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Tribuna:
Tribuna
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El caso Umbral

Lo que me pasa a mi con Umbral es nada menos que esto: cada tantos artículos me viene el impulso de escribirle. a veces con entusiasmo insólito para mis años. va que la lejanía no me permite la expansión oral. Claro. me «comprimo» como el Julián de la Verbena de la Paloma, pero el hecho es ése. Y cuando nos encontramos. tampoco es nada fácil. La última vez fue en un estreno matritense, entre el gentío con sus pompas y vanidades. Se nos alegraron las caras al vernos de lejos. pero casi no pudimos decirnos «hola». acometido por los fans de ambos sexos y sexos intermedios. Paco por aquí. Paquito por allá... Ya soltándonos las manos le dije: «Tengo que escribirte largo sobre ... » Y él ya gritando desde su estatura (los fans son más bien bajos). por encima del asedio: «Escribe un artículo y además lo cobras.»Era la segunda frustración. La anterior fue en una de esas cenas promiscuas y rugidoras en que se juntan los amigos de Julio Camba. muchos de ellos como reparación a no haberlo leído. Había personas importantes. por lo que. como siempre. me sentí acomplejado. Estaba el señor Fraga y otros prebostes de la política y del confuso mundo literario. En un breve speach obligado confundí al señor Utrillo con el señor Girón, y él me gritó: «Eso me lo dice usted en la calle». A los provincianos que sólo conocemos a las notabilidades por retrato nos pasan estas cosas en Madrid. El connotado periodista y amigo (aunque hoy estemos peleados) Antonio Olano, que cubría las publics relations de la comerota ilustrada, me sentó al lado de Paco. En seguida pegamos la hebra. «Vienes tan poco que siempre pareces resucitado.» Por la otra frontera tenía Umbral una señora guapísima, que se puso a hablarle a borbotones, mucho más que con la lengua, con una voracidad ocular, entre rímeles y pomadas, totalmente previolatoria, pues ya se sabe que el éxito convierte a los presuntos violadores en violados al menor descuido. Paco movía la cabeza como un espectador de tenis repartiendo la charla, hasta que yo, que soy muy listo, me dediqué al señor de mi izquierda para evitarle a mi requisado amigo la torticolis. A cierta edad, la cercanía de un muslo expectante y trémulo arrasa con toda posibilidad de diálogo inteligente. Quedamos en vernos luego, en una sala de fiestas, que con sus rebullicios y pacholís a mi siempre me cayeron pésimas. Nada. A tales horas. pensé. los muslos tangenciales eran cuatro en vez de dos. en relativo paralelismo y con la charla de tanteo diluida en gemidos o rugidos. según los temperamentos. sea dicho sin faltar.

El visitarlo en su casa me parecía robarle el jornal. pues me lo imagino escribiendo siempre. a dos manos -notoriamente nunca usa los pies- leyendo con los ojos al mismo tiempo que con el braille, durmiendo a trompicones. con su santa esposa alimentándolo por el pico, como le ocurría a mister Sandwich, inventor del bocadillo del mismo nombre. Todo ello para abastecer a más de medio millón de lectores por los canales de diez o doce diarios. sin contar las revistas y varios libros por año. Tampoco puedo imaginármelo recibiendo a pelmas indiscriminados, y menos aún, y encima, darles güi.squia los camaradas intelectuales, esa irrestañable calamidad. A. Suares decía en una carta a A. Gide: «Ustedes los intelectuales hablan bien. pero después siguen hablando.» Y además de lo dicho, las actividades, brujuleos y contactos testimoniales que le costará, digo yo, el cotidiano suministro para el «Diario de un snob». crónica de un Madrid esperpéntico, entre divertido y espeluznante, que, al menos en lo profiláctico, justifica toda autonomía; un Madrid bastante más difícil de contar que el de Larra, Ramón, Camba o Fernández Flórez, para quedarme en unos pocos de sus antepasados, cuyos aportes individuales quizá ya desborde Umbral, al. menos cuantitativamente, en millares de escritos a la mitad de su carrera.

Por aquello de Descartes: «Ser diferente es ser existente», creo que debo pararme un poco en su estilo periodístico, no tan intercomunicante con el de sus libros, menos los autobiográficos, ni tan tributario de sus predecesores como se dice. Y dejo vacando lo de los libros para otra oportunidad... Partiendo de la irresistible vocación y del más bien indispensable talento, en Umbral se da, por añadidura, la laboriosidad, factores que no siempre funcionan juntos en el escritor joven. Alguien dijo que el genio es una larga paciencia. Puede, asimismo, conjeturarse una cierta severidad de auto-observación y, a nivel del carácter, un poder de recuperación en los baches y desalientos, fieles compañeros del escritor que sabe a qué va, pero no siempre cómo y por dónde.

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Con tales factores, el escritor joven puede encontrarse (es inútil buscarlo) con un estilo que, sobre satisfacerle, es estimado y aun propagable, por sus lectores; y revelador de su eficacia, de modo superlativo en el periodismo, por los involuntarios «homenajes» de sus imitadores («de nuestros imitadores serán nuestros defectos», J. Benavente) y por las fechorías y reconcomios de sus contralectores, como signos coadyuvantes de éxito. El crecimiento del escritor, que consiste en la singularización de su estilo, será tanto más cauteloso si se acompaña de cierta plasticidad para no quedarse en la fórmula lograda, en el narcisismo satisfecho o en los desvanecimientos adulatorios. Siempre hay un peligro en la tentación de «haber llegado» a la «consagración» esa aburrida: entelequía. El escritor de raza, y Umbral lo es por esencia, sabe que ese ser, día a día, palabra a palabra, es un siendo, un gerundio interminable y angustioso.

