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El Estado-providencia, confrontado en Suecia con la crisis económica

En la semana que precedió a los últimos comicios legislativos suecos del 16 de septiembre, en los institutos y colegios del país fueron organizadas elecciones entre los jóvenes menores de dieciocho años que no tienen derecho al voto. Sorprendentemente, el Partido Conservador (Moderata Samlingspartiet -el más derechista de los partidos parlamentarios- resultó vencedor, obteniendo en la mayoría de los casos más sufragios que el Partido Socialdemócrata Socialdemokratiska Arbetarepartiet). «Esto, junto con el avance electoral de los conservadores, demuestra que algo ha empezado a cambiar en Suecia», comentó a EL PAÍS Gosta Bohinan, líder del Partido Conservador.Primero de Mayo en Estocolmo. La izquierda socialdemócrata y comunista se ha echado a la calle como cada año. Pañuelos rojos alrededor de los cuellos, banderas rojas ondean al aire. Los manifestantes del Partido Comunista (Vaasterpartiet Kommunistierna), que integran la parte más vistosa del cortejo, profieren un sólo grito reivindicativo: «¡Queremos más guarderías.» «Cuando, después de tres años de Gobierno "burgués" en el país, los militantes del partido parlamentario más radical formulan una reivindicación tan "revolucionaria", ponen en realidad de relieve que Suecia es un país sin problemas donde el Estado-providencia vela por el ciudadano desde sus primeros llantos de recién nacido hasta su último soplo de vida», comenta un diplomático del Tercer Mundo acreditado en Estocolmo.

Suecia, ¿país sin problemas? El catálogo de prestaciones del welfare State o de «la democracia de servicios públicos», como la llaman algunos suecos, es, en todo caso, para un extranjero llegado de las latitudes mediterráneas, impresionante: desde una Seguridad Social modelo y prácticamente gratuita hasta un seguro de desempleo que alcanza el 95% del sueldo, pasando por el derecho para el padre o la madre de gozar, tras el nacimiento de cada uno de sus hijos, de seis meses de permiso con sueldo y de acortar su jornada laboral en dos horas diarias hasta que el niño cumpla los ocho años. El elenco prevé además, entre otras muchas cosas, una enseñanza totalmente gratuita, la atribución sistemática de préstamos de 282.000 pesetas anuales a los estudiantes universitarios y, gracias a la municipalización del 50% de los apartamentos, el mantenimiento de alquileres relativamente bajos.

Pero si desde Malmö, en el extremo sur de Suecia, a Kiruna, más allá del círculo polar, no hay ni un solo pobre, y si por poco que gane el ciudadano de condición modesta, sabe que nunca le faltará nada imprescindible, es porque, a cambio, el contribuyente sueco paga un precio: la más alta tasa de imposición salarial del mundo.

Con un gravamen medio del 50% -sobre un sueldo anual bruto de 840.000 pesetas-, pero que puede alcanzar para los ingresos elevados hasta un 90%, además del 20% de impuestos sobre las mercancías puestas en venta, el sistema fiscal sueco pretende en realidad igualar el nivel de vida de los contribuyentes, distribuyendo gran parte de la recaudación en prestaciones sociales y subsidios familiares de todo tipo.

Evasión fiscal

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En realidad, como lo escribió recientemente el catedrático socialdemócrata y premio Nobel de Economía, Gunnar Myrdal, cuarenta años de justicia fiscal «han convertido a los suecos en una nación de evasores de impuestos». El primer sueco célebre en querer disfrutar de sus ingresos lejos del «infierno fiscal» fue el cineasta Ingmar Bergman, que en abril de 1976, perseguido por Hacienda, abandonó el país, víctima de lo que calificó «el sentido absurdo del deber que se conjuga con la tontería».

Desde entonces, y a medida que se iba haciendo notar la crisis económica, la excepción se ha convertido en regla. Un reciente estudio elaborado por la Confederación de Empleados y Funcionarios (TCO), el segundo sindicato sueco, pone de relieve que los ingresos netos gravados de los asalariados son frecuentemente superiores a los de sus patronos. Y es que, si sabe sacar partido de la pletórica legislación fiscal, todo sueco con ingresos elevados, y más aún si pertenece a una profesión liberal, puede, gracias a los gastos de representación ficticios o a un endeudamiento innecesario, defraudar al fisco.

Pero la evasión fiscal no es sólo una práctica generalizada en las categorías de la población que gozan de un alto nivel de vida. Los ciudadanos medios se hacen también partícipes intercambiando todo tipo de «favores». Tal mecánico arregla el vehículo de su dentista a cambio de varios empastes para él y su familia; tal abogado tramita la separación matrimonial de su cliente, director de agencia de viajes, a cambio de unas vacaciones en Canarias, etcétera.

El líder conservador Gosta Bohman, vencedor de los comicios de septiembre, no disimula su indignación: «Nuestro país está regresando a una economía de trueque, no contabilizada, pero cuyo volumen de negocios asciende a cerca de 600.000 millones de pesetas anuales.» «Estos últimos quince años», añade, «el modelo sueco ha cambiado de color, pasando del rosa al rojo. Por culpa de la fiscafidad, el sector público representa hoy día más del 60% del producto nacional bruto (PNB). La iniciativa privada se muere.»

