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La atrofia

La política española, en su conjunto, pasa por uno de esos períodos monográficos con que de cuando en cuando nos obsequia la clase política, que parece tener sólo cuerda para un único registro. El tema del día, y del año, obvio resulta decirlo, es el de las autonomías. Las autonomías son, en estos momentos, el alfa y la omega de la actividad política, y a su margen apenas queda sitio para otro tipo de preocupaciones. Si acaso, el problema económico y la siempre triste actualidad del terrorismo pugnan por ocupar un lugar en el ranking; pero, dado el fatalismo con que normalmente son abordados, es difícil que puedan competir con la burbujeante realidad del embrollo autonómico. Buena prueba de todo esto fue la esperada conferencia de Prensa del presidente Suárez. En ella hubo una docena larga de preguntas que se referían, de alguna u otra manera, a cuestiones relacionadas con las autonomías y ni, una sola dedicada a temas económicos. Y, por supuesto, cuestiones tales como la universidad, la enseñanza, la investigación, la energía, las libertades públicas, la cultura, el abstencionismo electoral, el rol que pretende jugar la Iglesia católica en el tema del divorcio, la sanidad, etcétera, no merecieron ni un solo minuto de atención. Podría decirse que, en definitiva, ese fue problema exclusivo de los entrevistadores. Pero es de temer que éstos actuaron de manera refleja respecto a la clase política, y en este país empieza casi a ser una impertinencia preguntar a un político -que no sea el ministro del ramo- qué piensa, por ejemplo, de la situación de la universidad, o si considera. probable, a medio plazo, el racionamiento de la gasolina. Como se sabe, la política por estos pagos se escribe siempre con mayúsculas, y palabras tales como crisis, autonomías, pacto, coalición, Estado, etcétera, evitan referencias, siempre incómodas, a problemas y a sus soluciones, que no dejan lugar a ningún tipo de abstracción.Naturalmente, nadie puede decir que el tema autonómico sea un hecho político menor. Obviamente no lo es, y no sólo en las nacionalidades históricas. La construcción del Estado de las autonomías y, aunque hasta el momento hayan brillado por su ausencia las explicaciones y los comportamientos coherentes del Gobierno y de los partidos estatales (andamos ya por la tercera o cuarta lectura del problema), es sin duda, la apuesta más imaginativa y vanguardista, políticamente hablando, de la democracia española. Más discutible es, sin embargo, dejando aparte los casos de Euskadi y de Cataluña, probablemente Galicia y, por otros conceptos, Andalucía, que en estos momentos no parezca existir otro tema digno de atención y de discusión políticas. Una sociedad democrática se construye con muy diversos materiales, armonizados y jerarquizados, y la obsesión monotemática autonomista (que, en algunos casos y lugares, es descaradamente manipulada por la clase política aspirante a ser cabeza de ratón) está sirviendo para pasar de largo o de puntillas sobre otros aspectos igualmente preocupantes de la realidad. Algo muy importante no funciona cuando se habla más de autonomía que de subdesarrollo y paro en Andalucía, Extremadura o Canarias, y el vibrante nacionalismo de nuevo cuño es presentado como una especie de ungüento amarillo para resolver, prácticamente de inmediato, todos los problemas. La rapidez y el entusiasmo con que la izquierda ha enarbolado esta bandera y los constantes trompicones y devaneos de los sucesivos Gobiernos de UCD (tres ministros -tres- en este ramo en menos de dos años), terminan de redondear el poco aleccionador panorama que ahora se intenta recomponer (pero ¿sobre qué visión de conjunto?), a base de mesas redondas en la Moncloa. Por supuesto que nadie se ha dignado traducir en cifras (¿por qué los políticos españoles son tan poco dados a los números?) lo que le va a costar al contribuyente la docena larga de parlamentos y de Gobiernos regionales que se divisan en el horizonte del próximo quinquenio. Desde luego las preferencias en política siempre son discutibles. Pero lo que está absolutamente claro es que no sólo de autonomías puede vivir una democracia que se resiente, desde sus inicios, de haber prestado bastante más atención al andamiaje jurídico, imprescindible, pero, en cualquier caso, no suficiente, que a ahondar sus cimientos en el tejido social.

No creo que sea fruto de la casualidad el que ya se esté hablando con cierta asiduidad de las elecciones de 1983. A eso se llama poner el carro antes que los bueyes. Por lo visto, aquí, sin un horizonte electoral, no hay quien se mueva. Y el caso es que el país necesitaría olvidarse un tanto de las elecciones e intentar recuperar el electorado. El aislamiento de la clase política respecto a sus electores es uno de los rasgos más atípicos de esta democracia, en relación con sus homónimas de Occidente. Aislamiento físico (aunque en esto, desdichadamente, algo tengan que ver las cuestiones de seguridad impuestas por las circunstancias) y aislamiento o falta de sintonía con las preocupaciones de la calle. Más de un año y medio después de celebrarse las elecciones legislativas y municipales, no se ha hecho -o al menos no se ha publicado- ni un solo análisis sobre los motivos que hicieron que casi un 40% de la ciudadanía pasase de urnas, incluidos los referendos Por los estatutos de autonomía de Euskadi y Cataluña. Los partidos parecen escasamente interesados, refugiándose en la abstracción del desencanto, en desentrañar un problema que es un síntoma grave de debilidad democrática. Muy por el contrario, actúan como si el problema no existiese. Así, el lendakari Garalkoetxea, en su paso por Madrid, habló constantemente imbuido de un carisma popular autoasumido, sin tener en cuenta en ningún momento los pies de barro que significa el haber sido elegido únicamente por el 22% de los electores vascos. Y lo mismo puede decirse del resto de los lideres políticos, todos ellos muy lejos de asumir las consecuencias que se derivan de ese tremendo vacío. Aquí, además, sí que no vale el pretexto de que en todas partes cuecen habas. Las recientes legislativas en Portugal y Alemania Oriental, con el 85,4% y el 118,7%, respectivamente, de participación electoral, prueban que el fenómeno abstencionista es una notable singularidad española que debería ser combatida desde ya, y no asimilada como un hecho irreversible.

Si se observa con un mínimo de atención la política española de estos últimos meses, se verá lo poco que se ha avanzado en el apoyo social a la democracia. Felipe González se refirió a ello, basado en un estudio de opinión, en su intervención en el Siglo XXI. Nada dijo, sin embargo, de la desbandada en la militancia de los partidos de izquierda, que son precisamente los que la necesitan, otro peligroso indicador al que no se quiere prestar atención. Pero hay cosas de las que nadie quiere oír hablar. Por otro lado, el acolchamiento y acomodación de la opinión pública española ante el fenómeno terrorista es absolutamente suicida, y revela, entre otras cosas, la ausencia de registros de autodefensa democrática. Una sociedad que no salta al unísono cuando, como sucedió días pasados y volverá a suceder desgraciadamente, se asesina a alguien por motivos estrictamente: ideológicos, es que tiene totalmente atrofiada su conciencia ciudadana. Compárese la reacción de la sociedad y políticos franceses ante el atentado de París, con esos funerales donde la asistencia está en razón directa a la ideología de la víctima. Como suelen reconocer algunos políticos vascos con aterrador sarcasmo, no se puede ir a todos los funerales..., por falta de tiempo. Está claro que aquí pocos quieren ser judíos. Y, sin embargo, o a esta sociedad se la saca de la atrofia, y eso no se consigue con lo autonómico como único menú y, mucho menos, vendiéndolo como caramelos, o la política española no saldrá nunca del círcuIo de los elegidos. Es decir, no será nunca democrática.

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