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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Recepción China

LA EXCEPCIONAL y espectacular acogida brindada por los dirigentes chinos y su pueblo a los Reyes de España ha roto los moldes habituales de la diplomacia tradicional para configurarse como una especie de símbolo hasta ahora sin precedentes, tanto en la historia española como en la de la propia China. Bien es verdad que la peculiaridad del gran país asiático, sus formas colectivas de expresión y sus específicas maneras de comunicación suponen, para los hábitos occidentales, un cambio de significado sorprendente y una apelación al exotismo que pudiera inducir a un tratamiento superficial y lejano de los problemas. Sería un error sucumbir a esa tentación seductora, error en el que ha caído desde siglos el pensamiento occidental al tratar el tema de China.El colorido, la serenidad, la cortesía y el civismo que han presidido la recepción constituyen desde luego un marco insólito y esperanzador para el comienzo del diálogo entre los dos países. Pero no hay que olvidar que la China actual aúna con sabiduría milenaria sus fórmulas tradicionales de convivencia y comunicación con unos contenidos perfectamente contemporáneos. Las conversaciones iniciadas por don Juan Carlos y el ministro de Asuntos Exteriores con los dirigentes chinos han abordado con toda claridad el espacio político en el que pueden y deben funcionar las relaciones entre España y China. Dos países con distintos sistemas sociales -según anuncio con toda claridad y sin ambages el viceprimer ministro Ten Hsiao-ping-, pero entre los cuales existen no pocos puntos de coincidencia.

Dos de estos puntos, que son vistos favorablemente por la diplomacia de Pekín, son cruciales para la política exterior española: la unidad europea y la cooperación en el Mediterráneo. Es muy posible que la posición china en ambos temas sea más clara y mucho más desinteresada que la ostentada por las otras dos grandes potencias mundiales. Entre otras cosas, Moscú y Washington se reparten la hegemonía en Europa, son las cabezas de dos sistemas defensivos rivales, y sus flotas controlan el Mediterráneo. Para Pekín es esencial, en su política antihegemónica, que Europa consiga su unidad y que los países mediterráneos puedan ejercer su soberanía sobre el mar que baña sus costas.

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Los principios enunciados por parte española no dejan tampoco de subrayar más coincidencias. Respeto a la soberanía de todos los pueblos, no injerencia en los asuntos internos de otros países, solución negociada de los problemas, solidaridad con los países árabes y con Iberoamérica son los puntos explayados por el ministro Oreja, mientras don Juan Carlos hablaba, más explícitamente, de la preocupación española por los problemas del Tercer Mundo y «por las tensiones existentes entre las grandes potencias con pretensiones hegemónicas». La coincidencia en estos temas entre Madrid y Pekín crea un amplio espacio para instaurar y desarrollar unas verdaderas relaciones en profundidad entre los dos países. Y ello sin contar los terrenos de la cooperación técnica y cultural y de los intercambios económicos, prácticamente vírgenes y con posibilidades fascinantes.

Los Reyes de España han acudido al corazón de Asia y el diálogo ha comenzado. Curiosamente, por parte china se ha subrayado la «gloriosa tradición española de resistencia a las agresiones exteriores». La democracia instaurada en España debe mostrar ahora que esa resistencia se extiende igualmente a las agresiones interiores, y la figura del monarca es precisamente el más reciente y seguro símbolo de esa voluntad colectiva. Entre Madrid y Pekín no hay ningún contencioso pendiente y por ello las relaciones que han comenzado tienen enormes posibilidades de futuro. En puertas del año 2.000, dos grandes pueblos históricos, cargados de cultura y tradición, modernizados por su propio esfuerzo y con regímenes diferentes han decidido conocerse de una vez.

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