Los datos para una justipreciación de Umbral por parte del lector informado y sensible, aunque no contaminado por la tasación literaria ni por los distingos profesionales, o sea, el lector del consumo, a salvo de la especiabzación, podrían aventurarse así: Asunción, a prior¡, de un compromiso en la selección, preferencia y tratamiento de los temas, partiendo de una ética sin dogmas, quiero decir, sin tener que rendir cuentas a una «moral» de valoraciones acríticas, basada en la «autoridad» de lo consabido. Unas formas expresantes, o sea una estética, que no es lo mismo que una retórica, matizadísimas dentro de unas constantes invariables que lo hagan siempre reconocible. Además de estas arriesgadas presunciones sobre el estilo, veamos algunas de sus manifestaciones operativas: la jovialidad, entre el desaire popular y el humor culto. La posesión y deliciosa travesura de un lenguaje directo, pero siempre muy advertido de su responsabilidad conceptual, o verbo conceptual, y tan alejado de la chocarrería facilona como de la frecuente melancolía didascálica del escritor «de costumbres», que nunca lo es de malas costumbres y Umbral sí, gracias a Dios. La incesante sorpresa (otra vez el escritor de raza) en la yuxtaposición de los vocablos, de modo muy incisivo en los contrastes adjetivales, con su repentina espectralización de lo serio, desarmado de su inherente agresividad con su reducción al ridículo, utilizando su propia retórica con saludable mala fe instrumental. En la praxis política detenta Umbral una posición de izquierda, si bien extraprogramática o suprapartidista, ejercida sobre fluencias vitales, sobre contingencias de lo que está ahí, con sus contenidos humanos, pero alejada de las formulaciones, utilizaciones o momificaciones de los esquemas ideológicos. O sea, un humanista en el buen sentido de la palabra, que también los tiene malos, como cuando sirve de camuflaje y parapeto a las infinitas triquiñuelas del capitalismo... Y todavía podríamos detallar: la población tipológica que deambula por sus escritos con su rica presencia, símbolo y gesticulación en la que el escritor se entremezcla solidaria y entrañablemente más allá de lo pintoresco utilizable; el parado, el guardacoches, el taxista, el quiosquero, la marquesa paródica..., con la voz variable de sus tranquilos, claves y dicharachos: tio, tia, amor, cheli, carroza, la pastizara, lo jai, el personal, etcétera, que muchas veces le sirven como amortiguadores coloquiales para la dureza del juicio o del sarcasmo, reinstalando a la víctima en la condición de prójimo a pesar de todo. Y a la par de todo ello, la afición polémica, un coraje lineal sin posible retroceso, muchas veces contra viento y marca y entre la espada y la pared; y lo que es casi prodigioso, sin tener que desgañitarse ni desfigurarse con la ferocidad dialéctica, con el rebuzno profesora¡ ni con la palmeta admonitoria, más bien partiendo del simple y demótico «al que le pique que se rasque».

Con este juego limpio y estos riesgos aceptados, y desde esa .leonera que es Madrid, Francisco Umbral nos va diciendo día a día y burla burlando (y a veces llorando, claro) muchas de las cosas más importantes que llegan al lector español para su deleite o para su furia, asimismo constructiva; y en todo este tour de force sin esfuerzo perceptible y sin perder la línea ética que es, a lo hondo, su connatural bonhomía, su solidaria ternura, una jovialidad incansable y una osadía sin chulería, que pueden parecer desoladoras o consolatrices en el contexto inmediato, pero basadas siempre en aquel invariable sentido humano que se «diviniza» en la cortesía, logro egregio de la convivencia, tal como enseñaba San Francisco a sus, aún montaraces, frailucos: «Sappi frate carísimo, que la cortesía e una proprietá de Dio.»

En este buen país, bronco y superlativista en sus preferencias y rechazos, de sermoneadores a cara o cruz, de soluciones emocionales a los problemas mentales, de «esto lo digo yo», sin nadie detrás de yo, de los delirios exclamativos y las puñaladas traperas, el «caso» Umbral significa una compensación, más allá de su talento, de su esfuerzo y de su rigor; o sea, una compensación moral y patriótica - ¡si, señor, patriótica! - por su conducta dificil y coherente, procurada en el versátil paso de los días. Y es necesario que unos españoles digan estas cosas de otros españoles, antes de los regocijos necrofilicos o de los por ahí te pudras post mortem. En este buen país y, en el mejor de los casos (ya lo observaba Borges hace años), los méritos personales se subrayan con este desconcertante adjetivo: envidiable, donde en otras lenguas se usaría admirable. Por lo que oigo entre la gente del gremio, Umbral resulta más espontáneamente envidiable que admirable. De la envidia decía Gracián que es el vicio español, y Quevedo, que está flaca porque muerde v no come. con lo que el complejo admirado-envidiado se entrevera a un rechinar de dientes y a un morder sin engullir, presentes en fórmulas y paremios del habla: «A éste no lo paso, no lo trago». Ortega, el gran mordido y no tragado nacional, decía en un discurso apologético de Azaña: «Es grave y desmoralizador que un pueblo se acostumbre a recibir lo más dificil como cosa llana y natural.» Y también: «Un hombre que cuando una perfección pasa ante él no siente necesidad del aplauso, es un hombre del cual poco se puede esperar. »

Pues eso, Paco. Y ahora a cobrar el artículo, y no me vayas a salir con que es «impagable». En realidad ya me lo cobré a mí mismo en tranquilidad de conciencia. A veces es una gran dulzura para el alma poder seguir aquel consejo de Goethe: «Contra los grandes méritos no hay más que un remedio, el amor».

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