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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El programa de pacificación del Consejo General Vasco

ES GRANDE la tendencia a simplificar la situación del País Vasco, cuya complejidad viene determinada por una acumulación de factores históricos, económicos, sociales, culturales, demográficos y políticos que se resisten a las interpretaciones esquemáticas. Ahí es nada que un poderoso brote de nacionalismo, alimentado a la vez por realidades y por mitos, se produzca en un territorio que nunca ha constituido una entidad histórica dotada de estructuras políticas propias, que ha saltado en poco más de un siglo de la agricultura de subsistencia a la gran industria, y cuyo idioma, disgregado en dialectos, no ha servido de vehículo para una cultura escrita y ha sufrido, por esa razón, un fuerte desplazamiento en favor del castellano. Los territorios que pueden integrar Euskadi no tienen un pasado como Estado, y sus usos y -costumbres particulares carecen de un tronco común que los unifique. Para mayor complicación, el rápido proceso de industrialización de Vizcaya y Guipúzcoa, primero, y de Alava y Navarra, después, ha transformado de manera radical la estructura de población de las cuatro provincias -dejando al margen la complejidad añadida del País Vasco-francés-En el País Vasco español los habitantes autóctonos constituyen ahora sólo una sección, apenas mayoritaria, de los hombres y mujeres que viven y trabajan allí, parte de los cuales emigraron a esas tierras movidos por el hambre, para desempeñar las labores más ingratas y peor remuneradas. Una serie de circunstancias, entre las que, figura la demostrada capacidad de los vascos para convertirse en protagonistas de la revolución industrial, ha llevado, por lo demás, a que ese territorio haya desempeñado, dentro de unas fronteras protegidas por altos aranceles, la función de suministrador privilegiado de bienes industriales para el mercado español y de foco de la acumulación de capital más importante en términos relativos de todo el Estado.

Resulta, así, que el País Vasco se ha convertido en una encrucijada de caminos que vienen del pasado y que se orientan hacia el futuro y en un lugar de cita de contradicciones no fácilmente conciliables. El territorio que ha alcanzado mayores niveles de ingreso gracias al mercado protegido español, y que debe a la mano de obra inmigrada parte de esa prosperidad, es considerado, por los nacionalistas vascos, como una colonia explotada. La pérdida del euskera, debida en gran medida a sus comprensibles dificultades para transformarse en pocas décadas de lengua de una sociedad campesina en idioma e una sociedad agrícola y pastoril anterior a la revoluplausibilidad en la argumentación, a una conspiración castellana. En tierras que nunca formaron en el pasado una unidad política se habla ahora de Euskadi como de una empresa reunificadora, cuando en realidad se trata de un proyecto hacia el futuro. Finalmente, el nacionalismo vasco de raíces carlistas y tradicionalistas, defensor de «Dios y las Leyes Viejas» y añorante de los recuerdos de una sociedad agrícola y pastoril anterior a la revolución industrial, al ser reinterpretado por los catones marxistas-leninistas, ha dado origen a esa izquierda abertzale que instala en el mismo altar a Sabino Arana y al Che Guevara, al bardo Iparraguirre y a Franz Fanon, al general Zumalacárregui y al general Giap, a los combatientes en Roncesvalles y a los luchadores por la independencia de Angola. Como dicen ahora por la calle, ¡demasiado!

Pero la simplificación también opera sobre los diagnósticos y sobre las soluciones para lograr la pacificación de Euskadi y para sustituir el lenguaje de las metralletas por el diálogo y la convivencia. El empeño por contraponer, de manera unilateral y rígida, las soluciones políticas y las soluciones policiales entra de lleno en el campo de las recetas mágicas cuyos efectos, desgraciadamente, suelen ser todo menos curativos. Como decíamos el pasado viernes, las soluciones policiales, absolutamente ¡ni prescindibles para frenar la impunidad de los asesinos, deben estar inscritas en un marco más amplío de soluciones políticas, las cuales, obviamente, tampoco pueden ser instrumentadas fuera de una estrategia de lucha contra el crimen a cargo de las fuerzas de orden público. En este sentido, los diez puntos para la pacificación propuestos por el Consejo General Vasco merecen un atento análisis y deben servir de punto de partida para un debate más amplio.

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El restablecimiento de los conciertos económicos de .Guipúzcoa y Vizcaya, abolidos en 1937, tiene plena justificación en el ámbito de las haciendas autónomas, necesarias para el funcionamiento de las instituciones de autogobierno, pero no sería admisible corno disfrazado instrumento de privilegios fiscales. El bilingüismo y la, asignación de fondos públicos para la enseñanza del euskera constituyen dos reivindicaciones sin cuya satisfacción difícilmente podría concebirse la autonomía. La legalización de los partidos independentistas, sin obligarles a inútiles y humillantes eufemismos en sus estatutos y en sus programas, debería haber sido hecha efectiva ya, antes de la promulgación de la Constitución. Los temas relacionados con la policía autónoma y con el orden público son delicados, y discutibles las soluciones que se ofrecen, pero es evidente que han de ser planteados con decisión e imaginación, pues de su solución depende en buena parte la paz en Euskadi. La aceleración de las transferencias pendientes sólo puede resultar beneficiosa tanto para la Administración como para el Consejo General Vasco. No parece, en cambio, que las medidas contra el paro y el fomento de la inversión pública puedan tener en el País Vasco mayor urgencia y ser más necesarias que en Andalucía y Extremadura, donde el desempleo supera la media nacional y ha hecho ya su aparición el fantasma del hambre. Finalmente, la convocatoria de las elecciones municipales y la tramitación también urgente del Estatuto vasco van a encontrar probablemente, como obstáculo insalvable, la disolución de las Cortes y la celebración de nuevas elecciones legislativas.

Queda, por último, la propuesta del Consejo General Vasco de entrevistarse con ETA, que significa algo menos que una negociación y algo más que un simple intercambio de opiniones. Los contactos con la organización terrorista tienen el riesgo político -los peligros de otro orden se dan por descontados- de su manipulación por ETA para proseguir su ofensiva criminal en mejor situación y con una imagen robustecida. Por eso es razonable la negativa del Gobierno a mantener negociaciones con un grupo que trata de remedar dos atributos básicos de soberanía estatal -el Ejército y la Hacienda-, mediante la utilización de las armas y la exacción de los llamados «impuestos revolucionarios » y que prolongaría, de esa forma, la simulación hasta las relaciones exteriores.

Constituiría, sin embargo, un pecado de imprudencia desechar cualquier vía que, sin reforzar las posiciones de ETA y sin menoscabar la autoridad de las instituciones democráticas, pudiera conducir a aumentar las posibilidades de una solución pacífica del conflicto vasco. Los pruritos de autoritarismo deben ser sofocados en el punto en que peligra seriamente la convivencia y la paz de todos los españoles.

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