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El caos en el transporte aéreo

Desde hace varias semanas, los usuarios del transporte aéreo asisten atónitos e impotentes al progresivo deterioro de la calidad de este servicio público. En estas fechas constituye una auténtica aventura programar un desplazamiento por vía aérea, cualquiera que sean los puntos de origen y destino. Los retrasos son absolutamente generalizados, alcanzando en algunos casos las seis horas, para un trayecto de apenas cincuenta minutos.El origen del deterioro parece radicar en periódicas huelgas de celo de los funcionarios encargados del control del espacio aéreo español. Pero esto no puede afirmarse categóricamente, dado que el Ministerio de Transportes y Comunicaciones guarda -como es habitual- el más absoluto silencio sobre ello. Tampoco los controladores han explicado públicamente los motivos por los que varias decenas de miles de españoles deben soportar interminables esperas en los aeropuertos o sobrevolar pacientemente sus puntos de destino, ante la imposibilidad de realizar la correspondiente aproximación al aeropuerto.

Es algo comúnmente aceptado que la eficacia de los servicios públicos mide directamente el grado de desarrollo de un país. Si ello es válido también para España, nuestra posición en el ranking mundial deja mucho que desear. En el caso concreto del transporte aéreo, ni los organismos dependientes de la Administración ni la empresa pública que ostenta el práctico monopolio, contribuyen a prestar el servicio adecuado a un país que abandonó hace ya tiempo el subdesarrollo.

La responsabilidad de la Administración en el caótico funcionamiento de los aeropuertos españoles está clara. El de Madrid-Barajas proporciona tantos ejemplos de cómo no debe ser un aeropuerto provincial que resulta hasta tedioso denostarlo, sobre todo si tenemos en cuenta que se trata de un aeropuerto transoceánico. Del control aéreo poco puede decirse. Administración y funcionarios evidencian tal grado de discrepancia que resulta comprometido extraer conclusiones. Lo que sí parece indiscutible es la penuria de medios técnicos y condiciones de trabajo de los centros de control de vuelo y la existencia habitual de riesgos innecesarios en el tráfico aéreo por estas causas. Los sucesivos conflictos planteados en este ámbito se han resuelto con promesas del Ministerio de Transportes. Pero es conocido el grado de cumplimiento que suele practicar este departamento en los temas que tiene encomendados.

El funcionamiento de la empresa pública que ostenta el práctico monopolio (Iberia) dista igualmente de ser óptimo. Lejos de recortar las deficiencias de servicio que los usuarios padecen como consecuencia del pésimo funcíonamiento de los aeropuertos -y en los últimos días los retrasos derivados de la huelga de celo-, los servicios de Iberia contribuyen a acrecentar la lógica irritabilidad provocada. Así, los servicios de tierra de la compañía no son capaces siquiera de realizar con eficacia algo tan sencillo como informar de los retrasos reales en salidas y llegadas, o, al menos, oponer una mínima cortesía al atribulado pasajero cuando acude en demanda de datos sobre el vuelo,

En estos últimos días, lo habitual es la atribución recíproca de culpas entre los colectivos implicados. Lo cierto es que una serie de ineficacias confluyen en el usuario, que, además, contribuye como ciudadano a sufragar los costes del servicio por medio de sus impuestos. Nadie, sin embargo, es capaz de emprender un ejercicio de autocrítica y remediar lo que le compete. Y en esta situación los distintos colectivos se enfrentan a corto plazo con la revisión de sus condiciones salariales y de trabajo -por vía de convenio-, con demandas espectaculares. Demandas que probablemente seránjustas, pero que sólo podrán justificarse cuando entrañen una contrapartida de auténtica eficacia. Que todo vaya tan mal no puede ser culpa de sólo unos pocos. Los primeros responsables son los dirigentes máximos -como aquí hemos señalado ya muchas veces-, pero el colectivo no puede sustraerse a las deficiencias generalizadas que se observanen el cumplimiento de su deber, so pretexto de culpar eternamente a las estructuras.

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