro generales aviesos a la justicia. Y el domingo 23, habiendo revestido el uniforme militar, luciendo dos pálidas estrellas de cinco puntas (en el quepis del jefe de los amotinados, Raúl Salar, brillaba una constelación de cinco estrellas de veinticinco puntas si se sumaran), De Gaulle, digo, dijo aquel día a sus súbditos, pues fue con entonaciones monárquicas, las siguientes palabras históricas: «Un poder insurreccional se ha establecido en Argelia por medio de un pronunciamiento militar. Los culpables de esa usurpación han explotado la pasión de los cuadros de ciertas unidades especializadas, la adhesión entusiasta de una parte de la población de origen europeo (...). Ese poder tiene una apariencia: un cuarterón de generales retirados. Tiene una realidad: un grupo de oficiales partidiarios, ambiciosos y fanáticos. Ese grupo y ese cuarterón poseen una habilidad expeditiva y limitada. Pero no ven ni comprenden la nación y el mundo más que deformados por su frenesí. Su actitud conduce directamente a un desastre nacional. (...) He aquí el Estado denigrado, la nación ofendida, nuestra potencia minada, nuestro prestigio internacional disminuido, nuestro lugar y nuestro papel en Africa comprometidos. ¿Y por quién? ¡Helás, helás, helás!, por unos hombres cuyo deber, cuyo honor, cuya razón de ser era servir y obedecer.

En nombre de Francia ordeno que se utilicen todos los medios -insisto en que todos los medios- para detener a esos hombres, en espera de vencerlos. Prohibo a los franceses y, en primer lugar, a los soldados, que ejecuten sus órdenes (...)».

Con el artículo 16º en la mano, que le concede plenos poderes, De Gaulle tiene las dos libres para tomar una serie de medidas urgentes, como la detención del general Faure, yugulando así la operación resurrección, o toma de la capital. André Malraux, guiñando los ojos y de un lirismo arrollador, ni que estuviera en la sierra de Teruel, arenga a la muchedurribre y sueña con distribuir armas. Pero De Gaulle ganará la guerra sin jugar con fuego, sólo con transistores. Los soldados del contingente obedecen al general-presidente, que les dice que desobedezcan a los otros cuatro. Los cuales generales, al verse sin huestes, huyen a la clandestinidad, menos Challe, que se entrega y es encarcelado en la Santé de París. Los legionarios del primer regimiento se refugian en el cuartel de Zeralda y días después lo abandonan, por haber sido disuelto su regimiento.

La reacción Popular en Francia se diversificó entre la perplejidad, la angustia, la espera y una huelga general de una hora, en la que participaron once millones de trabajadores. Con razón dirá Michel Debré, el día 26, que «este éxito se debe al general De Gaulle, a la confianza que en él tiene el pueblo francés». Y el primer ministro reconoce ahora: «El golpe ha sido brutal. Su brevedad no debe hacernos olvidar su gravedad excepcional».

Poco a poco van cayendo generales, además de los cuatro cabecillas y de variados coroneles. Entre los generales implicados figuran Allard, De Beaufois, Bigot, Petit, Gouraud, Nicod, que se reúnen con los otros en la Santé, sin olvidar una cohorte de capitanes. En un nuevo discurso del 8 de mayo este, el general De Gaulle insiste en la necesidad «de castigar a los culpables, por mucho que le duela a los que tengan que encararse de ello, así como a mí mismo. Nadie está obligado», añade, «a servir al Estado. Pero los que deciden hacerlo deben saber que este servicio es una noble y estricta obligación Lo cual se aplica, evidentemente, a su brazo secular; es decir, al Ejército, a la policía, a la justicia...».

Al mismo tiempo hay un deseo de reducir la insurrección a proporciones más modestas. El Ministerio del Ejército habla en un comunicado de «un reducido número de indisciplinados», y otro ministerio se congratula por «la seguridad de los reflejos de los servidores del Estado», como si opusieran una resistencia pasiva a las consignas de De Gaulle, por restar importancia al apoyo popular, mantener una depuración del Ejército «razonable» para no desmantelar los cuadros ni destruir el espíritu de disciplina. La jerarquía militar se hubiera contentado con reorganizar el mando en Argel, soslayar el papel que habían desempeñado los soldados rasos, y que se olvidasen de las órdenes de insubordinación

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que les diera el jefe de la nación desde París, donde se acentuaba el malestar de Michel Debré deseando inipartir ejemplarmente la justicia, más espantado ante la importancia numérica y cualitativa de las personas comprometidas.

