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Küng-Nietzsche-Tristán

¿Existe Dios?, el enorme volumen de Hans Küng, leidísimo en toda Europa, traducido a tiempo, requiere comentario despacioso, porque con tal panorama de interesante, de apasionada, pero no fácil, lectura ocurre lo siguiente: los muchos que yo conozco están a menos de la mitad, ansiosos y fatigados a la vez, retenidos por la espléndida explicación de las «corazonadas» de Pascal, con susto ante la necesidad de tragarse tantas páginas dedicadas a Hegel, con espera golosa de lo que se diga de Freud, pero, yo lo sé, yéndose al final, como en las novelas policíacas, anhelantes por saber si el interrogativo del título se convierte en afirmación rotunda. El silencio ante semejante monumento es un buen signo de respeto: el comentario serio sólo podrá llegar como resultado de una gran encuesta. Hay prisa por llegar al final, pero, al mismo tiempo, hay parada, porque el resumen de cada autor, desde Pascal hasta Freud, es perfecto como introducción general a ese autor. Hace muchos años ocurrió algo parecido con los tomos de Moeller sobre la literatura del siglo XX y el catolicismo: de acuerdo o no sobre sus juicios, era necesario reconocer su altísimo valor como antología de los autores.Yo tengo una razón para no esperar, un acuciante estímulo para escribir sobre Küng: Tristán e Isolda se da en el Festival de Opera de Madrid, ya está una gran minoría en las vísperas del ansia, hay manos que mendigan el volverse a unir, resucita lo más bello y lo más terrible de la adolescencia, los ojos se preparan para cerrarse ante la gran oleada de esa música. Surge mi prisa porque quiero señalar de víspera que en el libro de Küng la referencia a la música es extensa, exacta, marco, ambiente o fondo, según los autores. Conviene recordar, una vez más, que sin música no se entiende la filosofía del siglo XIX, porque desde Hegel hasta Nietzsche, pasando por Kierkegaard y Schopenhauer, la música es inseparable de la estructura de cada sistema. El grupo de Tubinga que ha ayudado a Küng lo sabe muy bien, escoge las citas precisas, llena el hueco que dejó Lukács, reajusta todas las alusiones de Hauser. Esa consideración «funcional» de la música romántica es especialmente necesaria entre nosotros. Desde hace muchos años gozo y me irrito cuando, venga o no a cuento, doy la cita del Nietzsche pasmado y alerta ¡ante La Gran Vía, de Chueca! Tras la referencia, faces boquiabiertas, sospecha de trampa y lectura de la carta a Peter Gast.

Es muy posible y muy deseable que los muchísimos lectores del libro de Küng aprendan bastantes cosas sobre Wagner y- el wagnerismo, dependiente primero y vencedor, después, de Feuerbach, pues si para éste Dios es una creación del hombre, Wagner crea «dioses», lo cual hace más humano todo; dependiente después de Schopenhauer y luego, hasta el fin, obsesionado con Nietzsche. Está bien claro que los amigos de Wagner, cuando dejan de serlo, no pueden ver nunca cicatrizada la herida de la ruptura: lo contó como nadie Visconti respecto a Luis II de Baviera, el mismo Nietzsche lo confiesa, rabiando en prosa y en verso, y en ambos casos la locura explicada por la medicina no basta, o hay que incluirla en la otra medicina, en la psicosomática. Que este hombre, Wagner, pequeño, paticorto, cabezón, impenitente deudor, diletante ante los sabios, orgulloso ante los reyes, haya ejercido tal fascinación, es impresionante. Y es el Tristán, sí, el Tristán: podemos renegar de una mitología de cartón-piedra; podemos hasta despreciar al hombre, pero llega esa música y hasta un francés mozartiano, como Mauriac, se rinde y escribe abriendo la herida: «El amor de Tristán e Isolda camina hacia la muerte: es ya muerte. Ese canto de amor, el más sublime que la humanidad haya sabido arrancar de su carne, no cesa en ningún momento de ser un canto fúnebre.»

Todo eso es sistema en el libro de Küng, y que es «sistema» se intuye sólo con ver la extensión tan repartida en el índice onomástico. Quiero señalar, en víspera del Tristán, algo dicho como de paso. Nietzsche joven, muy joven, a vueltas con su filología y con su piano, sin conocer a Wagner, hace una entrada abrupta en el círculo «Germania». ¿Qué hace?: toca al piano Tristán y, probablemente, dadas las fechas, con un arreglo propio, que va a las teclas desde la memoria del corazón. Le ocurre a Nietzsche, anclado en la adolescencia, lo mismo que a Kafka después, desgarrado entre la sórdida sexualidad y el anhelo de una pureza inhumana; lo mismo que a Paul Klee, que dice lo siguiente en. su diario: «A fuerza de filosofías yo me alejaba convulsivamente de la mujer, sin poder, en cambio, salir de la melancolía que me inspiraba la contemplación de las jóvenes, de las muchachas. Durante el segundo acto de Tristán, mis nervios se pusieron en carne viva.» Si Mozart nos lleva al perdido paraíso de la niñez, Tristán, cumbre de toda la «constante» romántica en la historia de la música europea, hace revivir lo más hermoso y lo más trágico de la adolescencia-juventud, porque no es sólo el amor, sino también la amistad, porque también Kurwenald tendrá que morir. Imposible ligar Tristán con un helenismo acomodado; lo del filtro mágico pasa de mito a veneno voluntario; lo de los trovadores pierde fecha, laúd y «cortesía», se hace violencia, y la muerte, como «animal de fondo», parece lamernos la mano. Y contra las mismas ideas de Wagner triunfa lo más convencional de la ópera, lo que el teatro de hoy quiere imitar, aunque sólo sea con el gesto: el paso del diálogo al dúo.

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Tristán se estrenó en Madrid casi con medio siglo de retraso, en 1911, cantado en italiano: a pesar de eso fue tal la conmoción que el duque de Alba se sintió obligado a impulsar y a presidir la «sociedad wagneriana», ejemplo de «amistad» con la ópera, porque abarcó teatro, conciertos, conferencias, tertulias y publicaciones. A poco de terminar nuestra guerra oímos un Tristán bilingüe, Isolda en alemán, Tristán en italiano, y a pesar de eso, hubo su conmoción, su mesa redonda en «Escorial», tantas cosas. Siempre pasa lo mismo, pero ahora, no lejos ya del centenario de Wagner, Tristán debería ser impulso para intentar ponernos al día de lo que en Europa vive: la ópera como «hecho de cultura». No se trata, por favor, de volver a un wagnerismo pseudoreligioso, pedantísimo e indigesto, sino de seguir ejemplos como este: junto al inolvidable Tristán de Carlos Kleiber en la Scala, de Milán, se publicó una cuidada, barata, edición del Todo Nietzsche sobre Wagner.

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