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Tribuna
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Todo claro

A los que tenemos alguna afición a la lectura de la historia, y probablemente por ello recibimos la tentación de analizar la política, resulta fácil que en ocasiones como las actuales no encontremos justificaciones a la supervivencia de algunos personajes y a que se produzcan algunos sucesos o determinados hechos. Entonces alzamos los hombros y decimos con impotencia: «¡España es imprevisible!». No es descartable esta posibilidad, pero no es una buena respuesta siempre. Mi proximidad a los políticos específicos, por razones de oficio y en ocasiones de inclinación, me ha facilitado poseer un rico muestrario de ellos. En resumen, tienen dos grandes y contradictorias constantes: son a la vez inocentes y pícaros. A veces son obstinados contra el muro -sin identificar el muro- y otras son trapaceros, infieles, habilidosos, y algunos, hasta indeseables. Para el común de la gente, un político es respetado y hasta admirado, pero no serio. Las gentes abrazan a un político, pero tienen la evidencia de que es un farsante. Un farsante admirable.Yo he tenido estos últimos años la fortuna de un desplazamiento que me ha proporcionado perspectiva, o eso tan célebre de Unamuno de «país, paisaje y paisanaje». Estoy viendo lo que pasa desde el paisaje, y no desde la atmósfera; y entonces no me parece serio exclamar ahora eso de «la España imprevisible» ante tanto disparate, cuando lo veo todo meridianamente. Lo malo es que no me atrevo a decirlo, ni siquiera apoyándome en aquello de Quevedo: «No he de callar, por más que con el dedo,/ya tocando la boca, ya la frente,/ silencio avises o amenaces miedo./¿No ha de haber un espíritu valiente?/¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?/¿Nunca se ha de decir lo que se siente?/ Pues no voy a ser valiente porque la libertad de expresión, amparada por la Constitución de 1978, se detiene allí donde una afirmación no probada puede constituir delito; y yo no puedo probar un análisis tan cierto como que me tengo que morir. Por otro lado, esto se ha poblado de conspiradores, de murmuradores, pero no de valientes, y yo no voy a ser una excepción romántica e inútil. Por otro lado, mis cicatrices por el oficio periodístico de más de un cuarto de siglo apenas tienen un lugar inédito para la cornada. Lo que sí puedo asegurar es que en ese largo oficio nunca he cultivado las perlas de la sospecha y he rechazado siempre la especulación. Por eso he tenido más difamadores que discrepantes. He intentado siempre el rigor del testimonio y el ejercicio de la razón, y por eso he dejado a mis adversarios con la única salida de descuartizarme. El indicio de algo me llevaba siempre a alguna parte o a ninguna; mi única obligación era construir el rastro. Esto es lo que únicamente voy a hacer ahora.

Allá en la primavera última, cuando la célebre moción de censura al Gobierno, mis seguridades de lo que pasaba estaban completas; pero me faltaba eso que algunos juristas o dialécticos llaman «el argumento de la contundencia», y esperé a lo largo del verano los acontecimientos de septiembre. Había dos sucesos que contribuían decisivamente a «mis sospechas fundadas»: la dimisión de Fernando Abril y el alejamiento veraniego entre el presidente del Gobierno y el Rey. Eran dos hechos nuevos. Poco antes de emprender mis vacaciones de verano me dieron cuenta amablemente unos amigos de buena factura política, más crédulos que indagadores, de un texto admirable de análisis de la situación, al que únicamente puse algún reparo de naturaleza pragmática, porque de algunos personajes no tengo en mi poder solamente su biografía y su carácter, sino su radiografía; al regreso, y con la gente todavía no asentada en Madrid, Adolfo Suárez anunció su Gobierno de concentración parcelaria y de clara disposición electora para cualquier momento. Un Gobierno de pacificación de catalanes, de vascos, de gallegos y de andaluces, porque le han dicho «que la bolsa o la vida». Y la refundación con variantes de otra Confederación Española de Derechas Autónomas, una vieja Ceda federal, era una gran tentación. Un Gobierno de patinaje artístico para la banca y para la empresa. Un Gobierno para decirle a la derecha de Fraga, de Areilza o de Osorio que el destino de ellos ya fue trazado, y que cumplan con su deber de hacer progresista al señor Suárez. Un Gobierno para encerrar en las cuevas de Altamira, y poner vigilancia, a los señores Piñar, Silva y a sus militares de la reserva. Y un Gobierno para arrinconar a la izquierda a su sitio de la izquierda, y echarla cierres metálicos, dándole de comer por las rendijas; un Gobierno para decir a las centrales obreras que, a la hora de pedir, «solamente lo que se puede dar», y, a la hora del «coste social del trabajo», lo que hagan de productividad y lo que sufran de austeridad.

