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La situación militar

Comandante ingeniero de Armamento y ConstrucciónGeneralmente, los conceptos de Fuerzas Armadas y unidad de las mismas se asocian entre sí en forma indisoluble y automática en toda clase de discursos y proclamaciones, por muy variadas y lógicas razones que no es este el momento de enumerar. Sin embargo, tras esta asociación de ideas, en exceso simplista, se ocultan casi siempre -y más en determinadas coyunturas históricas- realidades mucho más complejas, que a veces emergen espectacularmente ante la sorpresa y la consternación general, suscitando las más contrapuestas, y a veces injustas interpretaciones. Realidades que, con el gran cuidado y delicadeza que el tema requiere, pero con la sinceridad que también exige, resulta a veces imprescindible clarificar.

Considero necesario sentar dos premisas previas. La primera, la presunción de que todos los militares españoles -acertados o equivocados, cultos o incultos, equilibrados o exaltados- son igualmente patriotas. Y la segunda, el hecho de que la diversidad de pareceres, convicciones o criterios sociales o políticos dentro de los miembros de una colectividad militar -fenómeno inevitable en el seno de una sociedad pluralista- no debe confundirse, por sí sola, con la ruptura de la unidad esencial de dicha institución.

Tan ridículo sería reducirlo todo a pura y abstracta sociología teórica como cerrar los ojos a las más descomunales realidades que configuran nuestro entorno social, Así, pues, se hace necesario admitir una realidad tan flagrante y tan vital como esta: las Fuerzas Armadas, como colectividades humanas que son, no resultan ni pueden resultar inmunes a las grandes transformaciones sociales, ni permanecer herméticamente encapsuladas mientras en torno a ellas se desarrollan los más dinámicos procesos económicos, sociales, culturales y políticos.

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Breve recapitulación

Durante largo tiempo -cosa lógica a partir de una situación de posguerra civil- no pudo apreciarse fisura alguna dentro de la unidad aparentemente monolítica de las Fuerzas Armadas, si bien a sus más altos niveles se produjeron, ya en los años cuarenta, algunas tensiones y conflictos -Queipo, Aranda, Varela y generales juanistas-, episodios que tampoco hace al caso detallar aquí. Después, ya en los años cincuenta, se mantuvo prácticamente dicho monolitismo, si bien hay que registrar el dato de que por aquellos años un nutrido grupo de jóvenes oficiales, cuyas inquietudes católicas y progresistas les llevaron a asumir un cierto grado de compromiso social, constituyeron -bajo la dirección de un prestigioso jefe- una organización que durante algún tiempo fue tolerada por la superioridad, hasta que ésta decidió su disolución en previsión de algún posible quebranto de la unidad.

Pasaron los lustros y, a lo largo de la década de los sesenta, la sociedad española protagonizó un espectacular despegue industrial que alteró profundamente los parámetros de su estructura social y económica. Así, a principios de los setenta las fuerzas sociales y políticas, intensamente concienciadas por innumerables factores internos y externos, demostraban una presencia y un vigor que ya no era posible ignorar, ni menos aún paralizar. De hecho -aunque no de derecho- los partidos políticos estaban ya en la calle, en la fábrica, en la Universidad. La normativa vigente ya no bastaba para encuadrar aquella realidad. Fue un caracterizado líder de la actual derecha parlamentaria quien, por aquellas fechas, pudo acertadamente afirmar que la sociedad española -cito de memoria- había desarrollado una musculatura que ya no cabía en tan estrecha indumentaria legal. Incluso la propia Iglesia -por largo tiempo uno de los pilares básicos del sistema-, plenamente asumida ya la doctrina del Vaticano II, se distanciaba claramente del régimen formulando una severa crítica sobre él. Por añadidura, en 1974 Grecia y Portugal pasaban a integrarse en el grupo de naciones democráticas del ámbito europeo occidental.

Resumiendo esta breve pero necesaria recapitulación: así como la sociedad española y sus condicionamientos externos, allá por los años cuarenta, no propiciaban otra cosa que una dogmática dictadura, en idéntica medida -y también por un cúmulo de factores convergentes y determinantes- la sociedad española de los años setenta y su entorno externo reclamaban a gritos un ordenamiento democrático y pluralista de modelo occidental. Y nuestros ejércitos, como estamentos incardinados en dicha sociedad, tampoco podían permanecer ajenos a esta poderosa y multifacética realidad.

Repercusión en el ámbito militar

A nivel de las apariencias, la institución militar mantenía, pese a todo, su monolitismo. Sin embargo, a nivel de las realidades fácticas se produjo lo inevitable: un sector de las Fuerzas Armadas -el más culto y sensible, el más exigente y perfeccionista- conectó intelectualmente y se identificó vitalmente con aquella sociedad -la suya, en definitiva-, sintiendo como propias sus legítimas inquietudes, aspiraciones y exigencias. Así, mientras oficialmente la institución mantenía aún la inercia de su línea precedente, dicho sector militar comprendió, sin menoscabo alguno de su patriotismo y sus altos ideales, que una sociedad como aquella requería una vigorosa democratización de las instituciones que situase a nuestra nación, en materia de libertades, derechos cívicos y progreso social, en línea con los más avanzados países de nuestra área geográfica y cultural.