El remedio conservador a todos estos «males» es aparentemente sencillo, casi infantil, pero sedujo al 1,1 millón de electores, que votaron al partido de Bohman, un 5% más que en las últimas elecciones, convirtiéndole en la segunda fuerza política del país. En resumen, consiste en disminuir los impuestos «para que los suecos cojan de nuevo gusto al trabajo, para que trabajar sea de nuevo económicamente rentable, y que los industriales, aliviados, no duden en invertir dentro y no fuera del país, creando así nuevos empleos y relanzando la economía».

No resulta fácil reducir los impuestos cuando la deuda pública sobrepasa los 2.240.000 millones de pesetas y que el creciente número de parados -2,6% de la población activa, pero en realidad 6% si se contabilizan los trabajadores en período de reconversión profesional- obliga a incrementar las cargas sociales del Estado. Por eso, entre liberales y centristas (Folkpartiet y Centerpartiet), que junto con los conservadores integran la coalición «burguesa» en el poder, han hecho desistir a Bohman de sus proyectos.

Pero, por lo menos, los conservadores han conseguido una gran victoria canalizando el descontento de amplios sectores de la población sueca (como otros partidos lo hicieron con anterioridad en Dinamarca o Noruega), que, aun sin querer renunciar a la calidad de los servicios sociales, no están dispuestos en tiempos de crisis a aceptar sacrificios para mantener en pie al «Estado-providencia».

Hoy día nadie, ni siquiera los socialdemócratas, se atreverían a preconizar un aumento de la presión fiscal sobre los particulares. Qué duda cabe que cuando las protestas contra la fiscalidad dejan de ser el monopolio de la derecha para extenderse a toda una sociedad, algo está empezando a cambiar en el más sólido baluarte de la socialdemocracia.

Desapego al sistema

La «rebelión fiscal» es quizá el síntoma más significativo del creciente desapego de amplios sectores de la población al sistema social edificado durante los 44 años de régimen socialdemócrata.

El desapego al sistema se traduce primero en términos electorales. Olof Petersson, catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad de Uppsala, señala en un estudio sobre las tendencias actuales del electorado sueco que «si en 1968 el 81% de los miembros de la Confederación General de Trabajadores, el sindicato obrero sueco, dio su voto a los socialdemócratas, apenas un 66% lo hizo en 1975». «Hay indicios», añade, «de desconfianza cada vez mayor en los políticos establecidos. Los datos sobre la actitud del electorado muestran que entre él y los elegidos se está ahondando la grieta.»

«Estos líderes políticos son todos los mismos.» La frase que era imposible oír hace tan sólo unos años es ahora pronunciada por el hombre de la calle. El escepticismo está especialmente extendido entre la juventud, que, nacida en la abundancia, la da por garantizada. Las luchas sociales de la socialdemocracia han pasado a la historia y ahora se trata más bien de deshacerse de una burocracia omnipresente y tutelar.

Frente al establishment socialdemócrata, los conservadores, que se autopresentan como tecnócratas eficaces, atraen el voto joven o el de sectores aburguesados de la clase obrera, aunque en el fondo no tengan nada que proponer, más que algunos retoques del sistema fiscal. Paralelamente, pequeños grupúsculos recién surgidos, como el Partido de la Salud y del Medio Ambiente o el Partido de Scania, que reivindica un estatuto de autonomía para la provincia meridional del país y la venta libre del alcohol, canalizan algunos sufragios, pocos en realidad, de ciudadanos que han dejado de identificarse con el sistema.

«Los socialdemócratas se han preocupado del bienestar material de los suecos, pero no de educarles, y ahora lo están pagando. Los obreros, lejos de estarles agradecidos, les vuelven ahora la espalda, preocupados, ante todo, del mantenimiento de su nivel de vida», observa un diplomático.

Fondos de asalariados

Lo cierto es que la «ola derechista» ha repercutido incluso en la propia socialdemocracia, que, por temor a exasperar a unos electores que consideran suficiente el «baño de socialismo» dado a la sociedad sueca, renunció en su congreso de octubre de 1978 a presentar una propuesta de ley tendente a la creación de fondos de asalariados. Propiedad del sindicato, los fondos hubiesen recibido cada año, bajo forma de acciones, un 20% de los beneficios brutos de las empresas de más de quinientos empleados. Se calcula que en veinte o veinticinco años la totalidad de las grandes empresas suecas hubiesen sido propiedad colectiva de los trabajadores.

En período de crisis, cuando uno de los más graves problemas planteados a la economía sueca es la escasez de la inversión interna, que en estos dos últimos años disminuyó en un 30% -por el contrario, la inversión en el extranjero es la más alta del mundo per capita-, los socialdemócratas han preferido aplazar el examen del proyecto hasta su próximo congreso de 1982.

En definitiva, y a pesar de las escaramuzas verbales que les enfrentan, poco diferencia, hoy en día, a las fuerzas políticas suecas, que, de izquierdas, no se atreverían en el poder a seguir desarrollando el social welfare y en el fondo se alegran de permanecer en la oposición, y, de derechas, temen retocar el patrimonio social heredado, que incluso a veces amplían, como ocurrió durante la anterior legislatura con la nacionalización de los astilleros y de parte de la industria siderúrgica. Entre ambas, los suecos no tienen, por ahora, alternativa a un sistema que ha empezado a resquebrajarse. El impasse es total.

Pero acaso el sistema, profundamente anclado en la mentalidad colectiva, a pesar de los malhumores pasajeros, sólo se agriete un poco, sin llegar a derrumbarse, para volver a consolidarse cuando lleguen de nuevo los tiempos de prosperidad.

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