Pero resulta que este Gobierno nacía del mismo partido que los otros Gobiernos que habían fabricado la situación sombría que pintó Suárez en el Congreso. ¿Quién había estado al frente del Gobierno de la nación a lo largo de estos cuatro años? Suárez. ¿De dónde nacían estos barones en los que se fundamentaba la esperanza ahora? De otros Gobiernos del mismo presidente Suárez. Era todo lo mismo, y los mismos. Resultaba que era también el mismo presidente que durante su mandato había tenido lugar ese espeluznante relato del fiscal del Reino en la apertura de los tribunales. Salvo la crisis y encarecimiento del petróleo, de todo lo demás era titular de la responsabilidad. El hecho insólito, y escasamente democrático, es que con los votos únicos de su partido minoritario había estado gobernando desde mayo hasta septiembre. Con un partido inexistente en Cataluña y en el País Vasco -la gran zona industrial, económica y culta-, con Galicia en zozobra y con Andialucía enfrente, era «el Gobierno de la nación» desde los tres referendos célebres. Esta enorme desfachatez política, democrática y constitucional había que remediarla, y Suárez se ha tomado el tiempo que le ha parecido oportuno para vestir el muñeco. La primera parte era el Gobierno de concentración parcelaria de UCD, con los barones dentro, para que no le levantaran el suelo en restaurantes, libros, tribunas o cenas privadas. Un partido que no nace -como UCD- con una ideología desde abajo, sino que aparece en el poder y se hace desde el poder, para hacer frente a una determinada aventura histórica, es un foso de serpientes. O las echa de comer su propietario o le alargan el áspid. No es esta la condición personal de muchos personajes de UCD, sino la situación en que han sido puestos. No pocos de ellos están asustados. Aspiran a estar cerca de Suárez para ejercer sobre él cierta forma de control y no se vayan todos a «freír puñetas», que es una acertada prevención del propio líder del partido, manifestada el otro día en el Congreso.

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La segunda operación no era otra que agarrarse a lo más fácil, a los nacionalismos pedigüeños y constitucionales, a los cuales se daría lo que hubiera que darles, porque con ese compromiso había nacido la democracia, y con todos ellos en la bolsa de repante aparecía, ¡oh, prodigio!, el Estado de las autonomías, eso que no se sabía lo que era, más bien ilusión facturada en el siglo pasaido, y ahora lo fabricaban los nacionalistas vascos, catalanes, gallegos y andaluces. Y además, los cuatro eran de derechas, de procedencia frailuna, económica, liberal y hasta socialista con sifón.

La listeza ha sido común, y aquí hay que quitarse el chapó o el chambergo, arrastrarlo en el suelo admirativamente, como en la Corte de Luis XIII, y en paz. El andaluz Rojas pide el 151 o algo que se le parezca, y Martín Villa le da «lo que se le parece». Marcos Vizcaya se queja -justamente- de la pereza de Madrid en el ampliamiento del Estatuto de Guernica, y el Gobierno renuncia gloriosamente a la pereza. Roca i Junyent expone un programa de Gobierno a la Cámara desde su mera condición de diputado, y suena a gloria bendita en el banco azul. Suárez no es un creador, sino una creación. Suárez no se sostiene, sino que es sostenido. Suárez no es motor, sino carrocería. Suárez está en el poder, no es el poder. Suárez no es gobernante. ¡Es igual! Suárez no es parlamentario. ¡Da lo mismo! Suárez vino caído de la historia, y no del cielo, para ser prudente en esto y ser audaz en eso otro. Para sonreír en la comedia y para encajar los golpes en el ring. Tenía que ser un hombre cuya lujuria de poder le impidiera ver el país y la adversidad, porque precisamente en el orgasmo se cierran los ojos y se obnubila la mente por la líbido.

Nunca he tenido más envidia de Galdós que ahora. Me gustaría vivir el tiempo necesario para contar este episodio. Tampoco se lo puedo prometer a Lara porque lo publica antes de tiempo, y la historia se cuenta después. Resulta más atractiva. Nunca he deseado más librarme del periodismo que ahora. Estuve a punto de hacerlo en 1946, cuando un personaje de La Editorial Católica, convertido en director general de Prensa, rnutilaba bárbaramente mis artículos con la censura previa. Ahora no hay censura, pero el caso es que al periodista se le está asignando un papel grotesco en la comedia. Cuenta los chascarrillos de la política. La ventaja de la literatura, como decía Bernard Silaw, es que es la única profesión que permite ir sin librea.

En cualquier caso, de algo me he librado, y es de la obstinación. A algunos políticos les convendría igualmente ser más resueltos y menos obstinados. La obstinación es casi siempre ceguera.

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