Pero De 6aulle exige luz y justicia, que las necesita para llevar a cabo su política de repliegue de Argelia y en la lucha contra la OAS. Se aclara la participación de varios militares en el «compló de París», y resulta que hasta el edecán del ministro del Ejército estaba confabulado con los intrigantes. Empiezan los procesos y llueven las sentencias:

General Jouhaud, condenado a muerte (amnistiado en 1966); coronel Gardes, condenado a muerte por contumacia; general Salan, cadena perpetua (amnistiado en 1968); general Challe, quince años de arresto mayor (amnistiado en 1966); general Zeller, quince años de arresto mayor (amnistiado en 1967); general Faure, diez años de arresto mayor; comandante Faure, diez años de arresto mayor; comandante Sabouret, diez años; capitán Saint Rémy, diez años; suma y sigue...

Crece un odio mortal en una parte del Ejército contra De Gaulle, y un coronel hubo que se apostó en la encrucijada del Petit Clamart, el 22 de agosto de 1962, al frente de un comando que acribilló el Citroen DS en que viajaba el presidente: Bastien Thiry, cristiano místico de extrema derecha, fue fusilado el 11 de marzo de 1963.

Los militares franceses, «siempre denostados en demasía o ensalzados desmesuradamente», según Alfred de Vigny, salen de esta prueba sin excesos de honor ni cubiertos de infamia. La actitud leal de unos compensa la traición de otros. Pero De Gaulle se encuentra con que la independencia de Argelia le arroja a la metrópoli un aluvión de oficiales extremadamente politizados por las guerras (y las derrotas) en Indochina y en Africa. Su quite consistirá en intensificar la tecnificación del Ejército (la famosa force de frappe atómica) y en desmitificar a los oficiales, convirtiéndoles en funcionarios de la defensa nacional.

Los primeros decretos reducen considerablemente las responsabilidades de los militares en el mantenimiento del orden interior. A duras penas, ya que muchos de los altos mandos habían luchado contra el Vietnam o contra los felagas, y siguen empecinados en limpiar la nación de las ideas de izquierda. Mas poco a poco se va relegando al cuarto de los trastos viejos el concepto de «enemigo interior», y disposiciones como el estado de sitio, en que el poder pasaba íntegramente en manos castrenses, sustituyéndolo por un sistema más flexible que deja en todas las circunstancias los servicios civiles a las órdenes de sus propios jefes.

Segunda serie de medidas: al general De Gaulle le sobraban unos 4.000 oficiales del Ejército de Tierra. Les ofrece privilegios tentadores para que abandonen las armas. Entre ellos:

- Derecho al retiro, sin reducción de salario, al cabo de veiriticinco años de servicio. En ciertos casos esta pensión se podrá calcular según el salario del grado inmediato superior.

- Los que se beneficien de estas dispbsiciones podrán acumular la jubilación con un salario en un ente público, o en la enseñanza.

- Algunos oficiales podrán reemplazar en la administración de los ejércitos a los civiles que se jubilen.

En cuatro años, el Estado francés se libró de los elementos militares más revoltosos, pues el ministerio se reservaba la facultad de negar estas ventajas a los oficiales que considerase indispensables para el funcionamiento del Ejército.

Le faltaba a De Gaulle, para coronar su obra, transformar el reglamento del Ejército de Tierra. Lo hizo en 1966, estableciendo uno nuevo que significa una neta evolución de la disciplina entre los miembros del Ejército.

Desde las primeras frases se insiste en que el espíritu militar procede del espíritu cívico y de la fidelidad a la ley, expresión de la voluntad nacional. El Estado señala las misiones del Ejército y le proporciona los medios para cumplirlas.

El militar es, ante todo, un ciudadano, y el Ejército está integrado en la nación, es un instrumento de la nación. El nuevo reglamento reconoce la posibilidad, a un subordinado, de tomar ciertas distancias ante su superior, y en todo caso, de desobedecer si las órdenes no corresponden al espíritu de la nación.

Esta es la infeliz historia de esta desventurada odisea de cuatro generales franceses hace veinte años. Ven, pues, como dice Torres Villarroel y te informaré de otra, si no tan culpable, a lo menos más derramada y lastimosa.

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