Posteriormente sobrevino el hecho sucesorio, y el nuevo jefe del Estado, captando la clara exigencia mayoritaria de la sociedad que había de regir, asumió la dirección del cambio político. Las masivas proclamaciones populares del 15 de diciembre de 1976 y el 15 de junio de 1977 refrendaron el acierto de dicho cambio, emitiendo su rotundo veredicto: la monarquía parlamentaria, el pluralismo político, las libertades públicas y la soberanía popular pasaron a convertirse en elementos básicos del nuevo ordenamiento institucional. Y como era inevitable, también este importante cambio había de tener su repercusión en el estamento militar.

Así fue, en efecto. A nivel oficial, las instituciones militares aceptaron, con ejemplar responsabilidad y disciplina, el nuevo rumbo emprendido bajo la dirección del Rey y con el masivo respaldo de la voluntad popular. Pero a nivel de actitudes internas, y como no podía menos de suceder -tampoco esta vez la sociología se equivocó en su previsión-, la poderosa inercia ideológica de la larga etapa precedente siguió manifestándose en ciertos sectores militares reacios al cambio; sectores, por añadidura, deliberadamente instigados y provocados por la criminal acción terrorista, así como por la insidiosa propaganda desestabilizadora de la extrema derecha -visceralmente enemiga de la democracia y la soberanía popular-, que no cesa de incitar a las Fuerzas Armadas a la intervención militar.

La guerra de la "Galaxia"

Ha sido este y no otro el proceso cuyas últimas manifestaciones visibles han sacudido a la opinión pública semanas atrás. Que nadie frivolice, pues, a cuenta de nuestra unidad o de nuestra división. Que nadie venga a decirnos -como se ha dicho a raíz de la llamada Operación Galaxia- que el actual ministro de Defensa ha sembrado con su actuación la «división de pareceres» dentro de las Fuerzas Armadas, cuando tal división -repercusión inevitable del cambio social- venía ya haciéndose evidente desde la etapa final del antiguo régimen, habiendo conocido entonces una fase particularmente aguda que culminó en el procesamiento de varios oficiales en el verano de 1975. Es decir, mucho antes de la llegada al Ministerio de su actual titular, antes incluso de su paso por la jefatura del antiguo Estado Mayor Central, e incluso antes de su ascenso a teniente general, cuando ni siquiera el Ministerio de Defensa habla sido creado, cosa que no sucedería hasta un año después.

Resulta, pues, radicalmente injusto atribuir esa división de pareceres a quien la heredó en una fase ya especialmente agudizada, habiendo dedicado desde el primer momento los mayores esfuerzos a lograr que dicha preexistente división coyuntural y sociológicamente inevitable no pueda llegar jamás a traducirse en una verdadera ruptura de la unidad de las Fuerzas Armadas, aspirando siempre a fortalecer dicha unidad por la única vía legítima: la del acatamiento al Rey, al Gobierno y a la soberana decisión del pueblo español.

Que nadie juegue, pues, con la unidad de nuestros ejércitos. Que nadie tergiverse, que nadie simplifique, que nadie magnifique, que nadie falsifique en torno a nuestra unidad o a nuestra división. Que nadie manipule estos conceptos a su antojo, y menos aún a su provecho. Que nadie excite, envenene o fanatice a un sector de las Fuerzas Armadas, empujándolo demencialmente contra sus propios compañeros, contra la inmensa mayoría de la sociedad civil, contra el Gobierno legítimo, contra el propio Rey y contra la gran esperanza nacional que simboliza la nueva Constitución; que nadie arroje a algunos de nuestros compañeros a aventuras macabras, provocando situaciones penosas para los interesados, dolorosas para las Fuerzas Armadas y tal vez trágicas para la nación.

Respétese, por el contrario, la delicada situación de nuestras instituciones militares en el momento actual, permitiendo que las aguas vuelvan a su cauce natural, y una vez superado este difícil período sin que en ningún momento se llegue a un quebranto irreparable de la verdadera unidad, podremos comprobar que esa división de pareceres, tan dramatizada por algunos pero nada sorprendente en una transición histórica tan compleja como la actual , quedará reducida a una simple diversidad de opiniones personales, característica habitual de los ejércitos de toda sociedad pluralista, y perfectamente compatible con la más auténtica unidad a nivel de institución. Unidad que todos deseamos para nuestras Fuerzas Armadas y que habrá de permitir a éstas cumplir, con el pleno respaldo de nuestra sociedad, el alto cometido que les asigna la Constitución que el pueblo español acaba soberanamente de ratificar.

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