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La desestimación del presente

Javier Marías

Resulta en verdad sorprendente la incapacidad de disfrute de que estamos haciendo gala los españoles durante las útimas semanas. Mi memoria -no muy larga, bien es cierto- no alcanza a recordar circunstancias más propias a la diversión, el apasionamiento, la emoción, las risas, la alegría, la excitación general -la fiesta, en suma-, que las producidas en este país desde el momento en que Tejero entró, pistolla en mano, en el Congreso de los Diputados.... hasta ahora mismo, cuando todavía colean sin cesar los rumores, anécdotas y ntievas de todo tipo y están pendientes los juicios a Ios conspiradores. Por supuesto, que la diversión estuvo agazapada durante horas: sólo nos percatamos de ella -sólo afloró el buen rato pasado incluso en la noche del 23 al 24 de febrero- cuando todo hubo terminado, como en las historias de horror.Digo cuando todo hubo terminado muy a conciencia y sin temor a que se tome por una frivolidad. Pues si nos atenemos al puro presente, el asalto a las Cortes, ese intento de golpe de Estado, terminó efectivamente, y de la mejor manera posible. Si en este país no hubiera, como parece, una arraigadísima propensión al melodramatismo y la queja perpetua, sería este momento para estar batiendo palmas de contento y pidiendo, con voz clara y fuerte, que se desenmascare y castigue a cuantos hayan tenido parte y responsabilidad en la tentativa: militares, civiles (¿sólo uno?) y apologistas. Sería incluso el momento de que todos aquellos que temen al Ejército como corporación le preguntaran cuanto sintieran necesidad de preguntarle: sin miedo o con él, pero a las claras, preparados para recibir hasta la peor de las respuestas. Ateniéndose a saber en vez de no querer saber. La sensación que muchos españoles tuvimos el 23 de febrero de que los últimos cinco años no habían sido más que el recreo escolar que ahora tocaba a su fin, ha sido, tal vez, la más lameiritable y humillante de todas. Más aún lo sería que, a partir de esa fecha, viviéramos, en efecto, como se vive un recreo.

No sé si existe algún medio eficaz y real para evitar que esa sensación vuelva un día a invadirnos, pero de lo que no me cabe duda es de que la forma de ahuyentarla no consiste en aguardar fatalmente su nueva irrupción ni en las posturas derrotistas que entre muchos escritores y articulistas -y, como reflejo de ellos, entre mucha gente en general- me parece que se están dando.

Este país quizá ha cambiado tanto que, lejos de confiar en su famosa improvisación, lejos de entrarse en el más absoluto presente -pr inseguro, azaroso y hasta tétrico que pueda aparecerse-, lo está desestimando en aras de su preocupación -lícita, pero conservadora y timorata- por el futuro. Lejos estamos del dicho «que nos quiten lo bailao». Casi nadie, hoy por hoy, se atreve a bailar. Antes al contrario: cuando más divertido y risueño debería estar este país por el fracaso de un atrabiliario golpe de Estado (motivo de alegría como conozco pocos, teniendo en cuenta que la intentona se produjo y que grave y que de poco sirve pensar que más alegres aún estaríamos si no la hubiera habido), resulta que no surgen más que cenizos, aguafiestas y agoreros.

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Los hay de diversas índoles: desde, por ejemplo, el jactancioso caballero que tiene que ser más lúdico y más mágico que nadie y trata de aguarnos nuestra modesta diversión contándonos sus andanzas incomparables (aunque al final del cuentos descubrimos que lo único incomparable es la cantidad de dinero que el protagonista puede tener a mano hasta en los momentos más peliagudos), hasta, también por ejemplo, el caballero paternalista y curil que nos advierte por enésima vez de las vanidades del mundo (aunque no renuncie a la pequeña vanidad de publicar su artículo por si acaso) e intenta convencernos de nuestra empecinada ingenuidad por haber acudido a una manifestación. Poco sentido de la diversión hay en todo esto, menos aún del espectáculo. Ni entro ni salgo en la significancia política de esa procesión madrileña anticipada, ni en los intereses visibles u ocultos a que pudo servir, ni en si fue útil o no, ni en si estaba organizada desde arriba o desde abajo. Todo, ello es discutible. Lo que sí puedo decir es que, sin duda, ninguno de los que allí estábamos habíamos oído jamás el sonido -increíblemente nuevo, distinto a todo, inefable, impresionante- que producen más de un millón de gargantas -o menos, tanto da gritando lo mismo, algo, al unísono. Ya sólo por eso ha valido la pena la existencia de esa manifestación. Y estoy convencido de que nos divertimos más que si nos hubiéramos quedado en silencio y en casa.

Pero los más abundantes son los cenizos o agoreros que, desestimando, menospreciando el presente, piensan única: y exclusivamente en la próxima. Coinciden ellos con los partidarios del golpe. Estos han vislumbrado la posibilidad de triunfo -puesto que la hubo- de lo que desean, y es lógico que acaricien ese atisbo con optimismo, consolándose con un otra vez será. Pero la inmensa mayoría de la población, enemiga: del golpe, que lo que ha visto, sí, son las orejas al lobo y que, en consecuencia, se siente preocupada, ¿"por qué va a adoptar, sin embargo, la misma postura que sus escasos adversarios o a estar segura de su derrota final? No hay más final en la vida que el que supone el presente. ¿Por qué, entonces, esa desestimación de¡ aquí y ahora, por qué esa incapacidad, de disfrute y alivio -por momentáneos que puedan temerse-, por qué ese aferramiento al pasado y a un futuro que sólo parece concebirse como idéntico al pasado? Da la impresión de que el pueblo español creyera a pie juntillas en el mito del eterno retomo y, además, a corto plazo.

Si no hay un nuevo golpe y la democracia sigue su insulso camino de los últimos años, mucho me temo que tiempo habrá de sobra para volverse a desencantar o, lo que es más exacto, a aburrir. Si lo hay.... que nos quiten lo bailao. Pero mientras no lo haya, mientras nuestro presente niegue su existencia, mientras se pueda hacer algo para que no lo haya -aunque sólo sea hacer como que no lo va a haber para desanimar a cuantos hacen como que sí: preferentemente sus partidarios-; mientras aún perduren las vivificantes emanaciones derivadas del fracaso del que sí hubo, mientras aún dure esa fiesta -carnavalada, claro está, como todas las fiestas-, ¿por qué desaprovecharla? ¿Por qué diablos no pensar con alegría... que el baile sigue?

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