Flores para Mao
«Sus Majestades los Reyes de España al presidente Mao.» Así rezaba la dedicatoria de la corona que don Juan Carlos depositó a mediodía de ayer ante el mausoleo del fundador de la China moderna.Para los que piensen que nada o muy poco ha cambiado todavía en España al año de las elecciones generales, y para los que piensen que han cambiado demasiadas cosas, esa corona de flores amenaza con ocupar un puesto irreemplazable en la historia de nuestro país.
China se ha abierto ayer a los ojos de la misión de Estado española y de los enviados especiales de la prensa en una espectacular demostración de realidades. Demasiado para digerirlo sólo en un día. Orden estricto, organización estricta, actitud estricta, disciplina estricta, son, según dicen, las cuatro tradicionales vías chinas que conducen al hombre a las tres honestidades: las de ser, hablar y trabajar honestamente. Quizá habíamos leído demasiado y conocido demasiado poco sobre este país antes de poner ayer pie en él, a bordo del primer avión español que aterrizaba en Pekín. Demasiada literatura occidental sobre un pueblo con más de 4.000 años de existencia, capaz de encarnar todavía las aspiraciones y los mitos de la construcción de un socialismo moderno. China vive desde la muerte de Mao jornadas de confusión y de esperanza.
Desarticulada la llamada «banda de los cuatro », encarnación viva del espíritu y los radicalismos de la revolución cultural, hoy han vuelto al poder muchos de los que fueron purgados por ésta, mientras renace el aliento de la época de las «cien flores» («Dejad cien flores que se abran, permitid cien escuelas de pensamiento que dialoguen»), y se empena el país en una labor de modernización interna y de recuperación de su papel en el exterior. Un debate político de altura, no exento de una dura lucha por el poder y un programa de relanzamiento en todos los órdenes se halla en curso.
Pero el visitante recién llegado sólo percibe de inmediato la serenidad que otorga a los chinos su sabiduría milenaria, no por conocida menos sorprendente, y la calma ambiental de un país extraordinariamente disciplinado en el que, sin embargo, no son detectables, a primera vista, los rasgos típicos de las burocracias socialistas.
Pretender, después de un viaje agotador y una jornada excitante de novedades, analizar razonablemente el sentido final de cuanto hemos visto sería una ingenuidad. Doce horas en Pekín darían pie para escribir cientos de cuartillas. Y, sin embargo, el viajero liberado de la primera impresión que le producen los millones de ciclistas circulando por las calles, la cortesía intangible de sus gentes o la organización impecable de las cosas, el que es capaz de prescindir del choque que produce el primer contacto con un mundo que es probablemente el único diferente a todos los demás, recapacita por fuerza en que una nación nunca tiene en va no ni explicablemente cinco siglos de historia sobre sus espaldas. China es una de las pocas cosas eternas de esta tierra. Y la eternidad es de suyo inefable.
Hay algo, sin embargo, que ya se puede decir, y es que este viaje del Rey encierra mucho más contenido del que inicialmente podía su ponérsele. El discurso en la cena oficial de anoche del viceprimer ministro Teng Hsiao-ping, ideólogo de la nueva situación y promotor de un socialismo moderno en su país, frente a o a pesar de las tesis de Mao sobre la revolución perma nente, resultó ser una pieza oratoria de las pocas que se pueden oír con interés propio en un acto semejante.
Teng hizo girar su intervención sobre el eje de toda la actual política exterior china: la lucha contra lo que aquí se llama el «hegemonismo» de las grandes potencias y que no es sino el imperialismo en todas sus versiones y muy especialmente en la soviética. «En el mundo de hoy -dijo- subsisten las fuerzas hegemonistas que son propensas a la intervención contra la independencia de otros países y hacen y deshacen a su antojo por todas partes causando gran inquietud a nuestro planeta. Los pueblos del mundo se ven amenazados con creciente gravedad por el peligro de una nueva guerra.» Esta tesis de la inevitabilidad de una confrontación mundial es expuesta de continuo por los actuales dirigentes de Pekín, pero, no obstante, Teng insistió ayer en su discurso que los pueblos del mundo se ven amenazados por «el estallido de la guerra mundial, y una vez desatada ésta podán derrotar a los gresores y conquistar la victoria final. En parecidos términos se había expresado en el día de ayer el periódico gubernamental Diario del Pueblo, que daba la bienvenida a los Reyes en primera página con un editorial. Sin citar abiertamente a la Unión Soviética, señalaba que «la principal culpable de esta situación es aquella superpotencia que grita más fuerte y clama por el apaciguamiento, pero ella no sólo tiene tropas destacadas en Europa central, sino que también penetra y se extiende en Europa del norte y del sur.»... «Actualmente aquella superpotencia intensifica su intervención en el Oriente Próximo, en Africa y Asia y trata de apoderarse de bases estratégicas, lo que provoca la vigilancia de Europa del Oeste y de los paíse del Tercer Mundo a causa de la intranquilidad que sienten.»
Hay muchos aspectos de la política exterior de la China de hoy que coinciden con posiciones de la diplomacia española. Por eso carece de sentido la afirmación reciente del ministro señor Oreja de que eran razones económicas las que fundamentalmente motivaron este viaje. Una visita a China del Rey de España en estas circunstancias es siempre un viaje con contenido político. Pero hay que esperar y ver. Desde Confucio hasta Mao, China ha vivido en la filosofía de la contradicción. No se trata de una estrategia o de un cinismo intelectual, sino de una concepción dinámica y dialéctica de la existencia que busca la armonía y la síntesis de los contrarios. Una tormenta de novedades de todo género se avecina sobre este enorme país con conceptos de la civilización y el bienestar tan alejados de los occidentales que es inútil seguir contemplándolo como el mayor mercado que existe. China es, antes que nada, una filosofía y un pueblo en torno a ella: no es Occidente quien la penetra, sino ella la que abre las puertas de su casa, cada vez con más frecuencia, a los viajeros de allá. «El pueblo chino se esfuerza por convertir el nuestro en un país socialista poderoso y moderno. Necesitamos un medio internacional de paz de larga duración», dijo ayer Teng ante el Rey de España, para añadir de inmediato: «Estamos dispuestos a aprender con modestia todo lo avanzado de los países extranjeros. Tenemos confianza en cumplir victoriosamente la gran misión que nos encomienda la Historia.» Es esta China pragmática, humilde, empírica y, a la vez, vehementemente segura de sí misma, la China a la que han llegado los Reyes de España. La que ha recibido el homenaje de admiración de don Juan Carlos, que en su contestación a Teng hizo mención explícita de Mao Tse-tung y de Chu En-lai como «los grandes artífices de la China de hoy, que dotaron al país de un espíritu, de un pensamiento político, de una clara seguridad nacional y de una esperanzadora determinación que han sido el asombro del mundo».
Para los chinos, la visita que llega de España es, probablemente, un eslabón más en la cadena que ha de completar su proclamada misión histórica. Para los españoles, el fin de un símbolo de la opresión del pasado. La ignorancia ha sido siempre el más grave defecto de los reaccionarios: su miedo al conocimiento está en el origen de su amor por la violencia. Y, sin embargo, tratar de entender a los demás es la única manera de comprenderse a sí mismo. China, hasta ayer, estuvo oculta para los españoles. Don Juan Carlos ha roto con una hermosa y simple corona de flores la absurda ofensa a la inteligencia de nuestro pueblo que el viejo régirnen cometió. Ahora falta demostrar que es precisarnente la vocación de universalidad de nuestra política exterior, puesta ayer de relieve por el ministro señor Oreja ante los dirigentes chinos, y no el compromiso mas o menos tácito con las grandes potencias occidentales, las que han llevado finalmente a dar este histórico paso.
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